Culiacán da, Culiacán quita. En esta ciudad, generosa y espléndida, es fácil acostumbrarse a lo bueno. Pero en más de un aspecto la experiencia se ve tocada por la fuerza destructiva. A veces más, a veces menos. Si lo que se quiere es promover la cara amable de la región hacia el exterior y obviar el lado oscuro, se puede. Más difícil, en cambio, es sabernos parte de una sociedad en la que todo está interconectado, hasta lo que pudiera incomodar. Hay que ver el culto que se le rinde a Jesús Malverde y el estigma con el que carga.

Uno puede vivir aquí toda la vida sin enterarse. Voy a atreverme a decir que la mayoría de la gente no cree en el santo apócrifo. No le rezan, no le atribuyen milagros ni lo consideran algo más que una curiosidad. “El santo de los narcos”, aunque tal valoración resulte un tanto inexacta. Olvídate de lo que sale en las series, olvida los corridos y la romantización del sicario en la cultura buchona. Lo que se ve en el festejo de Malverde no dista mucho de lo que hay en otras fiestas patronales a lo largo del país.

Dicen que este año hubo menos gente. El 110 aniversario luctuoso del Robin Hood local, en este 3 de mayo de 2019, tenía una vibra muy familiar. Señoras y niños agarraban sillas y se sentaban bajo los toldos dispuestos afuera de la capilla. A ganar sombra, que las horas perras del sol aún estaban por llegar. “Ven a la Plaza Fiesta”, me mandaron un mensaje. Yo esperaba el inicio de la procesión y esta ya tenía rato subiendo por la calle de al lado. Corrí y me encontré de frente con la camioneta que llevaba el busto de Jesús Malverde encima del cofre. Decenas de personas enfiestadas rodeaban el vehículo. Bailaban y daban vueltas al son de la tambora que también acompañaba el recorrido.

La procesión es la parte más auténtica de la celebración. Aquí se resume toda la idiosincrasia de la fiesta. Aquí es donde vacían botellas de Buchanan’s y Jack Daniels encima de la figura del santo. Aquí se vale beber cerveza en la calle. Brota un sentido de confianza entre la gente que pocas veces se da en un evento público. Todos comparten. Fuera vergüenza. Aquí todo mundo es como es. Y a la gente que veía pasar el desfile desde las ventanas de sus oficinas se les notaban las ganas de unirse. Tomaban video con sus celulares. En cuántos dispositivos habrán quedado registradas tantas sonrisas que rodeaban al bandido leyenda.



El recorrido era lento, la camioneta llevaba niños trepados que repartían botellas de agua. Y al frente, como si dirigiera el desfile, Alexis, el niño milagro. Por una negligencia médica, nació con un padecimiento llamado hemiparesia infantil, una disfunción que le inmovilizó el lado derecho del cuerpo. Su papá, Juan Medina, estaba en la cárcel y ahí se dedicaba a elaborar escapularios de Malverde. Siempre le pidió al santo por su hijo. Que camine, no importa que yo me quede entambado. El niño solo podía arrastrarse. Fue hasta los 8 años, cuando Juan ya estaba libre, que vieron algo que no podían creer. El niño agarró la bicicleta del vecino y empezó a pedalear. De ahí en adelante, la recuperación fue progresiva. Hoy Alexis es un adolescente que viene cada año a caminar junto al patrón.

Llegó el punto en que el vehículo se detuvo frente al palacio de gobierno. Alguien sacó una bolsa de cuetes y le prendió fuego. La detonación no estuvo tan fuerte pero el desafío simbólico se cumplió. El pueblo contra el gobierno, el santo de los delincuentes contra los otros delincuentes. Todo simbólico, porque son las mismas autoridades las que cierran la calle para el evento y permiten que la gente festeje en paz. Pero eso no le quitó que alguien soltara una mentada de madre para los que se asomaban desde los balcones del edificio.

El jolgorio subía en intensidad a medida que la procesión se acercaba a la capilla. Alguien sacó un churro de mota y lo empezó a rolar. Alguien me dijo que abriera la boca y dejó caer un chorro de whisky en la garganta de este pobre sediento. Un fotógrafo de Francia documentaba el momento. Un vato de Toluca me dio a beber de una botella que contenía un líquido verde, algo así como un té de hierbabuena con licor. Me dijo que sólo se consigue en una cantina de allá, y que los fabricantes son muy celosos con la receta. De pronto brincaban los acentos distintos. Gente de todos lados. “Hasta chinos hay aquí”, platicaba una señora con su comadre. Se refería a la pareja de japoneses que desde hace cuatro años asiste al festejo. Turismo orgánico que ninguna secretaría puede fomentar.

Al final del trayecto, el baile célebre de Jesús González con su esposa. Jesús es el actual encargado de la capilla y de la organización del festejo. La gente se sacaba selfies con él como si fuera Julión Álvarez. Entre sus labores está lo de canalizar los recursos, en efectivo y en especie, que donan los creyentes. Sillas de ruedas, juguetes, recetas médicas, útiles escolares, ataúdes para difunto. “Si usted me ayuda, yo ayudo a más gente”, se lee en el sobre que entregan a la entrada de la capilla para quien quiera donar. Malverde es el símbolo, y la ayuda no siempre cae del cielo. También se trata de organización y trabajo.

La misma organización que nos regaló tamales de elote y de puerco para bajar avión, con frijoles y sopa fría. Que entregó juguetes a los niños y bolsas con despensa a las familias asistentes. Este festejo se nutre de personas a las que sí les viene bien formarse en la fila para recibir el apoyo. Bastante normal para tratarse del santo de los malandros. No resaltan los modos buchones que, por lo que se dice, uno esperaría encontrar aquí. No este día. Lo cual tampoco quiere decir que estén completamente ausentes. Si en las tienditas de recuerdos, justo al lado de las figuras de Malverde, se exhiben estatuillas del Chapo Guzmán.





Como escribió Monsiváis, la leyenda es perfecta mientras no se le quiera comprobar. No hay evidencia del paso de Jesús Malverde por la vida, y a estas alturas ni falta que hace. Es el arquetipo del héroe, versión bandido generoso, el que persiste aquí como en otros tantos ámbitos de la civilización. Lo real es que a veces hay personas que se ven en la necesidad cabrona de proyectar su fe en algo, aunque antes no creyeran en nada. Como Fernando Cabada, que vino de Tijuana para agradecer por la sanación de su pierna. Ya la tenía azul, dice, le dio elefantiasis y no aguantaba el dolor. Quién puede culparlo por haber seguido el consejo de un amigo de Quilá, que le dio un escapulario con la imagen del santo.

Por detrás de la capilla pasa el tren, parte de la red ferroviaria que data del porfiriato. Hace muchas décadas este sector era la salida a la carretera, en las afueras de la ciudad. No se llenó de casas sino de comercio. Y los límites de la ciudad se recorrieron, pero el culto se mantiene periférico en el imaginario social. Antes de la capilla, sólo un montón de escombro con una cruz encima era la referencia para los creyentes. La supuesta tumba de Malverde se encontraba frente al palacio de gobierno. Fueron las autoridades quienes decidieron, luego de un estira y afloja con la gente, trasladarla hacia donde hoy está la capilla.

“Este es el underground culichi”, me dijo César, el de Toluca. Y uno pensando en el rock. Pero tiene razón. Este es un fenómeno que bebe marginalidad por distintos frentes. Al cual una gran parte de Culiacán no quiere acercarse. Pesa la cruz que Malverde carga, esa que lo emparenta con la vida narca, la adoración al dinero y la tragedia de las familias que han sido mutiladas con violencia. Pesa también el clasismo con que se niega su parte en la ciudad que somos. Una cosa no quita la otra. Acaso es mejor tratar de entender los matices en esta historia, porque la celebración es de felicidad, y los niños corren y las señoras bailan con la tambora, y el vato que viene del Oxxo con tres bolsas repletas de cerveza y hielo escurriendo sobre el pavimento, te regala un bote aunque no te conozca. Esta es la fiesta popular.


Lee más: Milagros en línea | Jesús Malverde en la era digital