Fiat iustitia, pereat mundus

En una de las escenas memorables de la película de Oliver Stone, JFK, el fiscal Jim Garrison, protagonizado por Kevin Costner, sentencia: “Hágase justicia, aunque se caigan los cielos”. La frase alude a la necesidad de imponer la justicia a toda costa, sin tomar en cuenta las consecuencias sociales, políticas o económicas. Se trata de cumplir la ley a rajatabla, sin concesiones.

Aplicado a la institución del Ministerio Público, el principio implica uno de los polos entre los cuales se mueve su actuación, la obligatoriedad de la persecución penal, es decir, que toda denuncia debe investigarse para llevar a juicio al probable delincuente.

En el otro extremo se encuentra la discrecionalidad en el ejercicio de la acción penal, que parte de asumir que es materialmente imposible investigar y perseguir todos los crímenes que se denuncian, por lo cual debe adoptarse una estrategia de represión de la criminalidad, que necesariamente significa optar entre los delitos y priorizar su combate.

En nuestro país no es otra cosa que el Plan Estratégico de Procuración de Justicia, al cual se refiere la nueva Ley de la Fiscalía General de la República como el instrumento que fija la política de persecución penal y define los criterios y prioridades en la investigación de los delitos (artículo 88). Plan que, por cierto, no existe en la Ley Orgánica de la Fiscalía General del Estado de Sinaloa.

Una parte importante de dicho Plan Estratégico deben ser los criterios para emplear las soluciones alternas y las formas de terminación anticipada del proceso, o sea, los acuerdos reparatorios, la suspensión condicional del proceso y el procedimiento abreviado.

Tan importantes son los lineamientos para el ejercicio de la acción penal, como para la extinción de la misma.

Si no existen dichos criterios, el margen de la discrecionalidad se amplía en perjuicio de la seguridad jurídica. Y es aquí donde se manifiesta el verdadero problema de la discrecionalidad para acusar o para aplicar una solución alterna: cuando está sustentada en razones políticas. En otras palabras, cuando la decisión de enjuiciar a los delincuentes o de ofrecerles soluciones alternas que los llevan a evitar la prisión se toma con base en la simpatía o antipatía por una ideología, la membresía en un partido o la pertenencia al poder público.

Para el maestro español Luis María Díez-Picazo:Es cierto que siempre existe la posibilidad de una manipulación gubernamental de la acción penal, a fin de usarla como arma contra los adversarios políticos; pero más grave es el riesgo de que el Poder Ejecutivo sea indulgente o, incluso, garantice la impunidad frente a los hechos delictivos cometidos por sus miembros y agentes” (El poder de acusar, INACIPE, México, 2018, p. 13).

Lo anterior es particularmente grave en los casos que se investigan y enjuician por delitos de corrupción y más específicamente, los casos de corrupción política. Nos referimos al abuso de las atribuciones de un servidor público, por lo general, con el propósito de obtener una ventaja económica. Este tipo de asuntos, en la medida en que gravitan más hacia la impunidad que hacia el castigo, encienden las alarmas en la opinión pública.

Esto es así porque se percibe una subordinación de facto del Ministerio Público al Poder Ejecutivo. No se trata de que la institución haya sido declarada jurídicamente “autónoma”, sino de que en el ejercicio de esa autonomía, al perseguir la criminalidad gubernativa, el resultado sea la impunidad, aunque se encuentre revestida de solución alterna con la forma de una suspensión condicional del proceso.

Por eso llama la atención las declaraciones del fiscal estatal Ríos Estavillo al periódico Noroeste, en las cuales sostiene que, en casos de corrupción como el del exsecretario de finanzas Armando Villarreal, “las partes pueden dar por concluidos con anticipación algunos asuntos… Ahí el Ministerio Público lo único que hace es vigilar que los acuerdos correspondientes se hagan en términos de ley… el Ministerio Público lo único que hizo fue ser testigo”.

Esta visión pasiva de la Fiscalía contrasta con el rol que le asigna el Código Nacional de Procedimientos Penales a la Acusación en el proceso penal, la cual, por cierto, pudo haberse opuesto a la suspensión condicional.

Las opiniones del fiscal estatal llevan la discrecionalidad al extremo de la inacción del Ministerio Público y su redefinición como mero testigo que firma al calce y no como verdadera parte acusadora a cargo del impulso procesal, por ejemplo, mediante el cumplimiento de su deber de investigación.

Cualquier persona suspicaz imaginaría un pacto. Como en el filme de Stone: “Pero lo primordial es que debe tener éxito. No importa cuántos mueran, no importa cuánto cueste, los perpetradores deben estar del lado ganador y nunca deben ser procesados ​​por nadie”.

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