Hace poco, unos reporteros argentinos le preguntaron al gobernador de una provincia en la que es común la perpetuidad del poder de algunos gobernantes, que si en esa región la gente todavía vivía como en la época del feudalismo, refiriéndose los comunicadores al aparente rezago político y social que existe fuera de las grandes zonas metropolitanas.
Pero la respuesta del gobernador, además de cínica, fue más astuta de lo que imaginaban los reporteros. Les contestó, –Mire usted, que yo sepa, el feudalismo fue una etapa de la historia en la que la tierra estaba ampliamente acaparada por unos cuantos propietarios, mientras que la mayoría de la población desposeída debía pagar rentas a los dueños de esas tierras para que les permitieran subsistir.
Y luego el alcalde continuó, revirando el reto ahora hacia a los entrevistadores –¿Saben ustedes cuál es la región de toda Argentina en dónde existe una menor proporción de propietarios por habitante? la capital, Buenos Aíres, respondió el mismo.
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Obviamente el gobernador entrevistado trajo a colación ese dato sobre la concentración de la propiedad, con la intención de desviar la atención sobre el grave estado de la democracia en esas regiones provinciales del país sudamericano, sin embargo, la analogía que hizo sobre el feudalismo moderno resultó una crítica bastante precisa sobre la dinámica del mercado inmobiliario no solo en Argentina sino en todo el mundo.
Por feudalismo inmobiliario podemos referirnos a la reducción de propietarios de vivienda en las ciudades y la consecuente concentración de la propiedad utilizada como inversión económica.
Este es un problema que tiene su origen en otros procesos más específicos e interrelacionados, como la pérdida del poder adquisitivo de la clase trabajadora, las altas tasas de interés en los créditos hipotecarios, la especulación urbana, la gentrificación y la sobreoferta de vivienda de alto valor.
Uno de los inconvenientes más notorios ha sido la construcción de viviendas de interés social de muy baja calidad en las periferias de la ciudad, donde el suelo es más barato. Estos complejos habitacionales además de estar mal construidos, suelen situarse en zonas apartadas de escuelas, hospitales, comercios y centros de trabajo.
Estar tan alejado de las zonas donde ocurre la vida citadina, es un costo que muchas personas, sobre todo las nuevas generaciones, no están dispuestas a pagar. De vivir así, mejor prefieren rentar, cohabitar con amigos, o en muchos casos prolongar su estadía en la casa paterna.
Por eso en México existe una tendencia a la baja en el número de propietarios de vivienda. De 2014 a 2020 el porcentaje de personas que era dueño del hogar que habita bajó de 60 por ciento a 57 por ciento. Y en esa misma proporción aumentó la gente que renta o vive en una casa prestada (Encuesta Nacional de Vivienda, 2020).
La disminución de la tenencia de vivienda propia es más dramática en las áreas urbanas, y sobre todo en los sectores más jóvenes de la población, los que se insertaron en el mercado laboral en condiciones más inestables, sin las prestaciones sociales que gozaron generaciones pasadas y sin una política de vivienda para amortiguar el problema.
Todo este complejo panorama no fue capaz de observar el actual Secretario de Economía del gobierno del Estado de Sinaloa, Javier Gaxiola Coppel, que en recientes declaraciones dijo que “los jóvenes se están decidiendo tarde para adquirir una vivienda”, como si se tratara de un asunto de decidía y no de solvencia.
Tampoco se percató de dos tendencias particulares que ocurren en Sinaloa, y que hace de sus dos ciudades principales, Mazatlán y Culiacán, algunas de las más caras para adquirir inmuebles. Nos referimos al impacto que tiene la economía turística y el narcotráfico sobre el sector inmobiliario.
El dinero ilícito que procede del narco se filtra a la economía regular, provocando un incremento inmoderado de los precios de artículos de consumo, servicios y bienes inmuebles, que no corresponde al salario promedio por trabajador, ni a la participación de Sinaloa en la economía nacional, que es apenas un 2 por ciento sobre el PIB y 0.7 de las exportaciones nacionales.
Por su parte, la sobrexplotación de los espacios urbanos en regiones avocadas al turismo, tiene como consecuencia el acaparamiento de zonas completas en manos de inversionistas privados, para la edificación de hoteles, plazas comerciales, condominios y zonas residenciales.
En Sinaloa, narco, turismo y sector inmobiliario están estrechamente ligados.
Y el dinero se mueve de un sector a otro, ya sea como una manera de blanquear el capital, como inversión para incrementar ganancias, o simplemente como forma de consumo ostensible.
Como sea el caso, la realidad es que en Sinaloa y principalmente en Mazatlán y en Culiacán, el suelo urbano es un activo comercial muy valioso, pero solo en términos especulativos, lo que termina por alterar el sentido de la ciudad, ya no como un lugar para habitar, sino un espacio para el lucro.
La falta de políticas compensatorias de acceso equitativo a la vivienda, está dejando actuar al mercado en completa libertad, ocasionando desequilibrios sociales y la fragmentación de las ciudades, dado que los agentes del sector inmobiliario prefieren ofertar residencias de alto valor, porque saben que existe una minoría de consumidores con el suficiente poder adquisitivo, ya sea los que mueven dinero del narco, los pequeños inversionistas locales, los multipropietarios de otras partes del país, y hasta los mismos extranjeros que buscan establecer su domicilio en algunas ciudades populares de la república mexicana.
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Con esta tendencia, las ciudades sinaloenses se están convirtiendo en semilleros de conflictos que tarde o temprano desembocarán en protestas, estallidos sociales y muy posiblemente la represión social de los grupos marginados. Todo esto ocurre bajo un gobierno de izquierda que presume ser anticapitalista.
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