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Tras la caída del gigante | La despedida (Parte XVI)

—Me da gusto ver que se encuentran bien —dijo el Alan cuando nos vio llegar—, Mario, temía que te hubieran ejecutado en La Aguama, y Héctor, cuando vi lo que pasó en el campamento, los pensé capturados. —Sobrevivimos jefe, pero creo que ahora sí va a estar cañón seguir… Ricardo Flores ya no nos apoya […]

—Me da gusto ver que se encuentran bien —dijo el Alan cuando nos vio llegar—, Mario, temía que te hubieran ejecutado en La Aguama, y Héctor, cuando vi lo que pasó en el campamento, los pensé capturados.

—Sobrevivimos jefe, pero creo que ahora sí va a estar cañón seguir… Ricardo Flores ya no nos apoya y todo mundo descubrió lo que planeábamos. Si esta vez conseguimos reorganizarnos va a ser un milagro.

—Por eso mismo les mandé a hablar. Sé que hay otra persona interesada en que continuemos vivos, él se encargó de traerlos y de organizar a los pocos que seguirán de nuestro lado.

—¿Y?

—Ten —me dijo dándome un papel—, esta gente no tiene quién le transporte la droga al otro lado y no quieren que su dinero termine enriqueciendo al Quino y a sus gentes, así que les tocará a ustedes. No es mucha cantidad, pero sí la suficiente para ir ahorrando hasta que algo pase.

—Su hijo…

—Nos trataremos bastante. A donde sea que vaya yo, él irá también; mientras me visite, intentaré ayudarlo para que se dé cuenta de cómo están las cosas: que vamos a necesitar de su ayuda para que esto salga adelante.

 

La radio del hombre que nos había metido a la prisión en medio de esa noche, empezó a sonar.

 

—Se acaban de dar cuenta de que entraron, tienen que salir de ahí.

—Nos veremos pronto, váyanse para seguir con esperanzas. Sé que pronto se pelearán dentro del cártel de Tacuilola, con al Quino atrapado estoy seguro de que los Ramos intentarán hacer algo; aún hay personas en varios lugares que me dicen cómo está el ambiente y estoy seguro de que nos volveremos a ver en menos de cinco años.

—Ya dijo jefe, se cuida.

—Igualmente —nos dijo apagando la luz de su celda y dejándonos solos listos para huir.

—¿Por dónde saldremos? —le dijo don Héctor a la persona que nos había metido—, seguro ya taparon el lugar por el que entraron.

—Es la cárcel de Culiacán —me reí.

—Está más perforada que un arroyo en tiempo seco —me completó la frase el hombre.

 

Nos supo guiar a través de la oscuridad en los pasillos de aquel lugar, hasta que, de un momento a otro, fueron cinco policías los que nos rodearon.

Don Héctor, Katia y yo sacamos armas inmediatamente, pero el hombre empezó a hablar de forma tranquila y seductora.

 

—Terminamos perdidos aquí adentro, pero estoy dispuesto a pagar por un guía.

 

Los policías se nos quedaron viendo en silencio. La persona que nos había salvado aquella misma noche le pidió a Katia que sacara una lámpara, y mientras ella apuntaba, pudo verse un fajo de billetes salir del bolsillo del personaje.

 

—Con mucho gusto —se rio uno de ellos.

 

Unos minutos después estábamos afuera y tras de correr un par de cuadras, llegamos a donde habíamos dejado la camioneta. En medio de la oscuridad atravesábamos esa zona suburbana del sur de la ciudad cuando don Héctor me pidió el papel que Alan me había entregado.

 

—¿Piensas seguirlo?

—Estamos fichados, todo mundo sabe para quién trabajamos, no creo que otra persona nos quiera.

—Dijo que en unos años habrá quiebres dentro del cártel —nos recordó Katia— y nunca ha errado.

—Esperemos que ese quiebre llegue pronto, pero por mientras, somos los responsables de que todo esté listo para cuando el Alacrán consiga huir nuevamente —dijo don Héctor.

—Esperemos que así sea —dije yo antes de cerrar los ojos y caer dormido, sabiendo que lo peor ya había pasado, sabiendo que el gigante había caído, pero no muerto, y que tarde o temprano, volvería a despertar.

© José María Rincón Burboa.

 

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