Dr. Juan Carlos Ayala Barrón
Profesor de Filosofía(UAS).

Los hechos del 17 de octubre de 2019 que sacudieron la ciudad de Culiacán fueron, tal vez, el marco más indeleble durante un año en que la violencia parecía arrollar al gobierno. Pero más allá de cambiar la percepción de la ciudadanía con respecto a la seguridad nacional y el crimen organizado, se reafirmó en ella lo que desde décadas atrás ha estado en el ánimo cotidiano: la fortaleza de los grupos delincuenciales, la complicidad de las autoridades locales, la corrupción existente entre ambos, el solapamiento civil y el arraigo social de los grupos criminales del narcotráfico y la configuración de una cultura alrededor del narcotráfico que ahora llaman narcocultura.

Sin embargo, los sucesos de ese día no fueron hechos aislados, se dan en un contexto histórico, social, cultural y económico que desde hace décadas se ha venido construyendo en esta región.

A partir de los años cuarenta proliferó el cultivo de enervantes como la amapola y la mariguana, una actividad que se generalizó en gran parte del territorio sinaloense. Alrededor de ella se construyeron relaciones de identidad cerradas, principalmente núcleos familiares y comunitarios, pues la ilegalidad de la actividad misma así lo requería.

Fue en los años setentas que el tráfico de enervantes se ramificó en la mayor parte del Estado trayendo consigo la forja de ciertos constructos culturales afianzados alrededor de grupos dedicados a estas labores, es decir, se empezó a configurar un núcleo de identidad muy específico que se mostró en diversos campos de la cultura sinaloense, como en la música, los modos de ser, la arquitectura domiciliaria y la funeraria, y una suerte de fe religiosa específica, pues se adoptó desde los años setentas a la figura de Malverde (“bandido generoso” de principios del S. XX) como santo de los narcotraficantes.

Enormes casas atípicas de narcotraficantes, diferenciadas del resto de la población por su magnanimidad; un panteón con tumbas a manera de grandiosos mausoleos con cocineta, baños, recámaras y salas refrigeradas, equipadas con sistema de video vigilancia en el panteón Jardines del Humaya, al sur de la ciudad.

Surgieron cantantes y grupos musicales que dedicaron sus letras y su música a las hazañas y muertes de figuras reconocidas del narcotráfico sinaloense. Desde Chalino Sánchez, Los Tigres del Norte, Los Tucanes de Tijuana, y últimamente Movimiento Alterado que agrupa a una treintena de ellos sólo para cantar al Cartel de Sinaloa, son ejemplo de lo que decimos.

Lo que sucedía en el mundillo criminal se reproducía también entre los jóvenes culiacanenses, pues muchos de ellos compartieron los gustos, las modas, los lujos, los estilos de vida aún sin dedicarse al narcotráfico; muchos también hacían alarde de violencia al estilo narco.

En consecuencia, se desarrolló una forma de cultura ligada al narcotráfico muy arraigada entre los jóvenes que permeó en todas las esferas sociales en nuestro Estado.

Por si fuera poco, desde hace tiempo se observa un encono hacia las fuerzas federales, pues durante décadas el ejército ha hecho incursiones en las comunidades y en ellas ha perpetrado un sin fin de violaciones, despojos, detenciones y ejecuciones que han quedado en la memoria colectiva como una institución violatoria de los derechos humanos.

Para explicar un poco este desencanto con las fuerzas de seguridad nacional debemos recordar que las actividades del ejército contra el narcotráfico, durante la década de los setentas y posteriormente, fueron brutales en términos de daños físicos a los habitantes de las comunidades rurales de Sinaloa provocando un desencanto en éstas cuyos miembros mantenían lazos no sólo de amistad, sino de parentesco. Se convirtieron en comunidades a la defensiva, pero aún así siguieron conservando su apertura y su franqueza aunque muchas de ellas modificaron formas y mecanismos encaminados a la producción y tráfico de estupefacientes con prácticas disruptivas más discretas. De esta manera el descrédito hacia el Estado como institución normativa avanzó proporcionalmente en relación a un fortalecimiento de los grupos delincuenciales de la entidad. Esta actividad de la economía informal, como toda fuente de trabajo, generó una derrama económica importante y una amplia red de complicidades familiares y comunitarias que afianzaron los lazos sociales y culturales de la población.

Con este contexto, no es difícil entender el júbilo, ese 17 de octubre, con que se admiraba la actitud de los gatilleros que defendían a Ovidio Guzmán. Aunque el pánico se apoderó por algunas horas de los culiacanenses, las redes acumularon una infinidad de críticas al gobierno federal, en la mentalidad de la gente se apostó la idea de un operativo mal planeado, con deficiente personal militar para una incursión de esta naturaleza, pues se trataba de uno de los líderes del Cártel de Sinaloa, poderoso aún.

El operativo provocó la reacción inmediata de cientos de jóvenes sicarios identificados con esta agrupación. Oficialmente se habló de ochocientos, en realidad fueron muchos más. Evidencias subidas al momento de los hechos mostraban un número no estimado de otros jóvenes más que esperaban la orden para trasladarse desde el norte o sur del Estado al lugar de los acontecimientos o para bloquear carreteras o accesos, inclusive el aeropuerto en caso de ser necesario.

Para mucha gente la batalla se había ganado, literalmente, pues llegaron a ver este operativo como un enfrentamiento entre el ejército y “nuestra gente” la del cártel de Sinaloa.  En efecto, los jóvenes inmiscuidos eran vecinos de colonias periféricas de la ciudad y de pueblos aledaños cuyas familias representaban un lazo comunitario compartido por muchos de nosotros. 

No es casual entonces que, por su parte, los jóvenes dedicados al sicariato hayan visto los sucesos del 17 de octubre como el gran golpe asestado al sistema que tanto los había incriminado al grado de tener en prisión perpetua a su máximo líder, Joaquín “El Chapo” Guzmán. La frase intimidatoria al sistema se difundió en cuestión de minutos, “va arder Sinaloa, va arder Sonora y varios Estados si no lo sueltan”. Un desafío con resultados inmediatos: en cuatro horas habían logrado liberar al detenido; el descrédito de la institución militar y del gobierno federal no se hizo esperar.

FOTO: Héctor Parra.

Estos sucesos precisan varias aristas.

Primero. Mostró el contexto en que se ha movido durante años la actividad del narcotráfico: una narcocultura que nutre el júbilo y la complicidad de parte importante de la sociedad sinaloense con el tráfico de drogas y sus acciones. Esto muestra también lo que para muchos sinaloenses es una obviedad. Si existe este fenómeno de manera muy arraigada se debe a que el narcotraficante forma parte de la vida cotidiana de nuestras comunidades, llega a ser el gran benefactor y protector de mucha gente, haciendo llegar recursos y beneficios a donde el gobierno debiera llevarlos; esto es importante, pues hay que decir que, casi en su totalidad, los jóvenes sicarios son de procedencia local, sinaloense, lo que permite hablar de una cercanía familiar, amistosa y comunitaria entre ellos y la población. En muchas ocasiones se le protege y se le esconde de cualquier persecución. No hay una denuncia sobre ellos por dos principales razones: porque es un conocido o simplemente porque se sabe parte de la comunidad a la que brinda ayuda.

Se estima que más de 150 mil sinaloenses tienen alguna relación directa con el narcotráfico y con los narcotraficantes, por lo que podemos pensar las dimensiones del espectro moral en que el fenómeno se desarrolla y cómo, a partir de ahí también estructura su propia identidad cuyas características y significaciones deja una impronta en el ser colectivo de los sinaloense.

Segundo. Los líderes del narcotráfico en Sinaloa se asumen como el gran poder alterno en Sinaloa con una estrategia de dominio, expansión y consolidación en casi todo el territorio de la entidad con vigilantes, distribuidores de droga, laboratorios, sembradíos, control de cárceles y comunidades donde no existe prácticamente un poder militar que los contrarreste.

Tercero. Una capacidad operativa de despliegue armado del cártel de Sinaloa y el uso de las redes de frecuencia para difundir en instantes las estrategias de defensa y ataque entre sus miembros.

Cuarto. La respuesta armada del cártel de Sinaloa ante el operativo del 17 de octubre representó una advertencia extra al mostrar la capacidad de respuesta contra cualquier incursión en la entidad, sea de las fuerzas militares o de algún otro cártel en el país. La demostración del poder armado, dada ese día por la organización criminal de Sinaloa ante el ejército, serviría para que cualquier grupo criminal externo sepa a qué enfrentarse en caso de pretender controlar este territorio.

Quinto. Se mostró la capacidad y la eficacia de los medios virtuales al difundir material videograbado y fotográfico, así como mensajes y audios exhibidos en las redes que circularon de manera inmediata, en vivo, mostrando su poder como vehículo de información de alto impacto social.

Tras este entramado de implicaciones y complicaciones de un acontecimiento que un día conmovió al país, destacan por sí mismas las motivaciones culturales y éticas del mismo. No puede haber una estrategia efectiva cuando una esfera importante de la población nutre gran parte de sus necesidades del recurso ilícito, cuando las empresas de diversos ramos obtienen grandes ingresos y, en ocasiones, sobreviven de esto, cuando hay simulación de las acciones de la esfera pública hacia los transgresores. 

La alarmante ola de ejecuciones relacionadas con el crimen organizado durante décadas, es muestra de una pérdida del sentido ético de la vida en muchos sinaloenses pero también de una desestructuración de la esfera pública fundada en una historia de desencantos sociales, de una corrupción añeja y, sobre todo, de una pobreza extrema recurrente que funciona como caldo de cultivo para la transgresión.
El narcotráfico ha creado sus propios dispositivos para penetrar en distintos ámbitos de la vida sinaloense, logrando adeptos, incorporándose a la economía regular a través del lavado de dinero, propiciando mecanismos de identidad y creando a la vez sus propios signos distintivos de identidad, incorporados luego a la cultura tradicional y legítima a la que permea. Estamos padeciendo el riesgo de nuestra cultura al no poder delimitar con claridad los linderos identitarios en el imaginario colectivo a los que se suman los del narcotráfico.

*Juan Carlos Ayala Barrón es Profesor de Filosofía en la Universidad Autónoma de Sinaloa. Escribe sobre la cultura del narcotráfico.