Vivimos en un mundo de hiperconsumo, en el cual la mayoría de los productos y servicios se encuentran fácilmente, por el precio correcto. La globalización nos permite consumir lo proveniente de distintos rincones del mundo sin necesidad de esperar grandes periodos de tiempo. La búsqueda de productos que se adapten a nuestro presupuesto se ha vuelto extremadamente sencilla con la ayuda de la digitalización, al tiempo que la tecnología y la producción en masa vuelven más barata la producción… y menos duradera. El tiempo promedio de vida útil de lo que nos rodea, desde la ropa y los accesorios hasta nuestros dispositivos electrónicos, ha disminuido considerablemente.

Esta situación, aunada a la disponibilidad de plásticos de un solo uso y cajas de cartón que serán desechadas al momento de abrir el producto, han tenido un impacto considerable no solo en el medio ambiente y en la gestión de los desechos de nuestros gobiernos, sino en la mente de las personas. Nos estamos acostumbrando a lo desechable, a que si algo se rompe o descompone es más sencillo simplemente hacerlo a un lado y buscar un reemplazo adecuado. Hemos aprendido que muchas veces sale más barato comprar “uno nuevo” que buscar quién lo arregle. No es extraño que en este contexto una familia mexicana promedio de cuatro integrantes genere hasta 8 kilogramos de basura al día, cuando hasta el 80% de los residuos podrían ser reciclados o reutilizados.

Enfrentamos tiempos en los que muchas personas optan por lo que se vea mejor, sin importar lo que llegue a durar. Ya no buscamos la relación adecuada de calidad y precio, sino que nos dejamos llevar por precios muy bajos sin pensar en lo que conlleva. La fast fashion, ropa de un solo uso, por ejemplo, que sale tan barata que la compramos por capricho y termina en menos de un año en el basurero, como es el caso del 73% de la ropa que se produce anualmente. La obsolescencia programada es otro ejemplo: los celulares parecieran durar hasta que sale un nuevo modelo, aparentemente mejor que el anterior, aunque prometa exactamente las mismas funciones, motivándonos a cambiar el que tenemos y generando uno de los desechos más difíciles de procesar: la basura electrónica, que consiste en los residuos de aparatos eléctricos y electrónicos. Al año, según datos de la Organización de las Naciones Unidas, se generan ¡50 millones de toneladas de basura electrónica en el mundo! Tan solo en México, en 2020 superamos los 1.2 millones de toneladas. Este tipo de desecho crece entre 16% y 28% cada cinco años, sin un plan claro que permita reutilizar los componentes, que se estima podrían tener una segunda vida entre el 70% y el 90%.

Adicionalmente, el constante desecho conlleva un matiz de desigualdad: así como el 1% más rico del mundo emite más gases nocivos que el 50% más pobre, es la clase media a la que más se atribuye esta conducta de consumo y desperdicio casi compulsivo. Claro, hay movimientos sociales responsables con el ambiente como el de propagar vida a través de la basura o los movimientos de residuos cero que buscan que las personas utilicen menos envoltorios y envases que tarde o temprano terminarán en la basura… pero ambas tendencias conllevan un costo extra tanto para producir como para consumir, por lo que no son viables para todos.

Es difícil de convencer a un jefe de familia que apenas sobrelleva la línea de pobreza de comprar shampoo sólido en barra cuando para ello debe desviarse de su camino y, además, pagar más de lo que haría normalmente por uno tradicional en envase.

Las tendencias de consumo actuales no son sostenibles, ya mucho se ha hablado de que se necesitaría más de un planeta Tierra para poder satisfacer nuestro estilo de vida año con año. No obstante, sin medidas disruptivas que sean asequibles para distintos niveles de ingreso, no se llegará a nada. No puede ser que el cuidado del ambiente se limite a tendencias para personas de estratos superiores de ingreso que pueden permitirse asistir a bazares y mercados de residuo cero mientras que, para el resto de la población, esto es poco práctico y caro.

Como sucede casi siempre, lo que es dañino para el ambiente también nos afecta directamente como personas: al acostumbrarnos al consumo desechable, dejamos de valorar el trabajo artesanal y la calidad. De pronto nos encontramos regateando al artesano que invirtió días enteros concentrado en tejer una hermosa camisa que nos parece ahora a un precio ridículamente elevado… cuando, sin siquiera pensarlo, pagamos constantemente a gigantes textiles que utilizan mano de obra barata y materiales de calidad cuestionable para traernos algo barato que, a la larga, nos saldrá muy caro. Esta mentalidad permea a distintos aspectos de nuestro día a día, teniendo como resultado una sociedad con prioridades incoherentes y necesidades que no se resolverán con prácticas materialistas.

Es urgente replantear nuestros patrones de consumo. Es hora de entender que nuestro planeta no es desechable, así nos guste pretender que lo es. No solo por nosotros, sino por nuestro planeta y cada uno de los seres vivos que lo comparte con nosotros. El cambio empieza en cada individuo y en cada familia. No tiene que ser un cambio radical de la noche a la mañana, basta con, simplemente, sembrar la semilla de la consciencia en nuestro interior para poco a poco ir haciendo ajustes que nos permitan alcanzar el futuro que añoramos: pleno, lleno de oportunidades e igualdad para todos.

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