La cultura de la cancelación se ha vuelto el pasatiempo favorito de internet. Hoy cancelan a un artista, mañana una tienda; pasado mañana a una mamá que dijo algo “incorrecto”. Pero vale la pena preguntarnos en serio – sin dramatismo, sin discursos reciclados-: ¿sirve realmente cancelar?
La respuesta corta es sí… pero casi nunca como la usamos.
Cancelar, funar o boicotear implica retirar apoyo, dejar de consumir, recomendar y aplaudir a una persona o servicio que hizo daño. No es nuevo. La diferencia es que ahora lo hacemos desde el celular y sin preguntarnos qué queremos lograr.
¿Entonces cuando sirve?
Funciona cuando logra afectar algo real: dinero, reputación o poder. Como ejemplos claros:
Si una empresa viola derechos laborales y miles de personas dejan de comprar, pierde dinero; por lo tanto, cambia sus políticas.
Si un influencer comete violencia y pierde contratos, presentaciones y patrocinios, entonces su impunidad se fractura.
Si un movimiento organizado señala un patrón sistemático (como #MeToo) se abren investigaciones y se activan protocolos.
En resumen, cancelar sirve cuando la presión colectiva obliga a una institución o a una persona con poder a responder.
Para ello, el escrache no es suficiente. Se necesita:
Organización,
Objetivos claros (queremos que renuncie, queremos sanción, queremos protocolos)
Continuidad, no solo un día de furia en redes
El cambio estructural no viene del escándalo. Si cancelar no va acompañado de procesos, protocolos y comunidad, entonces solo es ruido.
Y quiero detenerme acá. Porque a partir de este punto, la conversación ya no es técnica. Es íntima. Es política. Es humana.
Porque detrás de cada “cancelación ejemplar” siempre hay alguien que sufre en silencio, alguien aterrado, alguien sin herramientas. Y no hablo de las grandes figuras que acumularon poder por años. Hablo de las personas comunes: personas precarizadas, jóvenes sin redes de apoyo, familias que ya arrastraban violencias antes del señalamiento público
Cancelar sin acompañar se vuelve entonces un castigo vacío. Lejos de ser una herramienta para el acceso a la justicia caemos en el punitivismo. Castigo por castigo. Dolor por dolor.
Un señalamiento mal dirigido puede destruir a alguien que no tiene recursos para reparar, ni para defenderse. La víctima del agresor en cuestión puede quedar más sola que antes: sin reparación ni herramientas. Y la comunidad que gritó durante unos días, desaparece cuando el tema deja de ser tendencia.
Las víctimas no necesitan linchamientos, necesitan procesos. Pueden ver a su agresor hundirse en público y aun así no recibir un proceso legar o una garantía de no repetición. El dolor colectivo se libera un hilo de comentarios, pero la persona que fue dañada sigue viviendo las secuelas sola, sin contención, sin comunidad, con casos que no se investigan y con agresores que no aprenden nada. Porque el punitivismo digital genera personas asustadas, no responsables. Gente que teme ser señalada, no gente dispuesta a transformarse.
Sin embargo, hay cancelaciones que no nacen del capricho ni del espectáculo, sino de la urgencia. De esas situaciones donde las víctimas piden ayuda y las instituciones simplemente no responden. La exposición pública, entonces se convierte en una herramienta de presión, que, por desgracia, es la última opción para obligar a un agresor a dejar de negar, de minimizar o de refugiarse en el silencio. No se trata de destruir por deporte, sino de forzar una grieta en un sistema que suele encubrir, retrasar o ignorar. La vergüenza pública, cuando viene acompañada de sustento y de comunidad, no es venganza: es el empujón necesario para que un proceso avance, para que una víctima deje de hablar sola.
¿Entonces? ¿qué hacemos?
Volver a la raíz: acompañamiento, procesos, comunidad, exigencias claras. Nombrar lo que pasa, sostener a la víctima y ofrecer vías de reparación. Presionar a las instituciones siempre apuntando hacia arriba, nunca hacia abajo.
Tal vez la pregunta no es a quién cancelamos, sino qué hacemos después del ruido. Ahí es donde se mide si buscamos justicia o solo alivio momentáneo.
Cancelamos fácil, pero reparar… reparar es otra historia. Y ahí es donde realmente empieza la política.
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