Artes

Los cuentos de Chema Rincón | De regreso a tus brazos

Pienso en todo lo que me dijiste. Mi mayor deseo es poder volver en el tiempo, justo a aquel instante en el que vi tus ojos, escuché tu risa y sentí tu tranquilidad, cuando supe que eras un regalo del cielo. Cuando en Noruega mis padres y sus amigos me contaron de venir a tomar […]

Pienso en todo lo que me dijiste. Mi mayor deseo es poder volver en el tiempo, justo a aquel instante en el que vi tus ojos, escuché tu risa y sentí tu tranquilidad, cuando supe que eras un regalo del cielo.

Cuando en Noruega mis padres y sus amigos me contaron de venir a tomar vacaciones en este pueblito de México, llamado Mazatlán, no pensé en encontrar un amor. Y aunque no habláramos el mismo idioma, nos dimos a entender ese sentimiento universal, llamado amor, que hasta los animales transmiten y disfrutan. Si hubiera podido no me hubiera ido de ahí, seguiría a tu lado. Las vacaciones pasadas hubieran sido eternas y nadie nos habría separado. Pero tuve que volver a mi país, y tú te quedaste en tu hogar. Todo este año he pensado en las salidas con tus amigos y los míos, en las fogatas junto a la playa y en las leyendas de tu pequeña ciudad.

Ahora vuelvo. En cuanto llegamos al hotel, tus amigos ya nos esperaban, y me sorprendió no verte ahí. Aventé las maletas e ignoré a toda la gente que conocí el año pasado, en cuanto llegué, salí a buscarte. Tomé la primera pulmonía que pude con destino a tu casa, y mientras me acerco, y el cálido viento me revive, me pregunto por qué no habrás dejado de contestar mis mensajes. Hace un año pude jurar que nuestra historia era de esas que todos conocerían y que nunca se acaba. Me hubiera gustado que no se hubiera acabado, pero estoy de regreso, a revivir este verano y reencontrarte. A volver a sentir el calor y a terminarnos de enamorar. Pero ahora vengo con un regalo: la UNAM me ha aceptado como estudiante, y viviré a solo tres horas en avión de aquí. Esta vez no nos separaremos.

Aquella tarde te volví a abrazar, recordé como me habías hecho sentir, paseamos por el malecón tomados de la mano y nos fuimos a aquella playita virgen que solo tú y tus amigos conocían, mientras anochecía admiramos la luna y las estrellas, dejamos que el sonido de las olas, la brisa del mar, el canto de los grillos y el tenue brillo de las luciérnagas nos acurrucara. Esta vez era diferente: en el mismo lugar escondido, con el mismo calor del fuego, pero ahora no estaban tus amigos ni los míos: solo tú y yo. Ya entre sueños, recuerdo darte un beso y caer dormido abrazado a ti, pensando que nadie me iba a arrancar la felicidad otra vez.

Tal vez me precipité demasiado en buscarte, quizá tus padres se asustaron porque no volviste a casa esa noche, o probablemente nuestras familias estuvieran preocupadas porque estábamos en medio de lo silvestre en la noche. Pero la histeria que todo mundo tenía cuando me encontraron, no fue por ninguno de esos motivos. Me encontraron en la isla de la cueva del diablo, en la lancha de protección civil venían algunos de tus amigos y mi padre. En cuanto me tuvieron en sus manos, me dijeron que llevaba dos días desaparecido, y que tú habías muerto: que por eso nunca respondiste y por eso me intentaron detener el día anterior. Pero entonces, dime, ¿con quién estuve durante la noche?, y si fuiste tú, ¿por qué te desvaneciste de mis brazos sin decirme de tu muerte?, o, peor aún, ¿por qué me llevaste a morir a aquella terrorífica isla?

© José María Rincón Burboa.

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