Cada vez que aparece un nuevo derecho laboral, surge la misma pregunta incómoda: ¿por qué quienes más necesitan reducir sus labores, ganar más y descansar mejor, son quienes más se resisten? La discusión sobre las 40 horas no reveló falta de información: reveló miedo, desgaste y una precariedad tan normalizada que ya parece sentido común.
Pasa con las 40 horas, pasó con el doble de aguinaldo, pasó con dos días de descanso, y pasará con cualquier otra mejora que toque esa frontera invisible donde se cruzan el cansancio y el miedo a perderlo todo. Porque sí: aquí, defender derechos laborales es casi ofensivo, Como si exigir lo mínimo fuera un gesto de desagradecimiento.
Y es que el problema no es la reforma. El problema es lo que la reforma desnuda.
Desnuda que normalizamos trabajar exhaustos. Expone que la vida está tan apretada que cualquier descanso parece lujo. Exhibe que hay quienes pasaron décadas sin vacaciones, sin seguridad social, sin contrato, y que ahora sienten que “sus sacrificios” pierden valor si otras personas no tienen que sufrir lo mismo.
Pero también desnuda algo más incómodo: que millones de personas han construido una identidad desde la precariedad.
Una especie de orgullo raro que dice “a mí me tocó duro y no me quejo”, como si aguantar vara fuera virtud y no consecuencia de un sistema que siempre les mantuvo abajo.
Por eso, cuando aparece la posibilidad de trabajar menos horas o de recibir más aguinaldo, mucha gente no piensa: “Uy, ¡por fin nos toca!”
Piensa: “Seguro nos van a correr”, “no es viable”, “yo así estoy bien”, “si quieren ganar más, que trabajen más”
(Spoiler: está comprobado que las nuevas generaciones trabajamos más por menos beneficios).
Esa es la tragedia: la precariedad tan interiorizada que termina pareciendo sentido común
Y claro, las cámaras empresariales felices. Porque nada les funciona mejor que tener una clase trabajadora peleándose entre sí por “merecer” un derecho que debería ser universal. Mientras tanto, ellos no le pierden: rotan personal, aplican el mismo sueldo en jornadas que se extienden, reparten cargas de trabajo… y, si pueden, suben precios para compensar. El costo nunca lo absorbe quien acumula riqueza: lo absorbe quien trabaja para vivir.
Lo verdaderamente grave es que muchas opiniones vienen de la misma clase que ha sostenido este país sin reconocimiento: mujeres que trabajan jornadas dobles (la del empleo y la de cuidados), personas sin contrato, trabajadores informales que nunca han visto un día de descanso pagado. Y aun así, repiten el discurso del patrón como si fuera sentido común, no como lo que es: un miedo heredado.
Aquí es donde entra la pregunta incómoda: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar un derecho?
Porque aceptar un derecho implica aceptar que hemos vivido sin él. Que llevamos años llamándole normal a lo que nos dolía. Es aceptar que lo que llamamos vocación o sacrificio era abuso firmado con nuestra necesidad. Duele, porque al mirarlo de frente, entendemos que todo ese desgaste no debió ocurrir, que no solo nos explotaron, sino que aprendimos a agradecerlo… y que no hay como regresar todo eso.
Aceptar eso duele.
Pero también abre la puerta para imaginar otra vida. Una en donde “trabajo digno” no sea un eslogan de campaña, sino una realidad cotidiana. Una vida donde trabajar menos no sea sinónimo de flojera, sino de equilibrio. Una vida donde la felicidad no esté reservada solo para quienes puedan pagarla.
El problema no es querer vivir mejor. El problema es cuando la clase empresarial insiste en la idea de que exprimirnos es “necesario para el progreso económico del país” … como si el país fuera únicamente ellos. Presumen de arriesgarlo todo, cuando sus negocios están asegurados, mientras la clase trabajadora pierde horas de sueño, movilidad, salud mental y años que no vuelven.
Hablan de sacrificio, pero ¿quién se sacrifica realmente? ¿Quién llega a casa con dolor en las manos?
¿Quién vive con ansiedad por un sueldo que no ajusta? ¿Quién envejece diez años en cinco? Desde luego no ellos.
Lo perverso es que pretendan que los trabajadores agradezcan la oportunidad de entregarles su vida a plazos. Como si las ganancias, no salieran del tiempo que les quitan.
No es radical exigir descanso, dignidad y derechos. Radical es creer que nuestras vidas se cotizan en menos que eso. Porque nada duele más que descubrir que para ellos nuestra dignidad siempre ha valido menos que su ganancia…
Y que fuimos nosotros mismos quienes aprendimos a soportarlo en silencio.
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