Favorecer el progreso por encima de todos los demás aspectos humanos no solo no ha sido de tanto provecho como se esperaba, si no que ha acelerado el deterioro del planeta y de nuestra sociedad. Debido a ello, nos encontramos ante un panorama en el cual las más descabelladas películas de ciencia ficción que retrataban el terrible fin del mundo como lo conocemos podrían resultar ciertas en apenas un par de años más. Día con día, de acuerdo con estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas, se extinguen ¡150 especies! El planeta se ha calentado más de un grado centígrado en los últimos 100 años, en gran parte debido a los gases de efecto invernadero, volviendo el clima cada vez más extremo e impredecible.
Mientras el destino de la humanidad se perfila incierto, solo podemos tener certeza de una cosa: mantener el ritmo y los patrones de consumo actuales no es sostenible ni benéfico para nadie, pero aún estamos a tiempo de enmendarlo. Podemos convertir nuestro presente en el añorado punto de inflexión que nos permita alcanzar un mejor futuro, con los ajustes necesarios.
Lamentablemente, el esfuerzo requerido a estas alturas es de tal magnitud, que no bastan los ajustes individuales. Se requiere de acción contundente y colectiva reforzada por las medidas de cada individuo. Es indispensable llegar más allá que el cambio de tendencias de consumo y modificaciones a los medios de producción.
Ahora, que las ciudades albergan al 55% de la población mundial, ha quedado evidente que la mayor parte del problema tiene su origen en ellas: por el hacinamiento, la contaminación, la sobre explotación de recursos y, sobre todo, el reemplazo de la naturaleza por la jungla urbana. En este contexto, se vuelve una solución básica y relativamente simple la de traer pedazos de naturaleza a las urbes: con huertos urbanos, reservas naturales y naturaleza viva como parte esencial de la infraestructura pública. Por ello, las ciudades más avanzadas han optado por implementar este tipo de medidas para preservar la naturaleza, ayudar a absorber el dióxido de carbono, reducir el ruido, regular la temperatura y, ¿por qué no? Embellecer los paisajes, dado que está comprobado que la visión de la naturaleza ayuda a disminuir el estrés.
No obstante, en la ecuación de salvar nuestro futuro hay un pequeñísimo insecto con una enorme importancia que a veces dejamos fuera: las abejas. Nuestra existencia misma depende de ellas y otros polinizadores, pues de ellas depende que tengamos alimento disponible: aproximadamente dos terceras partes de las plantas de cultivo que nos alimentan requieren de la polinización para producir frutos y semillas saludables. Cuando las abejas pierden su hábitat, se vuelve fatídico para ellas: entre los monocultivos, los pesticidas y la temperatura cambiante, su población se ve mermada y con ella se impactan los cultivos y su calidad.
Para estos seres, sobrevivir en las ciudades es un verdadero reto: entre el concreto y las plantas artificiales, difícilmente pueden saciar sus necesidades más básicas.
Al traer naturaleza a las ciudades nos damos la oportunidad de restaurar la biodiversidad al mismo tiempo que transitamos a un esquema de vida con mayor bienestar para todos. En Holanda, pionero de los modelos sustentables, están planteando una solución disruptiva para los problemas ambientales: remodelar más de 300 paradas de autobuses para equiparlas con techos verdes. De esta manera, se aprovecha infraestructura existente y se le da una nueva vida al cubrirla de vegetación y flores que sirven como refugio para las abejas.
Este ejemplo es increíble al hablar de la lucha por salvar el medio ambiente, no porque sea la solución completa, si no porque nos presenta una posible pieza del rompecabezas en las que se adaptan los espacios indispensables para el funcionamiento de la sociedad de tal manera que, sin perder su funcionalidad, estos puedan contribuir a rescatar y restaurar la fauna silvestre. Esto implica que debemos apoyarnos en la educación y la generación de conciencia, pues es volver a aprender a convivir con la naturaleza desde una óptica real y sana en una simbiosis beneficiosa para ambas partes.
Por un lado, salvamos nuestro planeta. Por el otro, recordamos como especie lo que muchos de los habitantes de la ciudad ignoramos: la vida silvestre no es mala ni dañina. En la mayor parte de las ocasiones, los animales se encontrarían totalmente desinteresados de nosotros de no ser porque nuestro comportamiento los hace sentir amenazados.
Es en este proceso de volver a vivir codo a codo con la naturaleza, que podemos descubrir un mejor lado a nuestra existencia: uno más humano, más alejado de la rígida rutina artificial y más cerca de nuestros orígenes. Si esto no fuera suficientemente beneficioso, esto nos ayudará a dar un paso al frente en la recuperación de nuestro planeta y el planteamiento de un futuro más sostenible y con mayor bienestar para todos.
Por supuesto, no basta con habilitar espacios verdes en cada esquina. El cambio de esquemas de pensamiento es necesario e inevitable, comenzando por un cambio de mentalidad que lleve intrínseco un mayor respeto por la naturaleza, entendiendo, una vez más, nuestro rol en este planeta: no como un tirano, si no como un eslabón de una cadena de vida en la que cada componente tiene una aportación clave.
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