Por Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan

Se vislumbra un verano desalentador para las familias jornaleras indígenas de la Montaña de Guerrero, sobre todo, por la sequía. Los cambios drásticos de temperatura son alarmantes en una región mayormente boscosa, donde nacen los dos grandes ríos que alimentan al estado de Guerrero: el Papagayo y el Balsas. Los incendios en el municipio de Cochoapa el Grande, Metlatonoc y Tlapa, así como la tala de árboles de empresas madereras y el saqueo de arena en los ríos son algunos elementos de impacto en el medio ambiente.

Con el tiempo los cerros agrestes se han ido deteriorando por la disminución de la vegetación y por el huracán Ingrid y Manuel. En algunas comunidades los ríos están muriendo o en el mejor de los escenarios sus aguas disminuyen considerablemente. El cambio climático es una realidad que llegó a las comunidades indígenas. Las olas de calor han golpeado muy fuerte este 2024 en la entidad y en la Montaña. La información del Consejo Nacional del Agua (CONAGUA) y el Servicio Meteorológico Nacional, publicada el pasado 18 de abril, revela el mapa de la sequía de 19 municipios de la Montaña, los más graves son Cochoapa el Grande, Metlatonoc y Alcozauca con sequía severa; 14 municipios están en sequía moderada y dos anormalmente secos.

Las familias jornaleras que salen mayormente de 12 municipios experimentan la incertidumbre de los efectos de la sequía severa y sequía moderada que presentan en estos días. Coincidentemente tienen un índice de marginación alto, la pobreza es desquiciante, hay un rezago educativo histórico y la desigualdad social es atroz. La única alternativa de sobrevivencia es enrolarse como trabajadores en los campos agrícolas, y en temporadas de lluvia los que cuentan con tierras siembran su maíz, frijol y calabaza en tlacolol, tierras semidesérticas y accidentadas.

El jornalero Lucio Nava Paulino, originario de la comunidad ba’thaa de San Pedro Acatlán, municipio de Tlapa, tiene esperanzas de que será un buen temporal. Los sabios de la localidad ofrendaron a Begó (rayo), en el cerro más alto el 24 de abril, para pedir buenas lluvias. Estuvieron toda la noche rezando para que mande agua y en el mundo no haya guerras. El humo de copal se perdía en las sombras de los árboles, las flores en la tierra y el resplandor amarillento de la luz que desprendían las velas hacían el momento mágico y sagrado. En estas tierras áridas las familias no tienen más salida que esperar a Begó, porque las autoridades municipales, estatales y federales orbitan en otra dimensión de la realidad.

Lucio es parte de los más de 12 mil jornaleros y jornaleras de la región que migraron a los campos agrícolas del norte de México en el 2023. Tiene 22 años migrando, cuando tenía 18 años salió por primera vez a Guasave, Sinaloa; luego a San Quintín, Baja California; La Paz, Baja California Sur y a Yurécuaro, Michoacán, al corte de melón. En estos últimos cinco meses ha estado trabajando en el campo agrícola El Serrucho en Villa Unión, Sinaloa, en el corte de chile jalapeño, serrano y habanero, jitomate y tomate de cáscara; “hay días que llenamos hasta 15 torton”.

“Yo me vine con toda mi familia. Somos 24 integrantes entre mi esposa, mis hijos, nietos, nietas, yernos y nueras. Es la manera para ahorrar algo de dinero. Ahorita estamos ganando 230 pesos cada persona al día, de las 7 de la mañana a las 5 de la tarde”. Es evidente que Lucio gana menos del salario mínimo del 2024 que corresponde a 284.42 pesos al día. Además, las jornadas laborales son extenuantes, las empresas agrícolas no respetan las 8 horas de trabajo como derechos conquistados. La familia de Lucio tiene un ahorro de 30 mil pesos entre los 20 que trabajan, cada uno tendrán una ganancia de mil 500 pesos en cinco meses.

El raquítico salario es insuficiente para los gastos de la alimentación porque tienen que comprar la maseca, huevos, chile, arroz, frijol, sal y aceite. Algunas familias tienen que pagar una renta de 2 mil 500 hasta 3 mil pesos. Lo peor de todo es cuando se enferman porque no sólo tienen acceso a la salud limitada, sino que muchas veces no son atendidos por discriminación. Los enfermos tienen que trasladarse al hospital o a un centro de salud cercano. A pesar de sus malestares tienen que cumplir con su trabajo para recibir el pago. A los empresarios sólo les importan sus ganancias.

Las familias jornaleras no sólo se enfrentan a los surcos de la explotación, los insecticidas o hasta a la misma muerte, también a la violencia delincuencial. “Aquí no puedes salir como quieras porque los hombres armados te chingan. Gracias a Dios uno sólo se dedica al trabajo, y llegando a bañarnos, lavar la ropa o los trates, comer y a descansar porque al siguiente día hay que levantarse a las 4 o 5 de la mañana para ir a trabajar. La gente armada ya nos ubica que somos jornaleros. Si no les haces nada todo está tranquilo. Nosotros no tenemos miedo porque no hablamos mal de ellos, aunque hay veces que sí han asesinado a jornaleros. Cuando pasan no nos dicen nada porque no andamos robando. A veces pasan con un chingo de carros, pero cuando nosotros ya estamos saliendo del trabajo con nuestros niños y los botes que ocupamos para el corte de chile”, relata Lucio.

El 8 de abril les tocó el eclipse solar en los surcos de chile jalapeño. Se tuvieron que suspender las labores. “Ahí vimos cuando se murió el sol, todo se puso oscuro. Nos cubrimos en una casa y nadie salió. Los vehículos prendieron sus luces. Los niños y niñas empezaron a llorar por miedo, así que cerramos todo hasta que pasó”. Al día siguiente volvieron al trabajo. Para la familia de Lucio son los últimos 20 días de trabajo porque el corte de chile, jitomate y tomate se está acabando. Lo que le preocupa es el agua porque regresando a su comunidad va a empezar a preparar su pedazo de tierra para sembrar.

San Pedro Acatlán se ubica en una cordillera poblada de pequeños árboles, pero sin agua. El río corre muy abajo y no la pueden subir con mangueras. Lucio afirma que “el gobierno metió una bomba de agua en el río, pero no sube nada. El tubo está descompuesto, no sirvió para nada. Tenemos que estar comprando pipas de agua en mil 800 pesos cada 4 días. Sufrimos mucho de agua. Cuando llegue a mi comunidad tendré que comprar una pipa de agua en Igualita, a media hora, para llenar un tambo. Si las lluvias se tardan vamos a estar comprando. El tiempo está muy seco. Aquí en Sinaloa hace mucho calor, pero al menos podemos conseguir algo de agua”.

El calor en la comunidad está a 37 grados centígrados. La sequía es la preocupación de Lucio, así como muchos jornaleros que tienen su tierrita para sembrar. Todo depende de la lluvia, mientras, no sabe si va a dar tiempo de sembrar. Sin embargo, regresa con la idea de limpiar su parcela para que esté listo en las primeras lluvias. El año pasado también sembró, pero casi no llovió y la milpa se secó porque las últimas aguas fueron con granizo, y aunque se salvaron unas ya no tuvo buena cosecha. Con la suerte de su lado ha sacado hasta 15 tambos de maíz, una parte la vende a 15 pesos el litro en la comunidad de Cahuatache. El año pasado no les alcanzó para comer y por eso toda la familia tuvo que enrolarse a los campos agrícolas.

“Estamos sufriendo en las comunidades de la Montaña porque no tenemos para comer. Sólo los que saben leer y escribir están en la oficina, pero nosotros tenemos que trabajar en los surcos de chile para ganarnos un poco de dinerito. Un día nos va bien, pero otro día nos va mal. Nuestra vida es una ruleta. Lo que más padecemos es la escasez de agua. Está toda seca la tierra, solo el remolino de viento la juguetea. Hay carretera, pero con derrumbes y la luz se va con los vientos fuertes. Esperamos que el gobierno nos ayude, pero ni sabe que existimos. Lo que ganamos en Sinaloa se va acabar para la compra de agua, alimento y los gastos para la siembra de maíz”, cuenta Lucio.

Varias familias como la de Lucio vuelven a los campos agrícolas de Sinaloa a fines de este año, después de la fiesta de la virgen de Guadalupe el 12 de diciembre. Tiene que esperar la cosecha y corte de zacate si el temporal se lo permite. Es la historia de muchas familias jornaleras, pero las que no cuentan con tierras tienen que seguir de campo en campo para sobrevivir al hambre. Las y los jornaleros están en el sótano del olvido, y durante años han sido los damnificados eternos. Es importante que a estas alturas de supuestos cambios en el gobierno se les respete al menos el salario mínimo que por derecho tienen, porque no son personas de segunda.

Este 2024 pinta gris con la sequía registrada en estos meses en la espesura montañosa. En las familias jornaleras, vulnerables históricamente, se acentuarán los índices de pobreza, enfermedades, desnutrición en los niños y niñas, y habrá un aumento de los flujos de migración a los campos agrícolas. Las brechas de la desigualdad social y económica se van a zanjar aún más. En estos meses los incendios forestales en la región complementan las altas temperaturas, síntoma de una alarma ambiental y un desequilibrio que azotará más a las poblaciones vulnerables: la población jornalera. Es un escenario alarmante que las autoridades estatales y federales no quieren ver para tomar acciones urgentes en términos de ayuda humanitaria. Es claro que mientras los tres niveles de gobierno no implementen políticas integrales de Estado para el florecimiento de las comunidades indígenas, las familias jornaleras van a seguir enrolándose en los campos de la explotación por la sequía y por el hambre. Es la continuidad de la esclavitud del siglo.

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Esta columna fue publicada originalmente en Pie de Página, que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes consultar su publicación original.

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