En la fachada de uno de los cerros más emblemáticos de Ciudad Juárez, los transeúntes pueden leer una leyenda enorme plasmada por cristianos evangélicos desde hace un cuarto de siglo: “La Biblia es la Verdad”.

Pero a partir de 2008, en la base de estas montañas cerca de la frontera entre Estados Unidos y México, una maestra de primaria llamada Lourdes* vio desvanecer cualquier vestigio de misericordia entre jóvenes que se mataban sin descanso, unos a otros, sin importarles su propia formación religiosa de amor al prójimo, ni la presencia de niñas y niños.

Quince años después, aunque el número total de asesinatos ha disminuido, Juárez sigue siendo una de las ciudades con más homicidios de México. Hoy en día, los jóvenes se asesinan unos a otros a un ritmo alarmante. Justo antes de finales de 2023, la ciudad había representado más de la mitad de los homicidios registrados en el norteño estado de Chihuahua.

Rodeada por todos lados por montañas y desierto, Juárez es parte de un enorme “metroplex fronterizo internacional” compuesto por tres puertos de entrada internacionales que la conectan con El Paso, Texas, durante mucho tiempo una de las ciudades estadounidenses más seguras al otro lado de la frontera. Las ciudades hermanas forman un corredor enormemente importante para la manufactura y el comercio internacional entre Estados Unidos y México.

Muchos de los asesinatos en la ciudad están relacionados con las docenas de grupos criminales rivales que luchan por controlar varias economías criminales lucrativas, incluido el tráfico de drogas. La muerte ronda a los alumnos de Lourdes. Esto ha despojado a muchos de sus jóvenes y los ha obligado a abandonar la escuela y participar ellos mismos en la violencia, recurrir a las drogas y el alcohol para tratar de hacer frente al derramamiento de sangre, o una mezcla de ambos.

“Me dejan un hueco en el alma”, dijo a InSight Crime.

Lourdes dirige una primaria en la colonia Anáhuac, un barrio de clase obrera próximo al centro de Juárez que se ha mantenido como uno de los puntos críticos de la violencia urbana desde el pico de violencia entre el 2008 y el 2012. El consumo de alcohol y de drogas, como en el resto de los barrios populares de la ciudad, aparece por lo regular vinculado con asesinatos y desaparición de mujeres y hombres jóvenes.

El entorno afecta irremediablemente el futuro de los 135 alumnos de la primaria, donde al menos la mitad tiene a uno de sus padres muerto o encarcelado, o son ellos mismos víctimas de maltrato, según Lourdes.

“Hablamos de niñas y niños mental y emocionalmente muy afectados, que difícilmente pueden aprender algo en las aulas porque acusan un bloqueo ante el contexto tremendo en el que viven, de mucha violencia y mucha droga”, dice la maestra.

La violencia rutinaria se ve ocasionalmente salpicada de incidentes particularmente espantosos. En mayo de este año, muy cerca del plantel, las operadoras de un centro de rehabilitación recibieron a una paciente adicta a la metanfetamina y terminaron por asfixiarla. Las dos mujeres diseccionaron el cuerpo para arrancarle la piel y los músculos hasta liberar los huesos; le sacaron las vísceras, las colocaron en cubetas con ácido y procedieron a moler todo en una licuadora.

“Nosotros solo tratamos de darles algo de esperanza”, dice la maestra, refiriéndose a sus alumnos. “Las autoridades no se dan cuenta de que estos niños necesitan mucho apoyo, entonces es lo que intentamos hacer con lo poco que tenemos”.

Más residentes, menos graduados

Proporcionar una base sólida para los jóvenes de Juárez es un desafío enorme. Más allá de simplemente mantenerlos seguros, la violencia de la ciudad tiene otros impactos secundarios que afectan el desarrollo infantil en la escuela y la vida familiar que los educadores deben tener en cuenta.

Lourdes recordó un día particularmente difícil de mayo, cuando unos 20 estudiantes siguieron atentos las instrucciones de su maestra de danza mientras preparaban un cuadro de baile para el Día de las Madres.

Más de la mitad de las niñas y niños decidieron no tomar parte del ensayo. Unos porque habían perdido a su madre y otros porque saben que no acudirán, pues están presas o embrutecidas en casa por el consumo de drogas.

Algunos niños no llegan a clase en absoluto. Entre 2010 y 2020, la población de Juárez aumentó de aproximadamente 1,3 millones a 1,6 millones. Pero el número de estudiantes que terminaron la escuela primaria durante ese tiempo cayó más del 50%, de 174.366 en 2010 a solo 77.832 en 2020, según un informe de 2022 publicado por Plan Estratégico de Ciudad Juárez, una organización no gubernamental que trabaja para mejorar las condiciones de vida en la ciudad.

El informe analizó el sistema educativo de la ciudad utilizando datos del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI) y se centró en los efectos negativos de la pandemia de COVID-19.

Si bien la crisis de salud afectó la inscripción, los expertos dijeron que más de una década de violencia ha tenido un impacto más profundo. El fenómeno guarda estrecha relación con la violencia de los años recientes, no tanto como efecto directo, sino como consecuencia del abandono institucional, según el investigador de la Universidad Autónoma de Juárez, Hugo Almada.

“Juárez es una ciudad que nunca ha tenido políticas sociales”, dice. “De tal suerte que las condiciones que marcan un deterioro creciente tienen muchos años y no pueden explicarse sin revisar el pasado reciente”.

Esta nueva generación de juarenses, como se conoce a los lugareños, no es la primera en experimentar violencia endémica. Sus padres experimentaron las atrocidades vividas en la ciudad entre 2008 y 2012, luego de la “guerra contra las drogas” del expresidente Felipe Calderón a finales de 2006. Durante ese periodo, la ciudad fue testigo de más de 2.000 asesinatos al año.

Mientras crecían, esos padres vivieron en colonias bajo el yugo de violentas pandillas compuestas por los hijos de una primera camada de inmigrantes en medio del auge de la industria manufacturera en los años 1970.

En gran medida, el crimen ha tenido siempre como origen el tráfico y consumo de drogas, dado el papel del estado en la producción y la ubicación de la ciudad en la frontera. A partir de la firma en 1994 del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el volumen de ambos fenómenos creció notablemente.

Para 1998, el entonces jefe de la policía local, Rubén Garduño, hablaba de la existencia de 300 pandillas “de guerra”, el eufemismo con el que se hacía referencia a los ejércitos urbanos metidos en el negocio de los narcóticos. En menos de una década, en la ciudad operaban unos 2.000 picaderos, como se conoce a los puntos de venta y suministro de cocaína y heroína, y más recientemente de cristal y fentanilo.

La dimensión en calle de tales cifras pudo verse durante el primer año de la Operación Conjunta instruida por el gobierno federal para Chihuahua en 2008. Los objetivos criminales de esa primera etapa incluyeron básicamente a operadores de cruce —jóvenes de clase media, conocedores del sistema de aduanas— jefes de los cuerpos de policía locales y miembros de las 300 pandillas aludidas por Garduño en 1998.

Pero la violencia se expandió hacia el oriente, donde originalmente se previó el crecimiento urbano en el contexto de la firma del NAFTA.

Este mismo año, la maestra Lourdes atestiguó directamente la forma en la que los padres del alumnado a su cargo se volvían intimidantes. Vio cómo la violencia que ejercían o de la que eran víctimas terminó por contaminar la vida de aquellos niños y niñas, muchos de los cuales son ahora los operadores del sistema criminal que envuelve a un centenar de escuelas primarias distribuidas entre uno y otro extremo de la ciudad.

“Se trata de una generación que trae o que nació con secuelas de la crisis de violencia que vivimos entre 2008 y 2012”, dice Almada, el investigador.

Crimen y violencia o drogas y alcohol

Debido a la falta de apoyo institucional, había, y todavía hay, principalmente, dos caminos para los jóvenes a los que Lourdes enseñaba: unirse a las filas de grupos criminales en guerra, caer en la adicción de alcohol y drogas, o ambas.

En todo México, Juárez ha tenido durante mucho tiempo una de las tasas más altas de adicción de drogas, según datos de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (ONUDD). Esto, en parte, debido a la cercanía de la ciudad a los Estados Unido, el destino principal de las drogas traficadas desde México.

Los efectos a largo plazo de la adicción son evidentes en el fragante deterioro de la salud entre quienes llegan en busca de auxilio, pero sobre todo en la cantidad de muertes por sobredosis y asesinatos entre usuarios en un nivel que no veían antes.

Comúnmente criticada por su falta de rigor, la última encuesta nacional de adicciones en México se realizó en 2016. Pero al menos sirvió como línea de base para medir el problema, que era mucho mayor de lo proyectado por las estadísticas oficiales. Hoy, una de las drogas invisibilizadas por esa última encuesta que está asolando esta ciudad es el cristal, o la metanfetamina.

Pero no siempre fue así. Desde las décadas de 1920 y 1930, la heroína había sido la droga más disponible y consumida en Juárez. La región sur de Chihuahua forma parte del llamado “Triángulo Dorado”, que durante muchos años fue el epicentro del cultivo de amapola en México, materia prima utilizada para producir heroína, hasta que las drogas de origen vegetal fueron reemplazadas por poderosas drogas sintéticas.

Esto incluía la metanfetamina, que, según activistas locales y líderes comunitarios, apareció por primera vez alrededor de 2010 y ahora es la segunda droga más consumida en Juárez, detrás de la marihuana. El problema con la metanfetamina es su grado de corrosión y letalidad entre los usuarios, y el cuadro de violencia criminal que desata por su comercialización. Nueve de cada 10 asesinatos guardan alguna relación con ello, de acuerdo con informes de la fiscalía estatal y de la Secretaría de Seguridad Pública de la ciudad.

Gran parte de la adicción al alcohol y las drogas en Juárez surge del deseo de escapar de la presión psicológica de la vida diaria, dice Verónica Corchado, exdirectora del Instituto Municipal de las Mujeres, quien tiene una larga trayectoria como activista por los derechos humanos y promoción cultural.

“No lo estoy justificando, solo estoy pensando cómo podría pensar esta gente. Cuando lo escuchas en terapia, cuando lo escuchas en las pláticas, en los grupos de autoayuda, en todo se lee un cansancio profundo que no te permite identificar horizontes”.

Los jóvenes se ven obligados a pensar solo en sobrevivir. Corchado recuerda un campamento de verano al que fue invitada el año pasado. El grupo que le tocó dirigir estaba compuesto por mujeres y hombres jóvenes, así como adolescentes. Les pidió realizar un ejercicio rutinario: enumerar las cosas que les generan miedo y posteriormente imaginar cómo sería para ellos un entorno ideal.

“Supieron estructurar perfectamente sus miedos, y explicarlos. Pero ninguno supo decir cómo podría ser distinto”, dijo. “Fueron incapaces de visualizar un entorno con parques, calles limpias y alumbrado. Ya no existe ese pensamiento y esto, para mí, es un retroceso terrible”, dijo.

*Por razones de seguridad, InSight Crime cambió el nombre de la entrevistada.