Mira pinchi conspirador, te lo voy a explicar de tal manera que hasta tú lo entiendas. Castigar es más viejo que Matusalén. ¡Qué sería de varias religiones, como el cristianismo, sin el proceso penal! ¿Qué habría pasado si no lo hubieran traído de Herodes a Pilatos? Si a Yeshua le hubieran dado una salida alterna o una forma de terminación anticipada de su proceso, pues no habría culto, ni iglesias, ni creyentes. Pues seré blasfemo y hereje, pero así de importante es castigar.
¿Cómo que a quién castigamos? Pues a los delincuentes. ¿Qué quién es delincuente? Pues el que comete un delito. ¿Y quién dice lo que es delito? Quien tiene el poder para definirlo. Reyes, emperadores o monarcas. Ahora que más modernamente es el Congreso quien define en la ley lo que es un delito.
No, no espérate. Es que ahí es donde está el punto fino. Tampoco es que puedan hacer delito lo que se les venga en gana. Ahora existen reglas. No es como en la Segunda Guerra Mundial cuando en México inventamos el delito de disolución social para meter a la cárcel a los que hicieran propaganda política para difundir ideas que afectaran el reposo público o la soberanía del Estado. El problema fue que se acabó la guerra, se quedó el delito y a cuanto disidente político quisieras fregarte, pues lo acusabas de disolución social y a la cárcel con él.
No señor, ahora no. La Suprema Corte ya dijo que el legislador está obligado a elaborar leyes claras, precisas y exactas para describir la conducta prohibida, lo que por otro lado significa que la descripción no debe ser vaga, imprecisa, abierta o amplia, al grado que permita su aplicación arbitraria.
Y bueno, luego está el delito de apología de un delito, descrito como, pues sí, “hacer apología de un delito” (artículo 254 del Código Penal de Sinaloa). Con esta ley, si el luchador y luego filósofo Aristocles, también apodado Platón, hubiera sido culichi, lo habríamos metido a la cárcel en cuanto escribió su primer libro.
¿Pues cómo no? Si el dichoso libro se llama Apología y defiende a un tal Sócrates, que fue enjuiciado, condenado y ejecutado por los buenos ciudadanos de Atenas, quienes lo encontraron culpable de corromper a la juventud y de no creer en los dioses. No hay para dónde hacerse, la Apología es apología de un delito, así que, ¡a la cárcel con Platón!
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