“¡Que se me acabe la vida frente a una copa de vino!”, eso dijo. Sí, eso dijo el titánico compositor cuando el doctor le anunció que debería dejar el alcohol si quería seguir viviendo. Abandonó el consultorio y escribió tremenda frase. El dictamen galeno no lo hizo retroceder ni tantito. Era su elección y con eso no se puede. El cantante estaba en edad de merecer, en plenas y propias, aunque mermadas, quizá, facultades mentales. Así que con tremendos ahíncos nadie se mete. Eso se dijo, en plena encerrona, cuando escuchó al hombre de la Central de Abastos decir: “Estaremos laborando hasta que nos mate el coronavirus”. Nada que alegar. Así de determinante, así de fuertes y poderosas son las decisiones que van marcando la vida. Aplaudo tan heroico carácter —el de estos dos hombres—, pero yo, tan cobarde y asustadiza, me sigo aferrando a la vida, tal y y como le aprendí a la tía Juana: en la perfecta aversión a las múltiples formas de muerte.

Encuarentenada. Privilegiada, sí, ante el pronóstico sanitario, pero me niego —si algo queda de mi—, a celebrar el tostón entre cuatro paredes partiendo un pastel dorado. Irreverente. Veo las trágicas noticias y agradezco mi covacha. Reviso los mensajes y no faltan las recomendaciones y los improperios: no, eso no es verdad, claro que sí, lo que pasa es que eres un idiota demente y no te fijas, el idiota serás tú que ni sabes leer.

Me desconecto y decido quedarme con el reporte vespertino que manda mi vecina; ella sí que está enterada. Reviso el montoncito de libros que aparté para la cuarentena y elijo. Abro el de Kerouac y que brinca la foto. Allí estamos él y yo, tirados en la alfombra revisando los destinos. ‹‹En dónde queda la Patagonia, muchacha, déjate de cosas››; siempre la voz de mi madre. Lee el reverso de la foto: Kerouac fue un profeta que anduvo en el camino y habló de lo que vio, sintió, aprendió. Para que hoy, muchos, sin saberlo lo estén viviendo. Y para que muchos recapaciten sobre la obra que llamaron de quinta categoría y vean que no les ha quedado otra cosa que seguir las huellas de Jack Kerouac, en el camino… de entre las hojas cae una nota: “Aquí no hay guaifai, hablen entre ustedes”… encendió la laptop, tenía que anotar las ideas. Entran los mensajes; sólo revisa el de su amigo Rojo: “El deceso de mi abuelita, decía, partió a sus 90 años”. Dejé de mis tontos recuerdos y leí su nota.

Qué despedida más amorosa escribió para ella. Cuánto dolor siente mi amigo al saber que partió para encontrarse con otros astros. Nos compartió sus desvaríos y cómo, cuando él llegaba, a veces no sabía quién era, le decía: Señor, que bueno que ya se casó con esa linda muchachita. Otras la encontraba más cercana y la escuchaba decir: Mi nieto está saliendo en la tele, lo estén entrevistando, es un hombre famoso.

Yo leía e imaginaba su tristeza. Decía lo que la admiraba cuando la llevaba al Zócalo y se inclinaba a juntar basura para que ese espacio tan hermoso estuviera limpio y bonito para todos. En casa se encargaba de alimentar al gato, y quererlo siempre a él, como sabe que nadie más lo hará. La velaron en un lugar desolado; no hubo ningún alma que los acompañara. Todos en cuarentena. “Quédate en casa”. Mi amigo se encuentra ahora con la cajita de cenizas en las manos, palpa su tibieza y la lleva con él; la coloca en el buró, a un lado de su cama. Pone música y le canta bajito, la acompaña en su viaje, la encamina a su morada… Yo cierro mis libros. Me sirvo una cerveza y siento que nos faltan los abrazos.

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