Cincuenteando
Los primeros días, Emilia se encerró en su departamento y ordenó comida a domicilio. Se recuperaba del olvido de todos. No encontró nada mejor que ver películas infantiles. Por las mañanas, preparaba un café y se lo servía en lo primero que encontraba; se sentaba en el sillón del ventanal que daba a la calle […]

Los primeros días, Emilia se encerró en su departamento y ordenó comida a domicilio. Se recuperaba del olvido de todos. No encontró nada mejor que ver películas infantiles.
Por las mañanas, preparaba un café y se lo servía en lo primero que encontraba; se sentaba en el sillón del ventanal que daba a la calle y en automático le daba pequeños sorbos. No había expresiones, a lo mucho se advertía nostalgia en su rostro. Sin prestar atención, veía el andar de la gente en el parque. Esa mañana, el escenario la envolvió por completo. Imaginaba la vida de los transeúntes: hombres y mujeres que corrían con vistosa ropa deportiva, vendedores ambulantes con sus vástagos arropados y olvidados en cartones, parejas de jóvenes haciendo la pinta, policías en rondín enajenados por sus pantallas telefónicas. Todos con un propósito. ¿Y el mío? Se sintió ajena a ellos. Cerró los ojos por un momento y al abrirlos su mirada quedó atrapada en los seres de cuatro patas. Una sonrisa hiriente se dibujó en sus labios. ¿Cuándo permitieron las cadenas? Qué capricho quitarles su condición.
En la escena aparecieron otros perros saltando y jugueteando. Sus dueños los miraban orgullosos. Los animales corrían de un lado a otro y de cuando en cuando regresaban con sus amos; éstos los premiaban con caricias. Los peludos movían la cola de puro contento. Antes de abandonar el parque, obedecían al llamado y permitían que les colocaran, again, sus cadenas. Es todo por hoy. Mañana los saco otro rato. Sintió escalofrío. Perra vida.
Las sombras de los árboles cambiaron de rumbo. Continuó absorta en el parque como si ese día descubriera su existencia. Una nueva imagen sacudió sus pensamientos. Se trataba de un niño que caminaba de la mano de su madre. El pequeño no quería detenerse y la madre lucía agotada; decidió no avanzar más, se sentó en una banca y entre las piernas sostuvo al niño, éste pataleaba y en un santiamén ya andaba entre las plantas. La madre, sin mucho ánimo, lo llamaba con una voz que parecía no tener sonido. Seguro está afónica por gritarle todo el día. De repente, el niño llegó hasta donde estaba echado un perro y lo acarició sin miedo. El perro levantó la cabeza, vio al minúsculo ser y regresó sin agravio a su posición. La madre vio al perro y se escandalizó. De un jalón alejó al pequeño, quien no tardó en soltar el llanto. El chamaco se retorció y forcejeó queriendo alcanzar al perro, pero no logró zafarse de los brazos de su madre. El perro, que hasta ese momento permanecía imperturbable, se levantó flojamente. Estiró sus patas delanteras y lanzó un perezoso bostezo. Emilia hizo lo mismo para luego llevarse el último trago de café a la boca. Sacude la taza esperando recibir las últimas gotas. Todo acaba. Deja la taza en la mesa de centro. Como una autista, regresa la atención al interior de su departamento. Se pone de pie. Estira los brazos hacia el techo, abre las manos y baraja los dedos. Se balancea a los costados y lamenta su pobre elasticidad. Siente un tirón al lado del omóplato, afloja las piernas y cae en el sillón. Estoy jodida. Suena el teléfono. Lo alcanza con dificultad. Lee Rubén en la pantalla. No contesta. Descubrirá que estoy de la chingada. Luego de varios intentos, el teléfono deja de sonar. Decide no salir de su encierro. Revisa entre sus películas y elige La historia sin fin. Se recuesta en el sillón de dos plazas y la película empieza a correr. A los pocos minutos se fascina con la historia como si la viera por primera vez. La escena de Bastian sobre el lomo del dragón blanco volando por la tierra de Fantasía la conmueve profundamente. Las lágrimas empiezan a correr sin remedio por su rostro cansada. Ese día, por primera vez, sintió el peso de los años.
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