No es como sus vecinas que hasta para ir al supermercado usan el prime o el pore minimicer. Ella sabe que es una exageración innecesaria, aunque le han dicho que no lleva tanto tiempo producirse un poquito cada mañana, a ella no le alcanza el tiempo, la tarjeta tampoco. Pero sabía que cuando su hija se graduara —no importara de qué, el mérito es el mismo— pagaría lo que fuera.
Hizo la cita, en casa mejor así no tendría que exponerse que con las carreras el maquillaje, por más sellador que llevara, se corriera tal y como ella correría ese día. Las graduaciones suelen ser en verano, más valía prevenir. La artista-maquillista —más bien parecía enfermera—, llegó puntual y con todo el equipo: un escalonado neceser como ella no sabía que existían. Lo abrió y en éste se desplegaron niveles metálicos, con departamentos varios. Polvos, compactos, líquidos, pastosos, geles, espumas, comprimidos… chicos, grandes y más grandes. Un envuelto de terciopelo negro, que ella juró se trataba de joyería, no, era el juego de brochas de todos los tamaños y texturas.
Cada una para cada ángulo facial “sin ésta no se difumina bien la base, le explicaba. Sin ésta otra no se logran bien las mezcla ni los matices que queremos”.
La artista-maquillista hablaba y ella pensaba si ésta terminaría a tiempo para, aunque sea, pasarse la plancha por el cabello que recién había retocado. Quedar linda, glamorosa para aplaudir el logro de su primogénita, quien en otra silla era atendida por otra artista-maquillista. “Ya estamos en el final”, le dijo la artista-maquillista. Se refería a las pestañas. Ella había elegido unas grandes y voluminosas. Quería que sus ojos lucieran más que nunca, quería que borraran todo y brillaran como alguna vez lo hicieron sin otra ayuda que su propia mirada.
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