En un mundo donde más de 12 millones de persona viajan cada día, cualquier cosa se propaga velozmente. El año pasado, lo aprendimos de la peor manera: una enfermedad proveniente de un rincón lejano del planeta resultó ser catastrófica para todo el mundo. La globalización, los altos niveles de contaminación y el descuido generalizado de ciertas normas de higiene fueron factores indispensables para la rápida propagación del COVID-19.

En cuestión de meses, esta variante del coronavirus se convirtió en una de las principales causas de muertes en el mundo, con 2.3 millones de decesos acumulados. Contagiarse no es una sentencia de muerte; se estima que hasta el 40% de los que lo contraen no presentan síntoma alguno. Además, se han identificado características que se asocian al nivel de riesgo de la población. Algunos de ellos no son prevenibles, como la edad o la presencia de ciertas condiciones crónicas, aunque hay otros que hubieran sido totalmente prevenibles como la obesidad o el sobrepeso.

De acuerdo con datos de la Organización Mundial de la Salud, desde 1975 el porcentaje de obesidad en el mundo se ha triplicado, alcanzando en los últimos años una preocupante cifra: el 39% de los adultos registraron sobrepeso en 2016, mientras que el 13% padecía obesidad. Por supuesto, esta realidad agravó el impacto de la pandemia para muchas naciones: varios estudios científicos encontraron que las personas con problemas de obesidad tenían 113% más probabilidad de terminar en el hospital al contraer COVID-19, 74% más probabilidad de requerir cuidados intensivos y 48% de probabilidad de morir que las personas que se encuentran dentro de los rangos recomendables de su peso corporal.

Los hábitos alimenticios en el mundo se han transformado en las últimas décadas. Hemos pasado de esquemas alimentarios equilibrados a dietas hipercalóricas con alto contenido de sodio, azúcares, grasas y alimentos procesados, situación que ha agravado la incidencia de enfermedades y condiciones físicas que se han convertido en un problema de salud global del cual México no es excepción. De hecho, podríamos decir que encabezamos el problema pues ocupamos el segundo lugar mundial de obesidad en población adulta y el cuarto lugar de prevalencia de la obesidad en la población infantil.

En nuestro país, según información de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, el 73% de los adultos se encuentran por encima de su rango saludable de peso, una situación alarmante que, además de ser un problema de salud pública, influye de manera negativa en el crecimiento del PIB nacional, en la esperanza de vida y en la calidad de la misma.

Esta situación generalizada es de gravedad. No obstante, no podemos cambiar esta realidad de la noche a la mañana pues se requiere de una estrategia integral que lo facilite y de tiempo para ver los resultados. Lo que sí podemos hacer, es comenzar a frenarla desde ahora para reducir nuestra vulnerabilidad frente a enfermedades futuras y existentes y, de paso, mejorar nuestra calidad de vida. Claro está que hay docenas de factores que se relacionan con el peso de una persona, pero hay uno principal al que debemos prestar atención: la nutrición.

Una alimentación adecuada puede prevenir muchos problemas de salud, no solo aquellos asociados con la condición física o el peso, por lo que mejorarla puede ayudar a la sociedad mexicana al tiempo que libera presupuesto destinado a tratar enfermedades como la diabetes, que a la fecha se acerca al 52%, para tratar otro tipo de problemas de salud.

Como resultado, no es sorprendente que la alimentación haya sido blanco de la política pública en México por muchos años. No obstante, su carácter restrictivo lo ha vuelto un tema polémico. Un ejemplo de esto ha sido el caso de Oaxaca, estado que prohibió la venta de alimento chatarra a menores de edad. Si bien aún es pronto para poder medir el impacto de dicha medida, lo que sabemos es que las medidas prohibitivas es que no suelen ser tan efectivas. Otra medida reciente fue la de eliminar a los personajes que se asociaban a la comida chatarra con la finalidad de volver los productos menos atractivos para la población infantil. De igual manera, se agregó un etiquetado para advertir de los alimentos que no son saludables, pero, hasta la fecha, no se ha identificado una disminución importante en su consumo.

Estas medidas no funcionarán por sí solas, porque no son suficientes. Se requieren políticas integrales que incluyan procesos de educación para las personas: que quieran consumir alimentos más sanos por sentirse bien, por voluntad propia, no porque se les quitan las alternativas a través de regulaciones.

A la par, es urgente asegurar que el mercado cuente con una oferta de productos sanos a precios accesibles. Es increíble que, en algunos lugares de nuestro país, un refresco sea más accesible que una botella de agua, así como una bolsa de papas fritas cuesta menos que una manzana.

Estamos a tiempo de generar un cambio positivo en nuestra sociedad que incremente los niveles de bienestar y, en el largo plazo, nos ayude a disminuir la gravedad de futuros problemas de salud. Dejemos de prohibir y comencemos a educar y facilitar la elección de alternativas más saludables para todos.

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO