Por Rulo Zetaka
Desde que el presidente anunció el proyecto del Tren Maya me pareció que iba a ser simbólico en muchas maneras, y que ayudaría a leer su sexenio. Cinco años después, tres operadores políticos con perfiles diferentes, más de 6000 hectáreas de selva devastada y un daño incuantificable al gran acuífero maya, algunas respuestas se pueden encontrar en las decisiones que tomaron respecto al proyecto que no sólo tienen que ver con la gestión territorial de la península de Yucatán, Tabasco y Chiapas, sino que hablan de la forma en la que López Obrador entiende el desarrollo.
Desde hace más de 70 años, el concepto de desarrollo ha estado ligado a la política económica capitalista como bien apunta Gutiérrez Garza (2015). Desde que Truman lo usó para definir una política económica, la concepción de los países del mundo no alineados al bloque soviético dio un vuelco. Pretenderían, a través del crecimiento económico, “sacar” a la población de la pobreza. Entre los numerosos fallos interpretativos que tiene el uso del concepto en la actualidad, se puede apuntar que las políticas desarrollistas desdeñan la problemática ambiental y muchas veces, ni siquiera la consideran, en afán de conseguir una mayor derrama económica.
También, el advenimiento de los derechos humanos de cuarta generación provoca que haya que considerar muchos factores externos a las políticas económicas desarrollistas, para apuntar a un futuro donde podamos co-existir con la biósfera y co-habitar en dignidad.
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Ante el desarrollo que traería el proyecto Tren Maya, ni los derechos humanos, ni las problemáticas ambientales fueron puestas al centro. El desarrollo implica crecimiento económico a ultranza y, para realizarlo, el ungido fue Rogelio Jiménez Pons, el primer maquinista. Jiménez Pons, en su célebre declaración publicada por Animal Político y Aristegui Noticias, preguntó para qué querríamos jaguares gorditos si teníamos niños desnutridos. Su labor fue política: establecer las bases de que el proyecto va porque va, desdeñar el impacto ambiental, trazar la ruta sin considerar estudios técnicos y obviar los derechos de las comunidades, indígenas y mestizas, que habitamos el territorio que será impactado.
Al menos Jiménez Pons, arquitecto de formación y urbanista premiado, tenía algunos argumentos técnicos para su posición y formuló alianzas con instituciones que le dieran legitimidad al proyecto, como agencias de cooperación y universidades. Sin embargo, tenía un factor en contra, el tiempo. Para lograr una obra de tal envergadura, hay que violar sistemáticamente la dignidad humana de pobladores y trabajadores en el territorio. Jornadas insostenibles, gestiones opacas, asignaciones directas y declaraciones a la prensa que observaba el atraso del proyecto, hacían insostenible al primer maquinista.
Aún con sus anuncios semanales, quincenales o mensuales en la mañanera, el proyecto necesitaba un operador político. Al puro estilo del viejo PRI, Javier May baja a Jiménez Pons, y ocupa el puesto de maquinista. El vilipendiado Jiménez Pons, que ya había sido proclamado el gran enemigo de las y los defensores de derechos humanos, desapareció en la penumbra.
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El nuevo maquinista volvió a cambiar la ruta, pues la capacidad que tenía el gobierno de negociar en los primeros tres años se había reducido, y, para cumplir con los márgenes temporales que impone el presidente, tenía que actuarse con más celeridad: como en película de Chaplin, los tiempos modernos requieren decisiones contundentes.
Ya no es un proyecto que negocia con élites, otorga proyectos de tramos a la iniciativa privada o se adapta a las exigencias. Con el futuro candidato al gobierno de Tabasco, la operación política se volvió de mapaches, nos enteramos de desplazamientos forzados, pérdidas de terrenos y construcción vigilada por militares. La mano de obra explotada ahora tendría un nuevo capataz que se viste de verde, y los operadores políticos limpian el camino para construir lo que fuese necesario. Como otros proyectos de este gobierno, las problemáticas ecológicas no existen, hacerlo conforme a la ley es irrelevante y los conocimientos técnicos son apuesta de los neoliberales.
El segundo maquinista se bajó del tren, ya en pleno descarrilamiento y para el control de daños, como en todos los proyectos relevantes de este gobierno, simbólicamente lo dejan en manos de un general que, con apellido de ave rapaz, dará caza a todas las voces que se levantan en contra del tren. Mientras se cambia el ocupante del asiento, las obras del tren siguen cercenando la tierra, devorando derechos y exigiendo su pago a cambio: favores políticos y dádivas para que, si es que lo terminan, podamos viajar por el costo de dos dólares a un lugar devastado, donde nos pagarán un dólar la jornada laboral.
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Pareciera que la intencionalidad de este gobierno siempre fue que las ideas del presidente van porque van. La política no es negociación, respeto a los derechos humanos, leyes progresivas y pensar en generaciones futuras. Para esta administración, y parece que para las que vengan, la política es la seguridad a través del miedo, llenar el territorio de militares como lo vienen haciendo desde hace tres sexenios y otorgar beneficios en forma de programas sociales, que benefician de manera individual, apuntando a la parte más añeja, de la interpretación neoliberal que tanto desdeñan: el individualismo a ultranza.
Rulo Zetaka: escritor, defensor de derechos humanos y docente universitario. Desde sus primeros pasos habita la península de Yucatán, y desde hace más de una década se preocupa por su territorio. Escribe crónica, cuento y opinión política desde una mirada intercultural para la defensa de los territorios.
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