Por Ronaldo González Valdés

Hace cinco años fue asesinado el periodista sinaloense Javier Valdez Cárdenas (14 de abril de 1967-15 de mayo de 2017). Murió en Culiacán, la ciudad que tanto quiso, sobre la que tanto escribió y por la que tanto luchó.

Internacionalmente conocido por sus notas, reportajes y crónicas (entre otros reconocimientos y galardones, recibió el International Freedom Press Award en 2011), Javier fue ante todo un hombre talentoso y bueno, solidario con los amigos y entregado a las causas en las que nunca dejó de creer.

Lo conocí muy joven cuando, recién ingresado a la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Sinaloa (después culminaría la carrera de Sociología). Javier se acercó para comentarme sus inquietudes sociales, sus ganas de participar en la organización y el activismo estudiantil.  Me lo encontré luego involucrado con el Centro de Cultura Popular, interpretando música folklórica y latinoamericana. Más tarde me topé con su imagen en los carteles de promoción de su candidatura a diputado, postulado por una izquierda marginal, con una foto en la que aparecía como cholo, es decir, como un personaje ya no sólo políticamente contestatario sino contracultural con todas las letras. Del movimiento organizado de la izquierda a la lucha cruda, densa, frecuentemente anónima de los jóvenes, las mujeres, los invisibilizados, los victimizados y revictimizados de siempre, así comenzaba Javier una andadura plena de pequeñas, entrañables satisfacciones y también de riesgos que culminarían con el previsible absurdo de su asesinato.

No lo sé de cierto —ambos procrastinamos con la charla que grabaríamos para un libro sobre Culiacán— pero creo que fue en esa incursión electoral que se inició su tránsito definitivo de los partidos, las organizaciones y sus burocracias a la vida de las personas comunes y corrientes; a los espacios donde se padecen las injusticias a secas y se fraguan las resistencias frente a los poderes formales e informales, los convencionales y los ilegales, los de la ritualidad cívica y los del estigma transmutado en emblema en los narcorridos. Fue entonces que, al tiempo que se consolidaba en el ejercicio del periodismo, Javier decidió caminar con los excluidos, con los-que-nadie-pela, con los ignorados. Y decidió entonces también, como sugería Walter Benjamín, echarse a andar, conocer la ciudad, sus lugares y su gente sin guía ni mapa, perdiéndose entre su gente y sus calles.

Tirándose a perder, este flâneur semitropical se adentró en los barrios, en las reuniones de mujeres con hijos, hermanos y esposos “desaparecidos” un eufemismo neutro, como el de “desplazados”, que él echaba en cara a políticos y académicos). De nuestra generación, él fue el más solidario con las víctimas del cuasi-destino-manifiesto de los jodidos, los excluidos y marginados en Sinaloa y en México. Lo fue en sus crónicas, en sus reportajes; lo fue en la acción práctica al lado de las viudas de las estériles batallas contra el narco, de la delincuencia y la colusión de intereses, de las madres huérfanas de hijos a las que —como Mirna Nereyda Medina, líder de esas mujeres, contó en alguna ocasión a Juan Villoro— Javier bautizó con el nombre de Las Rastreadoras. Buscar huesos, osamentas de maridos, hermanos, hijos desaparecidos: redimir a los muertos haciéndolos visibles, toparse con la tormenta en el hallazgo de los restos del naufragio. Interpelar junto con estas Antígonas del siglo XXI, pensaba Javier, desde la racionalidad sustantiva de lo privado a la racionalidad instrumental de lo público.

Leí primero sus “Crónicas de asfalto” en El Sol de Sinaloa y después su columna “Malayerba”en Ríodoce, el singular referente periodístico sinaloense del cual fue fundador. Con Élmer Mendoza compartimos, ellos más que yo, el asedio de los visitantes de medios nacionales, estadounidenses y europeos, insistiendo en la confirmación del estereotipo de la violencia en los cenotafios, el santuario de Malverde y los panteones con tumbas de sincrética arquitectura en el sur de la ciudad (ahora también, desde luego, en las huellas físicas del culiacanazo). De ahí lo valioso de sus libros compilatorios, de los relatos que dan cuenta de esa cruda cotidianidad en la que se escenifica, una y otra vez, el drama que se pierde en la nota roja de la prensa de aquí y de allá; de esas tragedias invisibilizadas y ocultas tras la aparente banalidad del mal en estos y muchos lares de México, en las sufridas matrias de la enaltecida Patria.

Como lo apunté el día en que la noticia de su muerte me congeló la sangre en las venas, lo terrible de la muerte de Javier Valdez es que fue un asesinato cometido con toda premeditación y alevosía. Un crimen como el que hace unos días terminó con la vida de Luis Enrique Ramírez: otro periodista culiacanense reconocido por su trabajo en La Jornada, El Nacional o Reforma, articulista del principal diario de Sinaloa, El Debate, y fundador de un sitio de noticias ya muy consolidado en la región, Fuentes Fidenignas; además de autor de libros sobre personajes de la cultura, las artes y las letras mexicanas, amigo personal de Elena Poniatowska y otros connotados personajes que lamentaron su muerte. Y uno se pregunta qué es lo que tiene que ocurrir para que un periodista, un luchador social, un activista por los derechos humanos o cualquier ciudadano víctima del infortunio, sea asesinado así sin más.

No hace mucho, Claudio Lomnitz publicó un ensayo que propone explicar la transfiguración-desfiguración del Estado mexicano a partir de sus sucesivas transiciones, primero desde el modelo corporativista al neoliberal y después hacia el modelo populista, apuntando que este “neo-Estado” se mueve cada vez más en la zona liminar de la ínsula de la economía formal y los derechos, misma que flota en el mar de la economía informal y la connivencia con el ilegalismo. Un Estado, dice Lomnitz, cada vez más “extrañado de sí mismo”. La presencia viva de poderes informales y la borrosa frontera entre lo formal y lo informal explican en buena medida estos casos de asesinatos de periodistas que se han vuelto tristemente típicos: con el de Luis Enrique Ramírez y dos comunicadoras victimadas en Veracruz el pasado 9 de mayo —Yesenia Mollinedo y Sheila García— son ya once los periodistas asesinados este año en México. De acuerdo con un reciente informe de la organización Artículo 19, en 2021 cada catorce horas se cometió una agresión contra la prensa.

De aquí el siguiente, inevitable cuestionamiento: ¿de qué sirven las elecciones libres, las consultas para ejercer la “democracia participativa” sobre temas que nadie demanda; de qué sirve la navegación emocional en torno a la nación y el pueblo, cuando el dinero de cualquier origen circula por todas partes, cuando decir las cosas te puede costar la vida, cuando estás en riesgo de quedar en cualquier momento en medio de un fuego cruzado, cuando los fuegos que se cruzan son tantos que no alcanzas a entender de donde provienen; cuando, no pocas veces sin saberlo, tocas los nervios sensibles de este o aquel grupo o personaje con el suficiente poder para mandarte matar; cuando los muertos se han vuelto numeralia y consabida declaración: “iremos a fondo en la investigación…”?

Y me refiero de nuevo a Javier Valdez para decir que, además de la alevosía y ventaja con la que actuaron sus victimarios, lo terrible de su muerte es que se trató del asesinato de un civil que encarnó la figura del periodista ministerial; es decir, de un civil que, harto de la ausencia de investigación ministerial pública, indaga por su cuenta, hace la chamba del Estado, procura justicia. ¿Es esto una falla de Javier, es una falla del Estado mexicano, es un exceso del periodista asesinado por-meter-las-narices-donde-ni-las autoridades-lo-hacen? No lo sé, lo pregunto muy en serio: las procuradurías, las fiscalías, el poder judicial, la maquinaría gubernamental tienen que hacer su trabajo, ¿debe el periodista suplir o cubrir su déficit de actuación? Javier creía que sí. Y eso le costó la vida.

Entre tanto, otro aspecto terrible de la muerte de Javier Valdez, no menos que los anteriores, es que sigue provocando miedo. Más miedo del que ya teníamos. Miedo de quedar en el fuego cruzado literal, físico, concretito de una balacera. Miedo de hablar, de hacer comentarios. Miedo de decir cualquier cosa sin saber si estás siendo leído o escuchado por esos poderes que la fallida, propagandística y sangrienta “guerra” contra el narco difuminó y volvió, en su atomización, incomprensibles, inasibles, complejísimos en su peligrosa diversidad. Miedo de caer abatido por las balas de cualquier sicario en cualquier momento y en cualquier lugar, como cayó Álvaro Rendón Moreno, “el Feroz”, en una carretera del norte; como cayó Luis Enrique Ramírez hace unos días; como cayó Javier Valdez Cárdenas. Como podemos caer cualquiera de nosotros.

Ronaldo González Valdés. Sociólogo y ensayista. Profesor de la facultad de Historia de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Su último libro es George Steiner: entrar en sentido, editado por Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021.