Operación paraíso
El Cachinbas en su locura repetía aquellos gritos lastimeros, provocando la compasión de la mayoría de los curiosos que lo miraban con asombro y lástima
Llegó El Cachinbas a Navolato buscando trabajo; era un aventurero, su experiencia lo condujo a la mejor cantina del lugar, allí conoció a Rubén Moctezuma, miembro de una pandilla de Juniors que gustaban matar el tiempo en vagancias. La simpatía y entusiasmo que el visitante irradiaba al contar cuentos y chistes, fue suficiente para que Rubén lo contratara como su secretario.
Las constantes incursiones etílicas del grupo estaban casi siempre salpicadas con ocurrencias que a veces ponían en peligro sus vidas y las de otros; como cuando jugaban carreras en sus autos, deportivo los más, por calles y callejones de la joven ciudad; o cuando armaban sainetes en los bailes públicos, minucias que siempre eran solapadas por las autoridades, al influjo de una simple llamada de alguno de sus papás.
Aquella tarde estaba envuelta por una onda cálida. En el bar El Barzón, los Juniors, comandados por Rubén, ocupaban un privado desde hacía rato. No pasó inadvertido para el mesero que los atendía la ausencia de El Cachinbas, pues este le ponía pimienta al conjunto; sin embargo, el ánimo era evidente.
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–Pues ¿cómo ven esta onda batos?, ¿verdad que aguanta? Preguntó Rubén con entusiasmo.
-Sí, me parece buena, pero muy costosa, -comentó un tanto cortado Jesús López alias El Chito.
–Bueno compa, todo tiene su precio y este cotorreo lo vale. ¿Tú qué opinas Simón?, -inquirió Rubén solicitando apoyo.
-Yo estoy de acordión, porque según el güey ese de El Cachinbas, es ateo como el mismo lo afirma: No cree en Dios, ni en el Diablo, ni en la gloria y ni en el infierno; así que me parece que vale hacer el experimento. Creo que será divertido.
– Entonces, ¿todos de acuerdo?
-¡Okey maguey!-, terció Roberto Sánchez, el más formal de la pandilla. Rubén, adoptando un gesto solemne, agregó:
-Espero todo resulte bien, no me gustaría perder a un sirviente tan fiel y divertido… -¡Épale, no me miren así; todos ven que me trata con respeto, ¿no? –Sí señor Rubén, cómo usted ordene, señor Rubén. –Terminó imitándolo ante la socarrona mirada de sus amigos que rieron ruidosos arrellanados en los sillones. El líder, haciendo señas con ambos brazo, convocó a sus compinches como para acordar una jugada de futbol americano; en voz baja:
–Entonces cada quien se hace cargo de su parte, y la cumple con mucha discreción, le cae al que la riegue porque ha de llevar el costo total si lo hace; por otra parte, se nos puede caer el teatrito y hasta nos puede ir mal.
Roberto comentó en tono misterioso:
–Presiento que con esta onda el Cachinbas se convierte en ferviente religioso, o se vuelve loco…
Al escucharlo todos se vieron en silencio, lentamente se fueron separando hasta quedar recargados en sus asientos. La extraña solemnidad fue interrumpida por el mesero, que alegre sirvió una ronda más de espumosos tarros de cerveza.
Ocupados en la preparación de lo que ellos identificaron como: Operación paraíso, por primera vez el tiempo les pareció corto. Y, por fin, el día esperado llegó.
Aquella madrugada del cálido septiembre, una vagoneta negra con vidrios polarizados se deslizaba por la carretera que atraviesa el pródigo valle navolatense. En su interior, los Juniors rodeaban a El Cachinbas que iba tendido sobre la alfombra del piso. Por su aspecto, tal parecía que aquel hombre iba muerto, pero no: dormía profundamente mientras el grupo a su alrededor hacía comentarios. Cruzando con el índice sus labios. Rubén ordenó:
-Shiiss, silencio… que nuestro conejito se nos puede despertar.
-¡N´hombre!, a este no lo despierta ni la Shakira, – Dijo Simón lanzando una bocanada de humo.
¡Pues apaga tu cigarro que lo vas a asfixiar-, le gritó Rubén gesticulando con exageración.
La vagoneta cruzó los linderos del puerto de Altata, viró a su derecha hasta llegar a la zona residencial, y se detuvo ante un portón metálico que Roberto abrió a control remoto desde la unidad motora.
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El Cachinbas fue introducido al interior del chalet, cuyo mobiliario, paredes, pisos y plafones, eran de color blanco, níveo. El mismo Cachinbas estaba vestido con un frac del mismo color; su cara cerúlea daba el tono cadavérico. Lo acostaron en una recámara barroca, con suaves almohadas y sábanas de seda; todo albino. El vestuario del personal seleccionado para aquella aventura también era de riguroso color albino. Gerónimo y tres muchachas; él, de frac y ellas en diminuto y sensual bikini con alas de terciopelo a sus espaldas; para simular el papel de “angelitos”. Rubén checó que todo estuviera en orden y de inmediato ordenó salir de escena a sus compinches.
El Cachinbas despertó. Como impulsado por un resorte se sentó, con ojos y cara de asombro miró hacia todos lados; no daba crédito a lo que miraba; un nudo en la garganta le impedía hablar. Gerónimo se acercó con voz melosa:
–Bienvenido al paraíso, querido Cachinbas.
-¡Al quéééé!
-Al paraíso, te encuentras en el cielo, estás en el paraíso que te has ganado- Insistió el mayordomo con voz pausada.
-¡Nooo! No puedo creer que yo esté en el cielo. ¡Yo nunca creí en Dios ni en el Diablo! ¡Ni en la gloria ni el infierno! ¡No, esto no puede ser cierto! –protestó dando manotazos sobre el colchón.
Gerónimo, paciente, con voz suave le confirmaba:
-Sí, es cierto, siempre sostuviste que eras ateo; pero Dios, con su gran misericordia, convence con hechos a los desamparados como tú. Siempre tiene más cerca a los que dicen estar alejados de Él.
Las frase fervorosas de un Gerónimo persistente, convenció a El Cachinbas, quién sentado al borde de la cama dio un sorbo al vaso de agua mineral que una las edecanes le sirvió.
-¿Pero por qué estoy aquí?
-Porque a pesar de no ser, según tú, creyente fuiste un hombre bondadoso que supo servir a sus semejantes y fuiste honesto contigo y con los demás; tuviste el don de hacer reír, muchas veces riéndote de ti mismo.
-¿Por tan poquito estoy aquí?
Bueno, poco para ti, pero mucho para Él que sabe compensar.
-Entonces, ¿quiere decir en definitiva que… estoy muerto?
-Pasaste a mejor vida, hace apenas unas horas, -le explicó Gerónimo con entusiasmo. Después de un breve interrogatorio, el señor San Pedro te ha brindado este paraíso para que descanses y disfrutes eternamente.
-Estoy confundido, no sé qué paso después de estar en El Barzón con mi jefe Rubén y sus amigos. No recuerdo nada… ¿podrías decirme cómo fue mi muerte?
-Lo siento amigo Cachinbas, el señor San Pedro no nos permite tocar ese tema, lo estima desagradable, pero sí podemos hablar de cosas buenas, por eso hemos abarrotado la despensa para que te sirvan los más ricos platillos: carnes, mariscos que podrás disfrutar con ricas cervezas y vinos importados. Ahora si me lo permites, me retiro, mi nombre es Gerónimo. Ellas, –señaló a las chicas-, al igual que yo, estamos a tu entera disposición. Hizo un guiño al huésped que se quedó junto a las chicas, con cara confusa.
Tres días con sus noche disfrutó El Cachinbas de aquel deslumbrante ambiente. Su ilimitada afición por las bebidas alcohólicas, lo volvió a sumergir en el limbo del sueño.
Dos días después, en el alegre Navolato despuntaba el alba; los pájaros en las pingüicas empezaron a inquietar el ambiente de la plazuela central; el policía que daba su último rondín, miró despreocupado a aquel andrajoso que dormía la nona en una banca. El barrendero con su desparramada escoba de malva, avanzaba aumentando el ruido que penetró en los oídos de El Cachinbas quién con breves movimiento dio visos de vida. La temperatura solar terminó por provocar lo irremediable; al despertar se impresionó tanto, que abrió desmesuradamente los ojos, se levantó volteando hacia todo lados; gesticulando se puso a dar vueltas alrededor de la banca, abanicando los brazos como queriendo volar. Finalmente lanzó un grito desgarrador que llamó la atención del policía, el barrendero y de las personas que en ese momento iban al mercado, unos y otros a sus trabajos. De todos llamó la atención:
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¡Noooo, nooo, no puede ser! ¡Yo estoy muerto! ¡Yo estoy en el paraíso que San Pedro me regalóoo! ¡Devuélvanme mi paraíso! ¡Quiero mi paraíssoo! ¡Mi paraíssoo! ¡Mí paraissoo… oooh
El Cachinbas en su locura repetía aquellos gritos lastimeros, provocando la compasión de la mayoría de los curiosos que lo miraban con asombro y lástima. En la acera de enfrente, dentro de la vagoneta negra los Juniors observaban burlones, festejando con risas y frases chuscas las reacciones del desquiciado. Festejaban así que la obra había logrado el objetivo. Cuatro policías bajaron de una patrulla y subieron al loquito. Un mes después, se miró al ahora andrajoso de El Cachinbas caminar por la carretera con rumbo al puerto de Altata, en sus desvaríos, alucinado repite: quiero mi paraíso, devuélvanme mi paraíso, quiero mi paraíso, devuélvanme mi paraíso…

Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad del autor y no necesariamente reflejan la línea editorial de ESPEJO.
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