Por Romain Le Cour Grandmaison.
Culiacán, Sinaloa. Dos palabras mitológicas del léxico del narco en México y en el mundo. Si agregamos el apellido “Guzmán”, el guion parece caricatura.
Jueves 17 de octubre del 2019 en la capital del estado. Son las 3 de la tarde. Hora de comida, transportes, salida de escuela, trabajo, paseo. Para el gobierno federal mexicano resultó ser una buena hora para lanzar un operativo militar destinado a capturar Ovidio Guzmán, hijo de ya saben quién, en plena ciudad. El resultado táctico y estratégico fue desastroso.
Este texto no buscar discutir la eficacia del operativo, sino analizar la forma en que se transformó en un “espectáculo” mayúsculo (para aquellas personas fuera de Culiacán) en un contexto de “guerra contra las drogas”. Y es que en México los relatos públicos de la violencia siguen cada vez más una pauta donde el espectáculo se acepta de forma pasiva por “su forma de aparecer sin réplica, por su monopolio de la apariencia” . Este ensayo hace preguntas acerca de los espectáculos de la violencia en México, en particular cuando son producidos por actores no estatales, dejando para otro texto el papel del Estado.
Primero, un espectáculo necesita un escenario adecuado, tanto socialmente como geográficamente. Como lo han mostrado varios eventos trágicos a lo largo del año 2020, no todos los municipios ni todos los muertos mexicanos tienen derecho a la misma cobertura mediático-política y la empatía varia mucho según el lugar y el perfil social y étnico de las víctimas.
Segundo, el espectáculo necesita de material abundante y atractivo. Ya no es suficiente el relato escrito de los hechos. Lo ideal es poder contar con buena cantidad de videos producidos por testigos directos, habitantes, fuerzas públicas o cámaras de vigilancia, además de los propios protagonistas. Aquí es donde los smartphones y las redes sociales ofrecen una fuente continua de producción y difusión, que por cierto se aceptan y se reproducen como fuente para el análisis o la información sin ninguna distancia critica, en la mayoría de los casos.
Cuando se trata de una ciudad como Culiacán, un jueves a las tres de la tarde, estamos frente a una oportunidad mayor de espectáculo. De hecho, apenas se publicó la noticia, las redes sociales se encargaron de transmitir, minuto por minuto, las balaceras, el despliegue de hombres armados por la ciudad, los testimonios de habitantes acorralados y los análisis de la situación por parte de expertos en su mayoría fuera de Culiacán y de Sinaloa. En pocas horas, el 17 de octubre del 2019 se convirtió en una fecha fetish de la historia reciente de la violencia en México.
Esto se amplificó durante los días siguientes. Así, el frenesí de la cobertura no paró hasta varios días después, cuando ya se había extraído todo el jugo del evento. Lo importante era mostrar que uno “estaba” en Culiacán, en el corazón de un evento que sin embargo había terminado; aportar “pruebas” de que se conocía la ciudad y sus habitantes, principalmente a través de “fuentes” locales, y por ende darle al relato una legitimidad culichi sin realmente dar espacio a aquellas voces; algo fundamental en la era de la información global.
Tercero, se necesitan de actores impactantes, explicaciones simples y conclusiones tajantes. Un líder del narco resulta ser lo mejor. Si estamos en Culiacán con hombres de apellido Guzmán, estupendo. Entonces permite recurrir a toda la mitología del narco y crear el branding, la “marca” del evento. En este caso, “la batalla de Culiacán”, y algunos de sus mejores sub-títulos: “un show de Netflix en vivo”; “escenas de violencia que parecen Siria”; o “la victoria del narco”. Mil metáforas para llegar a la conclusión impuesta por el espectáculo, y a cual nos toca adherir: el Estado mexicano ha sido derrocado por el narco. Culiacán iba a marcar un parteaguas en la historia de la violencia en México. Un antes y un después para el país entero. Ya nada sería igual.
Aquí se asoma el meta-relato. La gran explicación. En México, es simple: el narco vs. el Estado. Con esto empieza y termina todo. Argumento desgastado, pero increíblemente poderoso: permite aportar una explicación recurrente a cualquier evento de violencia sin el más mínimo análisis coyuntural. Así, el paradigma de la guerra entre el gobierno y el narco atraviesa los ámbitos profesionales sin casi variar, incluyendo a periodistas, analistas, académicos y, obviamente, los servicios de comunicación de los gobiernos sucesivos.
Los ingredientes de esta narrativa son conocidos. El Estado y el crimen son ontológicamente opuestos. Alguno de los dos, para existir, tiene que aniquilar al otro, en un mundo perfectamente blanco y negro. La teoría es dominante y resulta difícil criticarla. Incluso en la academia, la ciencia política y la criminología estadunidenses (o inspiradas por) siguen produciendo estudios que yacen en una concepción weberiana – caricatural – del Estado como garante del monopolio de la violencia en su territorio.
Lejos de esta visión, en México, el Estado nunca desaparece. Es más, logra consolidarse como el espacio político central a pesar, a través y en contra de la violencia, legítima o no. Lo importante es entender que la organización de la violencia y sus reglas de uso son una co-construcción: se negocian permanentemente, de forma más o menos violenta, entre varios protagonistas públicos y privados.
Sin embargo, lo que provoca esta teoría, más allá de disputas académicas, es importante. Se impone una historia oficial de la violencia. Un relato, lleno de mitos del narco y profundamente ideológico, que explica la sociedad mexicana a partir de la separación entre una parte “sana” y otra “infectada”. El crimen, entonces, y en particular en su vertiente “organizada”, representa una amenaza interna al cuerpo social, una anomalía que provoca debilitamiento y fracaso, y que por ende se debe aniquilar.
Además, la narco-narrativa es particularmente fructífera porque es simultáneamente alimentada por las historias de actores altamente desviados socialmente – son los otros – y al mismo tiempo fascinantes. Esta paradoja es uno de los cementos de la narrativa y la clave de su eficacia. Se funda en la atracción por el narco, las armas largas, la estética de la guerra y sus atributos masculinos: una violencia seductora, que participa de cierto voyeurismo, y alimenta un sinfín de libros, reportajes, documentales y películas de ficción.
Resulta que la guerra vende. Y cuando hay narcos involucrados, aún más. La representación de la violencia es un negocio nacional e internacional del cual dependen varios sectores profesionales. El problema es cuando la guerra se vuelve rutinaria. Los muertos se acumulan y las explicaciones no logran reinventarse. El público, alejado, se cansa y no presta atención. Se acostumbra a detalles horríficos. Ya no se emociona ni se escandaliza por nada. De ahí la necesidad de producir espectáculos varias veces por año. Momentos claves, que se tienen que vender como una ruptura total y definitiva para capturar la atención pública por unos días.
Para esto, se necesitan eventos que puedan dar espacio a una cobertura “de guerra”. La violencia cotidiana y crónica, e incluso las masacres alejadas de los grandes centros de la atención pública, ya no sirven. En cambio, el 17 de octubre en Culiacán, el ataque al subsecretario de Seguridad en la Ciudad de México en junio del 2020, o las series de videos aparentemente producidos por grupos criminales para escenificar su ayuda en tiempos de Covid, o presentar al mundo su armamento y sus carros blindados, son la horma del zapato de la violentología.
Aquí quiero concluir con dos ideas que me parecen relacionadas y poco analizadas. Primero, un cambio sociológico de los medios internacionales, acompañado por una evolución disciplinaria y temática dentro de la academia, y finalmente la consolidación del sector de la consultoría y “expertise” en violencia en México.
Primero, varios de los corresponsales internacionales – principalmente estadunidenses – que cubren ahora México han trabajado antes en contextos de guerra civil en Asia, África y Medio-Oriente. Eso trae costumbres de trabajo – por ejemplo el hecho de apoyarse masivamente en fixers para hacer “campo” – así como marcos analíticos y vocabulario importados desde zonas de conflicto armado. Segundo, hay cada vez más expertos, miembros de ONGs y académicos que han sido formados en War Studies y Conflict Studies en los Estados Unidos o en el Reino Unido, lo cual se refleja en el peso cada vez más grande de los “security analysts” en México, un perfil inexistente hace 10 años.
Esto conlleva el uso, cada vez más común, de un vocabulario inspirado en la guerra -insurgencia, grupos armados, conflicto armado y demás etiquetas más o menos refinadas – así como en conceptos como “Estado fallido” o “débil”. Esto, como en el caso de los medios frente a sus respectivos públicos y la necesidad de consolidar audiencias, tiene mucho que ver con la lucha por convencer a donantes de que la situación en México merece invertir recursos. Si la violencia es social, si resulta ser el producto de dinámicas históricas complejas, si no es espectacular y amenazante para el orden social sano, el donante no queda convencido de la urgencia. No se puede entender la fuerza de la narrativa de la narco-guerra fuera de la necesidad de alimentar amenazas para asegurarse de financiamientos.
Esta evolución tiene efectos concretos sobre la realidad social y política en México. La paradoja aquí, como lo investigamos a través del programa Noria para México y América Central, es que un amplio sector que pretende criticar la guerra contra las drogas se desatiende de las dinámicas estructurales– sean sociales, económicas, políticas o culturales – para enfocarse cada vez más en una visión “positivista” de la violencia. Como si la violencia existiera en sí. Como si creciera en los árboles. Como si cada evento violento tuviera que ser un espectáculo inédito para tener interés. Esto, como en el ejemplo de Culiacán, termina arando el camino de políticas de seguridad represivas. Al argumentar que la violencia es el producto de una debilidad, en general se deduce que la solución pasa por más fuerza, lo que a la postre se traduce en más mano dura y militarización.
Cabe decir que las autoridades tienen un papel crucial en esto. Construir relatos de enemigos y amenazas internas es una tarea clásica de la formación de los Estados, un tema que dejaremos para otra entrega. Resulta que para varios sectores que ya viven de la violencia, pasa exactamente lo mismo. Las explicaciones binarias y la capitalización sobre eventos espectaculares permiten seguir creciendo, y vendiendo. Si el espectáculo termina, el negocio también.
Por eso Culiacán fue tan perfecto. Y no importa si el parteaguas que se había anunciado nunca ocurrió, si el Estado no desapareció y si el narco, sea lo que sea, no dirige a México. Mientras tanto, la cotidianidad de la violencia, cuyo análisis requiere más tiempo y atención, queda cada vez más invisible.
Romain Le Cour Grandmaison
Twitter: @romainlecour
Doctor en ciencias políticas de la Universidad de la Sorbona.
Cofundador de Noria Research y coordinador del Programa para México y América Central. Research Fellow del instituto USMEX, de la Universidad de California, San Diego.
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