La crisis del precio del maíz volvió a colocar al campo mexicano en el centro del debate. Productores bloquean carreteras porque vender la tonelada entre 3,300 y 4,000 pesos, cuando producirla cuesta más de 5,500, es trabajar a pérdida. Importaciones baratas, insumos caros y un modelo agrícola debilitado explican parte de la inconformidad; pero el problema no termina ahí.
En México, la agroindustria arrastra prácticas que poco tienen que ver con la dignidad: precariedad laboral, explotación infantil y degradación ambiental.
Las personas que trabajan en actividades agrícolas ganan, en promedio, entre 2,700 y 3,000 pesos mensuales, muy por debajo de lo que necesitan para vivir. Aunque el salario mínimo ha crecido, en el campo predominan el pago por destajo, la informalidad y la ausencia de seguridad social. Frente a ello, surge una pregunta clave: si el precio del maíz aumentara, ¿se repartirían las ganancias equitativamente o seguirían quedándose arriba mientras los salarios permanecen inmóviles? En muchos campos, cuando mejora el ingreso, la utilidad se concentra en el patrón y el jornalero apenas ve un cambio. Para todo derecho exigido —como un precio justo— existe una responsabilidad: distribuir el valor generado con justicia.
El trabajo infantil es otra pieza dolorosa de esta realidad. En Sinaloa, se estima que más de 59 mil niñas, niños y adolescentes participan en labores agrícolas. Una parte significativa proviene de Guerrero, Oaxaca y Chiapas, trasladados con sus familias en temporadas de cosecha. Muchos viven en cuarterías y realizan jornadas largas sin protección, expuestos a calor extremo, agroquímicos y riesgos físicos. La Comisión Estatal de Derechos Humanos ha documentado desde hace años la persistencia de este fenómeno, normalizado en los campos.
Las condiciones laborales de los adultos tampoco muestran un panorama más alentador. La Unión de Jornaleros Agrícolas de Guasave ha denunciado reiteradamente la falta de contratos formales, la evasión de cuotas ante el IMSS y viviendas indignas para personas que viajan desde el sur del país para trabajar en la cosecha. La Ley Federal del Trabajo establece el derecho a seguridad social, un salario remunerador y un entorno libre de violencia, pero la realidad dista de la norma.
La tierra tampoco sale bien librada. El modelo agrícola dominante, basado en monocultivos extensivos, sobreuso de agroquímicos y explotación intensiva del agua, ha acelerado la degradación del suelo. El propio FIRA (Fideicomisos Instituidos en Relación con la Agricultura) ha señalado que el sector es simultáneamente víctima y generador de impactos ambientales severos. La rehabilitación del suelo y la agricultura regenerativa existen, sí, pero siguen siendo prácticas marginales frente al modelo intensivo tradicional.
En materia de transparencia, cerca del 80% de las grandes empresas mexicanas reportan indicadores ESG; sin embargo, en la agroindustria y particularmente en Sinaloa, publicar informes de sustentabilidad es la excepción. La mayoría de los campos opera sin reportar impactos ambientales, condiciones laborales o cumplimiento de derechos humanos.
Sí, el precio del maíz es injusto para los pequeños y medianos productores. Pero también lo es que miles de jornaleros vivan con salarios mínimos, que niñas y niños sigan trabajando y que la tierra se agote sin un plan de regeneración. La discusión no puede centrarse solo en cuánto debe pagarse por tonelada, sino en qué modelo agrícola queremos construir: uno sostenido por subsidios y bloqueos, o uno que distribuya beneficios con equidad, erradique el trabajo infantil, rehabilite los suelos y garantice dignidad a quienes siembran el alimento que llega a nuestra mesa.
Porque si el agricultor exige justicia, también debe practicarla. No habrá agricultura próspera mientras la ganancia siga concentrándose arriba, la infancia permanezca invisibilizada y la tierra continúe pagando el costo oculto de nuestra indiferencia.
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