Vivimos tiempos surreales. Por un lado, nos encontramos frente a crisis sin precedentes en todos los frentes: guerra, cataclismo climática, pobreza, una economía global tambaleante, una sociedad polarizada en extremo y una pandemia de estrés que afecta la salud mental de las personas a un nivel jamás antes visto. Por el otro, la tecnología y la ciencia han permitido cruzar umbrales que trascienden los más salvajes sueños de nuestros ancestros: desde la búsqueda por la añorada inmortalidad hasta los viajes interplanetarios. Situaciones que antaño eran dignas de novelas futuristas o caricaturas como los supersónicos comienzan a integrarse a nuestro día a día. Como si el presente no fuera lo suficientemente impresionante y abrumador, pensar en el futuro se ha vuelto un sincretismo entre la fantasía y la realidad, que se debate entre la utopía y la distopia más absoluta: ¿hasta dónde podremos llegar, antes de hacer un cambio de facto en nuestra forma de vivir o, en su defecto, colapsar?

La solución se encuentra entre la frontera de una transformación de nuestras prioridades, modelos productivos y de consumo y la implementación de las maravillas que la tecnología nos ofrece, mismas que deben ser conciliadas por la brújula del bien común y un sistema que ya no se caracterice por el antropocentrismo. Muchos de nosotros, especialmente las generaciones más jóvenes, estamos tan acostumbrados al vertiginoso ritmo del avance tecnológico y la disrupción, que poco nos sorprenden, pero si nos detenemos a pensarlo, la innovación nos ha guiado a una convergencia histórica sin precedentes. Como usualmente sucede, el desarrollo tecnológico y científico va más rápido que el de nuestras instituciones, planteando retos y dificultades para los que no estábamos preparados. En otras palabras, no estamos listos como sociedad para seguir el ritmo de lo tecnológico que, en muchas ocasiones, para cuando nos detenemos a pensarlo, ya permeó nuestras vidas. Uno de los ejemplos más recientes de este fenómeno es la aparición del disruptivo y polémico ChatGPT, que ha puesto en jaque a diversos sectores.

Chat GPT (Transformador Preentrenado Generativo) es una plataforma que permite a usuarios interactuar con la Inteligencia Artificial a través de un chat con interfaz sencilla, sin necesidad de conocimientos específicos de programación. Esta tecnología, basada en un modelo de lenguaje con más de 175 millones de parámetros, permite traducir, responder preguntas, conversar y generar texto de una manera natural e informativa, a tal grado que se especula podría llegar a eliminar la necesidad de buscadores como Google o Bing al presentar la información sintetizada y exacta que los usuarios necesiten. Además, se encuentra en un proceso de aprendizaje constante que le permite mejorar su interacción y respuestas, así como perfilar a su usuario. Esta tecnología va un paso más adelante de la mayoría de los asistentes de voz, podría describirse como chatear con un híbrido de Alexa, Siri o Cortana pero con una capacidad decenas de veces mayor, sino es que cientos. 

De esta forma, encontramos un nuevo punto de convergencia entre las personas y las nuevas tecnologías, un punto de inflexión que nos lleva a recordar las tres reglas de la robótica propuestas por el padre de la ciencia ficción, Isaac Asimov: “un robot no puede dañar a un ser humano ni por inacción, permitir que un ser humano sufra daño”, “un robot debe cumplir las órdenes de los seres humanos, excepto si dichas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley”, “un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que ello no entre en conflicto con la primera o segunda leyes”. Además de ello, representa un dilema ético titánico que no habíamos enfrentado antes, pues incide en distintos aspectos de nuestra vida que abarcan desde la pérdida de empleos hasta los nuevos retos para el sector educativo.

Esto porque, no bien se había lanzado la plataforma para uso público, comenzó a ser utilizada para generar ensayos, tareas, investigaciones código computacional o, inclusive, relatos. Esto simplemente reaviva la polémica anterior, sobre el arte generada por IA y el papel del ser humano frente a ello. En lo personal, creo que puede ser una herramienta de enorme ayuda que nos permita direccionar, con creatividad y sentido humano, el desarrollo social. No creo que pueda llegar a reemplazarnos, pero sí que nos permitiría sistematizar tareas y procesos para permitirnos enfocar nuestro tiempo, esfuerzo y energía de otra manera.

Claro que esto implica un replanteamiento estructural que permearía hasta las mismas raíces del esquema capitalista, pero esto ya nos urge, ¿no crees? Por ejemplo, en materia de educación: si la inteligencia artificial puede hacerlo, ¿no deberíamos estar planteando otros esquemas y temarios que vayan más orientados hacia las soft skills que tanta falta nos hace fortalecer? Saber relacionarnos, la empatía, la paciencia, la honestidad, la creatividad, son todas cualidades inherentes al humano que podríamos enfocarnos en fortalecer, en lugar de intentar competir en habilidades prácticas con la Inteligencia Artificial que, por cierto, es inagotable pero también depende de nosotros para ser direccionada. Hasta el momento, la IA depende de la capacidad humana para que le indique hacia donde focalizarse, y dudo que eso cambie pronto.

Todo a nuestro alrededor nos exhorta a cambiar: no es sostenible seguir como hemos estado hasta ahora. Tenemos ahora herramientas que nos hacen replantear lo que considerábamos amovible, ¡es momento de aprovechar el impulso! Se trata de adaptarnos o ser rebasados por nuestra misma creación, es preferible tomar al toro por los cuernos y hacer las paces en aras de la humanidad.

Las personas no podemos ser reemplazadas por máquinas, pero bien podemos integrarnos con ellas para construir el futuro que soñamos.

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