Hoy se cumple el 150 aniversario de la fundación del Liceo Rosales un 5 de mayo de 1873 en Mazatlán, entonces capital del estado. Desde aquella fecha, esa casa de estudios cambió de denominación varias veces: Colegio Civil Rosales, Colegio Nacional Rosales, Universidad de Occidente, Colegio Rosales otra vez, Universidad Socialista del Noroeste, Universidad de Sinaloa y Universidad Autónoma de Sinaloa.
Como no puede ser de otro modo, su historia ha estado estrechamente ligada a los contextos sociales de cada período. Nació como una institución liberal, recibió el influjo del positivismo durante el Porfiriato, fue sacudida por los vientos revolucionarios a principios del siglo XX, se inscribió en el ideario más radical de la Revolución Mexicana durante su etapa socialista, se supeditó a las dinámicas de los gobiernos priistas después, vivió el tráfago de la ola de movimientos sociales de los sesenta-setenta, la izquierda partidista la instrumentalizó desde mediados de los setenta y de 2005 a la fecha ha sido hegemonizada por una corriente política que luego formalizó su registro como partido regional, el Partido Sinaloense (PAS).
En su interior se han movido siempre corrientes de opinión diversas en correspondencia con su naturaleza plural. Con autonomía jurídica o sin ella, eso ha ocurrido en todas y cada una de las etapas de su historia. Tengo para mí que el asunto de este régimen jurídico, por lo mismo, se ha mitologizado. De hecho, debe decirse que la narrativa mitologizante de la autonomía viene de lejos en Sinaloa. El Colegio Civil Rosales fue la segunda institución de educación a la que, en 1918, se le concedió autonomía en México (sólo detrás de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo a la que se le confirió en 1917), lo cual, también hay que decirlo, no modificó en nada su supeditación al poder local, pese a la flamante consagración del Consejo Universitario como su máximo órgano de gobierno.
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Y aún más, de 1937 a 1941, ya como Universidad Socialista del Noroeste, no sólo no gozó del régimen autonómico (su rector era nombrado directamente por el Gobernador del Estado), sino que, además, se declaró partidaria de una doctrina única que, supuestamente, orientaría su labor académica y su activismo político y social. Por fortuna, fue lo segundo más que lo primero lo que caracterizó a este proyecto un poco delirante y definitivamente impracticable en aquellos lares y aquellos años.
Lo que siguió fueron años de oficialismo y líricas novatadas en la Universidad de Sinaloa, ya sin la tremolina redentora de personajes como El Guacho Félix y Solón Zabre. No fue sino hasta 1966, un año después de que se le otorgara de nuevo la autonomía formal, que inició el movimiento de reforma universitaria. Se trató de una difusa gesta -con influencias tan dispares como la Revolución Cubana, el Manifiesto Liminar Cordobés de 1918 y la propia reivindicación democrática de raigambre regional- que muy rápido se convirtió en pura contestación antiautoritaria hasta caer presa de la radicalización ideológica y militante de los grupos guerrilleros ligados a la Liga Comunista 23 de Septiembre, a los cuales, desde luego, les valía un carajo la autonomía, el cogobierno y la pluralidad. Por eso, con un aliento similar, cuando la izquierda partidista se entronizó en la UAS (con el llamado modelo de Universidad Democrática, Crítica y Popular) practicó con absoluta naturalidad la instrumentalización de sus funciones académicas, de sus organizaciones gremiales y sus mandos institucionales, sirviéndose para ello del más burdo democratismo expresado en el mal nombrado “voto unitario”, es decir, elección de autoridades mediante el sufragio universal de profesores, trabajadores y estudiantes. Y lo hizo también, hay que afirmarlo con claridad, en nombre de la autonomía.
La cosa se ordenó un poco desde el 2005, cuando inició la hegemonía de la corriente ligada al PAS, al reformarse la Ley Orgánica y restituir al Consejo Universitario la autoridad para designar autoridades (rector y directores de escuelas y facultades). No se debe escatimar a esta corriente el reconocimiento de que, en efecto, puso orden, por así decirlo, en la vida académica y administrativa. Ello, no obstante, ha supuesto una doble instrumentalización del centro de estudios:
- En primer lugar, los evidentes vínculos de sus autoridades con una organización política, y…
- en segundo, la entrega acrítica de su comunidad a la dinámica meritocrática y certificadora que encubre problemáticas académicas reales y mil simulaciones obligadas por la necesidad de los papers, los grados y las certificaciones formales.
Y esto ha ocurrido, de nuevo, con todo y la autonomía. Y aún más, no pocas veces al supuesto amparo de la autonomía. El problema entonces no reside ahí, sino en otra parte.
Lo primero no me escandaliza, pero sin duda tiene que promoverse una reforma (no sé si reglamentaria o en la propia Ley Orgánica) que propicie la consulta de los consejeros (universitarios a nivel general y de los consejeros técnicos en las escuelas) a sus representados acerca de la agenda de discusión, de sus decisiones y el sentido de su voto en los órganos de gobierno. Y así sí, ya sin etiquetas, más allá de filiaciones políticas (siempre y cuando sean, por supuesto, legales), lo cual no es un asunto de la mitologizada autonomía, que gobierne quien mejor convenza a la comunidad universitaria.
Con respecto a lo segundo, me parece que tiene que trascenderse el mito de la autonomía como puro y duro resguardo institucional: la UAS tiene que reimplantarse socialmente, tiene que generar saber pertinente para, como todavía se dice tan retóricamente, el entorno; tiene que poner a circular el conocimiento científico y humanístico, traducir lo traducible técnicamente y no considerar que la tarea se cumple teniendo regularmente clases y adquiriendo certificaciones. Esta es una cuestión sobre la cual tendría que debatirse internamente y con la convocatoria a actores públicos y sociales relacionados con las diferentes temáticas de la producción del saber, las profesiones y su ejercicio en el mundo contemporáneo, el país y la región. Ejemplifico con el caso que conozco: las humanidades y las ciencias sociales tendrían que salir de las publicaciones indexadas, las rigideces teóricas y metodológicas, las jergas terminológicas y demás, para ofrecer explicaciones con densidad histórica de nuestra violencia, nuestro estancamiento económico, nuestra fragilidad social. Ofrecer explicaciones, interpretar, saber con qué conflicto o situación estamos topando, cómo se ha gestado, cómo enfrentarlo o gestionarlo, qué opciones de política pública o de acción colectiva pueden plantearse a la vista de la sociedad sinaloense.
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Añejo problema, ciertamente, que cruza los 150 años de andadura de la principal institución de educación superior del Noroeste de México. Mientras tanto, feliz cumpleaños a nuestra entrañable Alma Mater, nuestra Universidad Autónoma de Sinaloa.
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Ronaldo González Valdés. Ensayista, profesor e investigador de la facultad de Historia de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Autor de libros como Izquierda y Universidad: un discurso rampante (ediciones del Lirio, 2017), su última obra publicada es George Steiner: entrar en sentido, Prensas de la Universidad de Zaragoza, España, 2021. Este año aparecerán su libro Culiacán, Culiacanes, Culiacanazos y su colaboración en la compilación UAS: 150 años de historia, con el capítulo “Un inusitado episodio: la Universidad Socialista del Noroeste (1937-1941)”.
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