Septiembre
Escribía la palabra “irreverente” y de la nada se vino la tremenda sacudida. 13:13 hrs, el tiempo se detuvo. Los vecinos aterrados se paralizaron con los ojos desorbitados y los brazos extendidos, como queriendo sostener el caos. Alguien en la escalera dio el azotón y surgió el llanto. La sacudida cambió de dirección; cesó el […]
Escribía la palabra “irreverente” y de la nada se vino la tremenda sacudida. 13:13 hrs, el tiempo se detuvo. Los vecinos aterrados se paralizaron con los ojos desorbitados y los brazos extendidos, como queriendo sostener el caos. Alguien en la escalera dio el azotón y surgió el llanto. La sacudida cambió de dirección; cesó el brincoteo para seguir un vaivén amenazante.
El tiempo no transcurría y en la cabeza rondaba la tragedia. “¿Qué pasa?” “Tranquilos” “No se muevan”, alguien decía sin mucho orden. El tiempo retomó su curso. Nadie supo que hacer. Nadie quería saber lo que había pasado. Llegó un silencio sordo. Una calma inquietante que nadie quería romper. De nada sirvieron los preparativos, la mochila de emergencia se quedó en el interior con las llaves y todo lo demás. Era sólo ella con un escenario incierto. Salió a la calle y se encontró con otros que caminaban cautelosos como viendo por primera vez las calles de siempre; otros al punto del llanto tecleaban sus celulares sin encontrar respuestas.
Una ironía. No podía creer que hacía 32 años había ocurrido lo mismo; aquel día, ella veía aterrada las imágenes por televisión en otro lado del mundo. Ahora estaba en la misma ciudad con una sacudida que nunca había sentido. Se encaminó al café de siempre, y se dio cuenta que no traía sostén, y sí un cepillo de dientes en la mano. Parecía que otros habían olvidado el decoro; un joven caminaba vestido en bata de baño, un señor en calzoncillos. Al tiempo que llega al café la calle se llenó de gente.
Se dio cuenta de que no había luz y nadie lograba comunicarse. Su amigo ciclista llegó alarmado diciendo que en la esquina estaba un edificio al punto del colapso. Alguien en el café sintonizó un radio y empezaron a escuchar las primeras narraciones: “En Rébsamen se cayó una escuela. Un jardín de niños”. Pedían que nadie se desplazara. Se empezaron a escuchar los helicópteros y las sirenas. El desastre.
Apenas unas horas, los supermercados se vaciaron. Jóvenes, niños, señores, todos salían con bolsas llenas caminando a los sitios señalados. Agua, palas, picos, lámparas, guantes, galletas, leche…la noche llegó y las cadenas humanas simulaban hormigueros. Nadie esperó indicaciones. Adolescentes organizando los víveres. “Las medicinas por acá. Agua en esta esquina. Ropa y cobijas de este lado”. Ella quería llorar; los motivos la rebasaban. Manos, bicicletas, motos, autos… todo a montones.
No podía creer la hermandad; no había diferencias sociales. Grupos humanos empezaban a desplazarse a todas direcciones. Jóvenes organizando los cruces viales a falta de semáforos. Personas improvisaban letreros ofreciendo café, agua, conexión telefónica, uso de baños, tortas. Abarrotes y loncherías de barrio disponían sus productos de manera gratuita.
La conexión telefónica se restableció y se empezaron a mostrar las primeras imágenes. Derrumbes. Ofertas de ayuda surgían del ciberespacio. Condolencias diplomáticas. Cuentas bancarias. Listados de acopio y domicilios de refugio. El resto del mundo reaccionaba. Ella igual recuperó la conexión y revisó el perfil de su amigo, quería saber de Pablo; él se enmudecía con los templores…. Leía la nota que escribió hace dos años, apenas así entendió lo rara que se había despertado: “19 de septiembre no se olvida”. Salió a caminar. En su cuadra seguía un edificio acordonado. Recordó el 43 de septiembre y el vuelo de vida en los papalotes de Toledo.
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