El hombre me hablaba por teléfono y yo sólo recordaba a mi amigo. “Tienes que volver”, escuchaba en la bocina. Era mi oportunidad para volver a ser un hombre bueno. Ya había pasado media vida y yo estaba a salvo del otro lado del mundo; aun así su recuerdo no me abandonaba nunca. Lo pensé, una sola visita era suficiente, podría regresarle la alegría y a mí podría regresarme la hombría, esa que fui perdiendo poco a poco cuando cada vez él sacaba la cara por mí cuando los tiempos fueron difíciles. “Por ti lo haría mil veces”, volvía a resonar en mi cabeza. Siempre lo insultaron, lo golpearon; era el momento de volver, de abrazarlo, de hacer algo por él, por mí. ¿Cómo empezar, qué podría decirle?, que ahora yo me encontraba viviendo cómodamente en la ciudad y que él se había quedado en el pueblo, él que siempre fue valiente, él un hombre de palabra… la vida no era justa, yo lo sabía. Él se había quedado en el pueblo, vivió sin comodidad. Lo único que yo quería era que él leyera mis historias, que supiera que él era el héroe, el protagonista. ¿Le serviría de algo?… Ahora yo me encontraba del otro lado del mundo, hablando por teléfono y viendo a través de la ventana el amplio jardín de mi casa y mi hijo en la puerta esperándome para ir a volar un papalote de colores. “Mil veces lo haría por ti”, le repetí a mi hijo lo que él me había dicho siempre. Él no era nada mío… si es que ser amigo no fuera suficiente. Colgué. Una vez más me olvidé de él. Tomé la mano de mi hijo y regresé a ser el cobarde de siempre.

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