UNA PAREJA DISPAREJA.
Yo tuve dos infancias. Y dos abuelas: una buena y otra mala. La presencia constante de una y la interminencia de la otra, hicieron que la historia de mis pocos años se escribiera bifurcadamente, al grado de hacer de mí dos niñas opuestas, una que amaba y otra que odiaba.
Mi abuela buena era la abuela de mis vacaciones, la materna, claro. En la escuela yo no hacía más que contar los días que faltaban para las treguas de agosto y diciembre. Me esforzaba para sacar adelante el grado en curso, de tal suerte que no se me regateara el premio a volar a sus brazos, moldeados a fuerza de las tortillas del tamaño de un mantel que forjaba desde chiquita, y el hecho de que viviera en una casona donde pasaban cosas raras era un encanto adicional. Mi abuela buena traía espíritus malosos. De niña vio unas patas de macho cabrío pendiendo, estremecidas y peludas de las copas de un árbol, y yo siempre diciendo: anda Mamá, anda, vuélveme a platicar la historia de las patas peludas, anda…
Y así, entre aquellos cuentos y juegos, me forjó ideas sanas y sabias, por eso cuando supo que me iba a casar con Pedro, un mecánico que era muy trabajador, pero que siempre andaba lleno de grasa y que comía sin lavarse las manos, además que tomaba cerveza y ya tenía una panza de oso. Puso el grito en el cielo, me mandó llamar y durante toda una tarde me estuvo previniendo de lo que sería de mí si me casaba con aquél que para ella era un pelafustán. En cambio mi abuela buena me dijo todo lo contrario, ese muchacho te hará feliz, ya no existen jóvenes como él, pobre pero decente y trabajador, además siento que te dará buenos hijos, yo estaré encantada de tener muchos bisnietos.
El amor es así: ciego. Le hice caso a mi abuela buena. Me casé con Pedro, nos fuimos a vivir a una casa que compramos entre los dos, no era grande pero eso sí, tenía un bonito jardín, una sala que mandé alfombrar, una cocina de muy buenos materiales y una recámara con cama grande, con colchas, almohadas y edredones. La habitamos al regreso de nuestra luna de miel, por cierto, en ese viaje pude darme cuenta de la falta de educación de Pedro, no sabía ni como usar los cubiertos, le gustaban las fritangas, los tacos de panza y buche, pero lo peor, es que siempre tenía que comerlos con cerveza y sus eructos eran escandalosos y entre ese apestoso sifón, expandía un mal olor a varios metros de distancia.
Ahora han pasado seis meses, no me he embarazado porque me he estado cuidando, y estoy pensando en seguirlo haciendo, pues no estoy segura de durar mucho con Pedro y creo que no será posible crear una familia con él. Nuestra casa es ya casi igual que un chiquero porque él no le tiene respeto, llega a casa lleno de grasa se sienta en los sillones y ya están todos manchados, la alfombra también tiene manchas, tantas, que ya no se sabe de qué color es, las huellas de sus dedos y manos están por toda la casa porque siempre les tiene manchadas de grasa, no se las lava ni para comer, ni cuando sale del baño. Se hurga las narices delante de la gente y habla peor que un sicario preso en Bachigualato.
El otro día vino mi abuela mala y me dijo que le tuviera paciencia, segura estaba de mi sufrimiento y eso le agradaba. Alegre aseguró que Pedro no tardaría en cambiar, pero mi abuela buena, con tristeza me dice: palo que nace torcido, jamás su rama endereza. Creo que tiene razón. Ya no aguanto a Pedro, lo peor vino hace apenas unas horas, llegó borracho, le reclamé porque se acostó con la ropa y hasta los zapatotes puestos, todo lleno de grasa, ya se imaginaran como dejó la cama, dormido parecía un marrano de engorda y sus ronquidos no me dejaron dormir, pero lo que si no había hecho y lo acaba de hacer es que se cagó en los pantalones. ¡Sí! ¡Se cagó! ¿Qué hago? Si hay alguien que pueda me decir que hago, por favor háganlo. Estaré esperando sus consejos en el correo que viene al calce de este mensaje, se los voy agradecer con toda el alma.
Desesperadamente.-La Chofi.
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