Dra. Iliana del Rocío Padilla Reyes
ENES Juriquilla, UNAM

Es común que, desde el exterior, y con base en los mitos del narcotráfico, se construya un discurso sobre la supuesta normalización de la violencia en Sinaloa. Y esta idea, además, se utiliza por los servidores públicos para justificar las omisiones y elaborar diagnósticos apresurados. La realidad es que los habitantes de Sinaloa, y Culiacán en particular, no ignoran la complejidad de la situación, más bien crean estrategias que les permiten convivir en el espacio urbano reconociendo y conviviendo con lo que hemos llamado “los códigos de la violencia en Culiacán”. 

Con los altos niveles de violencia que se generan por los 40 homicidios al mes y las 6 personas desaparecidas cada día, los habitantes de Culiacán desarrollan sus rutinas con relativa confianza, pero esto no significa que no sientan temor. Los datos más recientes de la Encuesta Nacional de la Seguridad Urbana (ENSU) que realiza cada trimestre el INEGI muestran que el 77.8 por ciento de los habitantes no se sienten seguros en la ciudad.

Hace unos años realicé entrevistas con varias personas afrontando la violencia cotidiana en sectores de Culiacán con los mayores indicadores delictivos. Observé que en la ciudad se ha creado un orden social que se caracteriza por el establecimiento de códigos de la calle o del barrio que permiten a los actores desarrollar sus actividades rutinarias con cierta confianza y tranquilidad a pesar del constante riesgo que les genera la violencia. Empresarios, policías, criminales, y otros habitantes en la ciudad comparten estos códigos. Los culichis (gentilicio coloquial para los habitantes de Culiacán) son conscientes de la complejidad de los distintos tipos de violencias y algunos también participan de ellas. Las redes de involucramiento y complicidad con el crimen, que se extienden a través de lazos de conveniencia, parentesco, amistad, solidaridad, y también miedo, originan códigos no escritos de actuación: a dónde no ir, de qué no hay que hablar, cómo convenir y cuándo mirar hacia otra parte. 

Estos códigos mantienen funcionando la vida cotidiana en la ciudad a pesar de la violencia, pero en ocasiones se ven trastocados. Particularmente dos jueves son recordados en la historia reciente de Culiacán como momentos en los que, por algunas horas o incluso días, el crimen organizado rompió con el orden establecido, y tolerado (más no normalizado), atemorizando a la población en el espacio público e incrementando repentinamente el nivel de la ya conocida y aceptada inseguridad. 

FOTO: Héctor Parra.

El primer jueves negro 

El primer jueves, el de mayo del 2008, la ciudad escuchó el estallido de una basuca y 500 disparos del arma AK47 que le quitaron la vida a Édgar Guzmán López, hijo de Joaquín “Chapo” Guzmán, en el estacionamiento de un centro comercial en uno de los sectores más concurridos. Ese jueves negro permanece en la memoria colectiva porque los culichis tuvimos que refugiarnos en nuestras casas por las constantes amenazas en redes sociales y el rumor de que había iniciado una guerra que tendría como escenario diferentes espacios públicos. 

Ese fin de semana se estuvieron compartiendo mensajes y grabaciones a través de los medios electrónicos donde sujetos no identificados advertían a la población que no salieran de sus casas porque detonarían bombas en calles y centros comerciales. 

En una crónica para el diario nacional La Jornada el periodista Javier Valdéz narró los hechos: 

“Calles cerradas, helicópteros volando, militares y policías por todos lados, en cada esquina. Ahora nadie pita a otro, menos una mentada. Hay mucho miedo. En todos los semáforos la gente voltea a ver de reojo al otro conductor. Si es una troca, no avanza hasta que ésta se va.”

La ciudad enmudeció para dejar paso al ruido de las balas y de los mensajes de alerta que no paraban. Los comerciantes cerraron sus negocios, aún en el festejo del día de las madres, que en México es el 10 de mayo, y las plazas quedaron vacías. 

La guerra entre dos bandos, los Beltrán Leyva, por un lado, y los Zambada y Guzmán, por otro, pero sobre todo las amenazas en contra de la población, generaron un clima de incertidumbre en la ciudad, y el operativo militar Culiacán – Navolato fue la subsecuente respuesta punitiva que acrecentó la violencia. Sinaloa presenció enfrentamientos entre los dos grupos y también con las fuerzas del orden.

En Culiacán se encuentran aún muchas heridas y marcas del primer jueves negro en el que el terror y las amenazas en contra de los civiles no involucrados trastocó el orden social de la violencia crónica, ese de los acuerdos no escritos y de la inseguridad tolerable. Una de estas marcas sobre la ciudad, como evocación de lo que pasó en esos días, está en el cenotafio de casi dos metros que la familia Guzmán construyó en el estacionamiento del centro comercial, que además se aprecia desde la avenida porque frecuentemente lo adornan de manera ostentosa para llamar la atención de quienes pasan por ahí. 

Los más jóvenes en la ciudad identifican el cenotafio de Edgard Guzmán como el monumento al Chapito; así lo registraron en el videojuego con el que buscaban pokemones con el celular en espacios reales. “Mira, mamá, un Pikachú en el monumento al chapito” me dice mi hijo, aunque el día del asesinato y las amenazas apenas se encontraba en mi vientre. 

El segundo jueves negro

El segundo jueves negro, el más reciente, aterrorizó la ciudad un 17 de octubre. Los culichis lo recuerdan como el día del 2019 en el que, los que “andan mal” (jóvenes involucrados en el narcotráfico, y admiradores) salieron a causar terror: establecieron puestos de seguridad en un perímetro que rodeaba a la ciudad, detonaron armas y granadas para asustar a los espectadores y amenazar o atentar contra la policía y las fuerzas armadas. Quienes estaban en los espacios públicos corrieron a refugiarse a las oficinas y establecimientos comerciales para no ser víctimas del fuego cruzado, y ahí permanecieron toda la tarde, algunos incluso toda la noche. 

En cuestión de un par de horas las calles se quedaron casi vacías. Algunos se asomaron por las ventanas y azoteas para grabar con sus celulares la barbarie y dar cuenta de cómo los armados se apropiaron de la calle. El derecho a la ciudad se había cancelado para todos menos para ellos, ahora se les veía disparar al ritmo de narcocorridos, gritar, conducir a toda velocidad, y, más tarde, cuando se supo que habían liberado a Ovidio Guzmán, se les vio festejando, incendiando autos, tirando al aire botellas vacías y jugando arrancones (carreras de coches) en total caos.

Durante esas horas en las que se tomó de improviso y con violencia el espacio urbano se negaron los códigos no escritos. Los acuerdos entendidos habían sido desafiados, y quienes transitaban por las calles, u observaban tras las ventanas, presenciaban con asombro el secuestro de la ciudad. El miedo habitual se tornaba ahora en incertidumbre, y la información que se obtenía de los medios de comunicación era escaza comparada con la que circulaba a través de las redes sociales: audios con advertencias, mensajes con supuestas explicaciones detalladas sobre la detención de dos hijos de El Chapo, fotos explicitas de las víctimas de los enfrentamientos, y también imágenes de guerra (aunque algunas no correspondían al lugar y al momento). 

El Secretario de Seguridad Pública del Estado de Sinaloa dijo en reunión con activistas y medios de comunicación que ese día “los sinaloenses conocieron la verdadera cara del narcotráfico”. Desde mi opinión, los sinaloenses conocen las distintas caras del narcotráfico en el estado. Lo que no reconocían, y por eso el asombro, fue la traición a un orden acordado tácitamente que ha permitido la convivencia de los distintos actores sociales en el mismo espacio urbano. Quienes atemorizaban en las calles, citando a Arendt, no eran monstruos desconocidos sino “hombres eficientes en las tareas que les encomendaban”. 

De acuerdo con testimonios y entrevistas que elaboraron amigos periodistas, una parte de esos jóvenes que vimos en los videos que se difundieron en redes sociales fueron reclutados y armados esa misma tarde. Así, los chapitos demostraron que su estructura operativa se puede extender, en dado momento, hasta integrar a simpatizantes que no forman parte regular de los grupos de narcotráfico, pero que al parecer pueden ser muchos. 

Al día siguiente en conferencia de prensa con el Gabinete de Seguridad en Sinaloa, el Secretario de Seguridad Pública nacional Alfonso Durazo reconoció que no previeron el escenario que resultaría ante la estrategia mal planeada para detener a Ovidio Guzmán. Desde el centro del país no lo previeron, aún con los antecedentes: la emboscada en contra de militares en el 2019 en el mismo Culiacán, y la violencia que siguió al asesinato de Edgar Guzmán en la guerra entre dos bandos en el 2008. Olvidaron o, peor aún, ignoraron, que el orden social en ciudades como Culiacán, donde los actores del narcotráfico establecen redes de coacción y complicidad se encuentra en gran parte condicionado por quienes tienen el dominio de la fuerza.

Aunque el presidente mexicano frente a los medios de comunicación ha llamado a redireccionar la política bilateral de contención al narcotráfico, buscando que los Estados Unidos reconozca además su participación como el principal consumidor de drogas y proveedor de armas, las estrategias de seguridad en la práctica, más allá del discurso, siguen enfocadas en capturar a las cabezas de una medusa gigantesca de la cual cada tanto emergen decenas de testas nuevas. A un año del segundo jueves negro, la política de “abrazos no balazos” continúa en sus contradicciones, falta de claridad, instrumentos confusos y recursos escasos. No hay diagnósticos específicos, o al menos no se conocen, y la Guardia Nacional ha tenido pobres resultados.

En Culiacán se ha reducido la tasa de homicidios, pero han crecido las denuncias por desapariciones forzadas. Después del difícil evento, de la traición al orden establecido, se redefinieron los códigos de la violencia, y aunque creció la percepción de la inseguridad los habitantes de la ciudad regresaron a sus rutinas. Quienes se consideran los buenos regresaron a convivir con la violencia conocida, la de jóvenes que son desaparecidos y asesinados pero que no están disparando a diestra y siniestra en las esquinas. La violencia crónica y tolerada está de vuelta, aunque con una constante: el temor de que, en cualquier otro momento, se puede de nuevo romper ese orden. 

*Iliana del Rocío Padilla Reyes es Doctora en Estudios Regionales. Profesora de Tiempo Completo en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) Campus Juriquilla. Es originaria de Culiacán.