Al reconocimiento que hace la Secretaría de Gobernación de la “gravísima situación de violencia contra las mujeres en México” le debe corresponder la máxima voluntad y coordinación del gobierno en sus diferentes ámbitos para detener esta embestida criminal con la única estrategia que puede frenarla: la eficacia de la justicia frente a la facilidad con la cual los delincuentes la eluden.

Más allá de lo que acepta el titular de la SeGob, Alejandro Encinas, al plantear que el fenómeno requiere la atención con visión de Estado, fuera del celo o la pereza institucional, al aparato público que dirige en el país el presidente Andrés Manuel López Obrador, así como a los gobernadores y presidentes municipales, les urge demostrar en los hechos, ya no más en el discurso, que son capaces de estructurar soluciones en hechos de violencia que se repiten en manifestaciones cada vez más crueles y en impunidades deplorables.

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A todos los ciudadanos debe de preocuparnos la estadística que revela Karla Quintana Osuna, titular de la Comisión Nacional de Búsqueda, respecto a que en México hay 24 mil niñas y mujeres desaparecidas. Con ese terrible panorama resulta inaceptable que las instancias responsables de proveer de legalidad y tranquilidad permanezcan estacionadas en el hecho de conocer la dimensión de la tragedia sin que se les vea capacidad y disposición para enfrentarla.

La violencia contra mujeres en México alcanzó niveles de crisis humanitaria y atrae la atención y recomendaciones de la Organización de las Naciones Unidas, lo cual refleja lo insuficiente de las medidas en el país ante el sufrimiento de miles de familias y el miedo como daño colateral en la comunidad mexicana entera.

¿Abdicó el Estado de su obligación de poner la paz y justicia como piso imprescindible para el desarrollo en todos los ámbitos de las actividades lícitas?

En principio el Gobierno Federal podría darse por enterado que está fallando el plan nacional de seguridad pública y qué mayor evidencia de ello que la comisión de delitos de todo tipo que afectan a la gente de bien que paga las consecuencias sin deberla ni temerla.

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La libre movilización y operación criminal por el territorio mexicano nos pone sobre aviso del avance de poderes de facto por encima de autoridades e instituciones constitucionalmente reconocidas. La acción diaria de la delincuencia representa el ultimátum para reinstalar sin mayor demora el orden y la norma jurídica, o perder de una vez por todas la esperanza del México en el cual los derechos de los pacíficos y obedientes de la ley importen más que la anarquía que siembran los malhechores para mantener a la población como rehén del terror.