“Porque días llegarán en que la sangre de los sacrificados
inundará la conciencia del tiempo”.
Ramón Martínez Ocaranza

Por Rogelio Josue Ramos Torres / @rojosratos
Fotos: Juan José Estrada Serafín.

Los detonantes

En aquel junio de 2014, cuando lo apresaron, Marco tenía 22 años, nació en Otlán, Jalisco,  pero desde los 5 vivía con su madre en Coalcomán, Michoacán. Las cosas con la inseguridad  habían comenzado a complicarse años antes, pero en 2013 de plano se fue todo al carajo,  al menos para él y para su familia. Ya antes habían matado a su tío José, pero la larga zarpa templaria les habría de caer todavía con más brutalidad encima el 2 de diciembre de ese  mismo año. Sucedió cuando su hermano, de 18 años, y su tía, de 25, viajaban juntos con  rumbo a Colima. Un grupo de hombres armados los interceptó cuando pasaban por una  ranchería. A ella la bajaron primero del carro, a jalones, ante los gritos impotentes del  muchacho. Ahí mismo le arrancaron la ropa, la violaron entre tres y la golpearon hasta que  cayó inconsciente. Luego, uno de los sicarios se acercó al joven y sin más lo mató de un  disparo, le clavaron un cuchillo con una cartulina en un costado y arrojaron su cuerpo inerte  sobre la muchacha. “Eso les pasa por soplones”, escribieron.

Sobre la familia pesaban varias amenazas, todas sin fundamento, pretextos que los  templarios buscaron para condenarlos por el hecho de haberse negado a pagar las cuotas  exigidas. Los criminales la emprendieron entonces contra un primo de Marco que recién  había regresado de los Estados Unidos, también se negó. No tardaron en perpetrar la  represalia, y fue despiadada, demencial. Al primo lo levantaron. Cuando la familia de Marco  encontró su cuerpo, este no tenía los testículos, tampoco el ojo derecho, ni la lengua, ni una  oreja, ni ninguno de los dedos de las manos. El torso estaba marcado por diversos cortes de  arma punzocortante y siete heridas de bala. Tenía, además, varias partes carbonizadas.

Jorge rondaba los 19 años cuando le pusieron las esposas y lo llevaron a empujones a una  camioneta de la policía en ese verano de 2014. Nació en Chucutitán, un rancho como a unos  30 kilómetros del puerto de Lázaro Cárdenas. Era albañil y le tocó vivir en carne propia el  acoso templario. Una tarde vio cómo la gente que mandaba “El Bigote” le ponía a su abuelo  una pistola en la sien, obligándolo a arrodillarse. Querían que les entregara una camioneta  que había comprado recientemente. Era el año 2010, y, gracias a la intervención de un  conocido pudo negociar el asunto. Los delincuentes, sin embargo, compensaron lo perdido con lo que pudieron sacarle a un tío de Jorge, que vendía muebles en La Mira y a quien obligaron a pagar una cuota bajo la amenaza de matarlo a él y a sus hijos. Más tarde le  pidieron un millón de pesos, que el señor se negó a pagar. Estaba consciente de lo que eso  implicaba, y se preparó para las consecuencias. El día que llegaron por él los recibió a  balazos, pero traían más armas y no pudo con todos, ahí lo mataron. Le dieron un tiro de  gracia en la frente y aventaron su cadáver en una laguna cerca de Playa Azul. Apareció  flotando cuatro días después.

Ricardo tenía 26 años cuando le cayeron encima los federales en aquel sexto mes de 2014.  Entonces vivía en Caleta de Campos, trabajaba como campesino. Un día, un grupo de  hombres armados liderados por “El Chabelo”, el jefe templario del pueblo, se presentó en  la casa donde vivía junto a sus padres y otros hermanos. El delincuente les dijo que una  hermana de ellos, emigrada desde hace algunos años a Estados Unidos, le debía 15 mil  dólares. Le respondieron que, si aquello era cierto, ellos no podían pagarlo. Días después  levantaron a uno de sus hermanos en el tramo Caleta-Chuquiapan. Luego de algunos días  de buscarlo, un campesino de una localidad cercana les dijo haber visto que en una brecha  torturaron a alguien. Fue un 23 de marzo cuando junto a cuatro policías federales  encontraron su cuerpo, estaba quemado y parcialmente enterrado. Lo reconocieron gracias  a lo que quedó de una credencial para votar. Después sabrían que tenía también decenas  de huesos rotos.

Autodefensas, Michoacán,10 años

Las autodefensas en Michoacán cumplen 10 años de haberse creado. Foto: Juan José Estrada Serafín.

El contexto

Entre la policromática lista de causales que impulsaron el surgimiento de los grupos de  autodefensas en Michoacán entre los años 2013 y 2014, hay innumerables historias como  estas, que remiten a un hartazgo legítimo frente a un acoso criminal que germinó y se  agigantó gracias a complicidades políticas e institucionales que, salvo irrisorias excepciones, nunca fueron penalizadas. En esta historia, los seudónimos de los capos mafiosos más  temidos, el Chabelo, el Gori, el Bigote, el Quinientos, etc., están inevitablemente ligados a nombres y apellidos de políticos de viejo y nuevo cuño, pero también de empresarios sin  cuyos medios y canales comerciales la explosión de la delincuencia no puede sencillamente  entenderse. Crimen organizado, estado y empresarios, la trilogía que en Michoacán  alimenta y aceita la máquina del desarrollo, un conglomerado omnímodo y fáctico de  fuerzas cuyas tensiones, en los años posteriores al calderonismo, derivaron en un temporal  crítico que sacudió a un estado históricamente habituado a convivir con niveles de violencia  por encima de la media nacional.

El denominador común de los tres testimonios antes referidos es que sus autores estaban  entre los 82 hombres que fueron apresados junto a José Manuel Mireles, el 27 de junio de  2014, en La Mira, Michoacán. La mayoría eran costeños, residentes de pueblos como Caleta  de Campos, Chuquiapan, Las Peñas y La Manzanilla. Mireles, se sabe, estuvo rodeado de  perfiles tan variopintos como lo es el propio crisol social de la Tierra Caliente y de la Sierra Costa michoacana. Regiones donde, así como le sucedía al malhadado Jesús Pérez Gaona  del inefable José Rubén Romero, la muerte y las personas se hablan de tú desde hace un  buen rato y las lógicas de blancos y negros se quedan muy cortas para explicar la realidad.

Los de ese encarcelamiento eran en su mayoría hombres de trabajo, personas sencillas para  las que el yugo templario era ya insostenible, familias con hijas violadas, con hermanos  muertos, con padres torturados, con sobrinos desaparecidos, con madres amenazadas, con  casas arrebatadas, con bienes expoliados, a quienes la desesperación, y una añeja  imposibilidad de acceso a los canales institucionales, no dejó otro camino para tratar al  menos de contener un drama de dolor y sangre que para entonces se repetía por cientos en  esas regiones.

El fenómeno no era en absoluto aleatorio, el desinterés oficial saltaba a la vista exhibiendo  las falacias de un sistema supuestamente democrático, en el que la inclusión política es  propiedad exclusiva de unos cuantos, generalmente congraciados con los intereses del gran  capital. De eso hablaba el desdén de las autoridades, del sesgo policial característico de los  Estados que transitan a las fases más rapaces del neoliberalismo, en los que las funciones  de seguridad se centran en custodiar capitales y no personas, funciones que, en lugares  como Michoacán, se comparten desde hace mucho con los lugartenientes criminales. Un  esquema lógico considerando que, como apunta Salvador Maldonado (2014), el  narcotráfico es la cristalización de la misma organización económica, política y social de las  poblaciones y sus mercados. El problema fue que la grotesca ocurrencia calderonista de  2006 rompió los equilibrios de esa gobernanza político-criminal, provocando el brote de  múltiples fuerzas delincuenciales que terminaron por hacer metástasis en el tejido social, y  los anticuerpos de este, a su vez, por reaccionar.

Frente a las autodefensas, el gobierno federal adoptó una actitud errática, que un gobierno  estatal representado por Fausto Vallejo, un mandatario de pacotilla, con distintos matices,  replicó. Las posturas de políticos y funcionarios del régimen oscilaban entre el silencio, la  simpatía y la condena. Finalmente, la ambivalencia y el pragmatismo se impusieron como la  constante que guio el proceder de las autoridades (Guerra Manzo, 2015), y, así, el gobierno  se reservó el derecho de clasificar a buenos y malos de acuerdo con sus propios intereses.  Hipólito Mora y José Manuel Mireles, los líderes más radicales y reacios a la negociación,  fueron entonces separados del resto y colocados bajo una etiqueta distinta, una marca que,  a la postre, habría de decidir sus destinos.

Esos liderazgos ostentaron desde el inicio una capacidad de aglutinamiento de la  indignación social que cundió velozmente en el territorio estatal, y que, por lo tanto,  amenazaba los intereses de la plutocracia en el gobierno, cuya vocación capitalista no se  distanciaba, en esencia, de aquella criminal. Por eso, la estrategia para el apaciguamiento  fue en buena medida la de reordenar la relación Estado-grupos criminales, orientada a  calmar la superficie de las cosas, y a inhibir el incendio social que se extendía por todo  Michoacán.

Como corolario, vendría el manotazo gubernamental, el castigo ejemplar a los rebeldes que  se negaron a plegarse a las decisiones de la administración peñanietista. Al gobierno no le  preocupaban las causas del problema, su interés estaba, más bien, como señaló en su  momento Martha Olivia Arias (2014), en montar la ilusión de la “vuelta a la normalidad”. Un  subterfugio obligado ante la amenaza que el brote de las autodefensas significaba para un  Estado en franco despliegue neoliberal, que se aprestaba, mediante una serie de reformas  estructurales, a rematar el patrimonio nacional. No fue casualidad que, tras haber recorrido  una buena cantidad de poblaciones, el arresto de Mireles ocurriera precisamente en la zona  costera donde se concentran las hegemonías industrial y política que controlan  históricamente el desarrollo de la región, y, en no menor medida, del estado.

La detención

El arresto fue una puñalada a traición para quienes, con todo y sus contraluces, se habían  encargado de hacer lo que el gobierno no hacía, proveer seguridad y defender a la población  frente al embate criminal. A Mireles, según se dijo, lo había convocado la gente de La Mira  y de Acalpican para que les ayudara a constituir su consejo de autodefensa. De ahí se  lanzarían sobre el puerto de Lázaro Cárdenas y, si todo salía bien, enderezarían después  baterías rumbo a la capital. Fue el propio Mireles quien invitó a ese mismo acto a los grupos  de autodefensa de los pueblos vecinos. Algunos aceptaron con recelo, el mes anterior, una  patrulla militar había intentado llevarse a los pobladores de Caleta de Campos que hacían  guardia en su barricada. La población salió a defenderlos y frustró el intento. Pero en La Mira  las cosas iban a ser distintas.

Dicen que eran como 600 entre militares, federales, marinos y ministeriales los que  rodearon aquella tarde el pueblo. Dicen que fue el sobrevuelo de un helicóptero  merodeando a pocos metros del suelo el primer mal augurio. Dicen que, habiendo caído el  doctor, sonaron balazos y hubo persecuciones en algunos barrios y en los alrededores de la  localidad. Dicen que no fue la falta de valor sino la confusión lo que neutralizó la reacción  de los cientos de jóvenes y hombres ahí presentes convocados por la carismática figura de  Mireles. Lo que, en todo caso, a los 82 hombres detenidos ese día no se les olvida, es el calor  inclemente de la costa haciendo hervir el fierro de las cajas de las camionetas a donde  fueron arrojados, con las manos atadas, con la cara pegada a la lámina, unos sobre otros, como pacas apretujándose en montones. Ahí, expuestos deliberadamente a padecer un sol  lacerante, quedaron muchachos y hombres adultos con el cuerpo machacado a patadas y  cachazos, con los músculos punzantes, con huesos rotos, con pómulos tumefactos. Ahí  quedaron las heridas aun abiertas a merced de la sal que brotaba de la piel, ahí, la ropa del  compañero de estiba secó los hilos de sangre. Ahí, empezó la tortura, ahí, el castigo estatal  comenzó a destilar, lenta y contundentemente, sus efectos.

Luego de un par de horas los vehículos se pusieron en movimiento. La primera parada fue  en el Ministerio Público de Lázaro Cárdenas. Los que antes habían podido esconder entre  los calzoncillos el dinero que traían, lo perdieron en ese lugar a manos de policías y  funcionarios sátrapas que se los arrebataron sin dejar, claramente, constancia de su  existencia en documento alguno. Para varios de los detenidos, como Martín, proveniente  de La Coralilla, aquel fue un golpe duro, ese mismo día había vendido su cosecha de mango  y los ministeriales le robaron los 30 mil pesos del pago que llevaba en los bolsillos de su  pantalón. Los obligaron a hacer una fila. Quienes aún conservaban su teléfono celular ahí lo  perdieron también. Los tuvieron parados por horas, les tomaron los datos, y con la noche  ya entrada los volvieron a subir a las camionetas, que partieron de inmediato, siempre  esposados, siempre vigilados por un fuerte operativo. Por si no bastara con la inquina  policial, una lluvia nutrida los acompañó buena parte del camino, como machacándoles su  mala estrella. Varios tendrían complicaciones de salud los días siguientes. Se dirigían a  Morelia.

Llegaron de madrugada. En la Procuraduría había algunos reporteros, esperaban a Mireles,  pero entre los detenidos nadie sabía de él ni de sus escoltas. Para la mayoría, aquella tarde  fue la última vez en verlo. Los metieron al edificio, esta vez los separaron en pequeñas  celdas. Comenzaban la rendición de declaraciones. La naturaleza carroñera de los coyotes  de la Procuraduría se puso entonces en acto, funcionarios de grados menores, sin  identificación, comenzaron a rondar a los detenidos que aguardaban su turno, “¡ey tú!, 50  mil pesos para que te toque arma corta”.

A la mirada extrañada de los interpelados, el  oferente alargaba un poco la explicación: “es que si te toca arma larga no alcanzas fianza.  Por eso, con 50 mil lo arreglas, pero me tienes que dar ahorita la mitad. Si me dices que sí,  ahorita pido para que te dejen hacer una llamada, pero tiene que ser ya.” Al momento de  declarar quedaba todo más claro: las acusaciones que el gobierno les imputaba incluían los  delitos de portación de armas y explosivos de uso exclusivo del ejército. El parte policial  hablaba del hallazgo de armas largas e, incluso, drogas en los vehículos decomisados, un  burdo montaje plagado de infundios, orquestado desde las oficinas del funesto Comisionado para la pacificación de Michoacán, Alfredo Castillo Cervantes.

José Manuel Mireles, Michoacán, Autodefensas, 10 años

José Manuel Mireles fue uno de los fundadores y líderes de las autodefensas en Michoacán. Foto: Juan José Estrada Serafín.

La cárcel

Tras cumplir con los trámites de rigor, quedó formalmente inaugurada la sujeción de los  detenidos al patíbulo carcelario. El sábado 28 de junio, los 82 procesados se estrenarían  como reclusos de prisiones que, como las de todo el país, son mitad pocilga y mitad  matadero. Se encargaba, de esta forma, a los barrotes la tarea que los criminales habían  dejado inconclusa, la de doblegar de una vez por todas a quienes se habían erigido en  obstáculo para el control hegemónico de los territorios. A la dureza de la reclusión se  sumaba el hecho indignante de que ahí, en ese encierro, los que hasta horas antes habían  realizado actividades como autodefensas, coincidían ahora, en los Centros de Readaptación Social, con miembros de los grupos criminales, también presos, que ellos mismos se habían  dedicado a perseguir semanas y meses atrás. Autodefensas y templarios volvían a verse las  caras, esta vez como alfiles sobre el tablero de un sistema que mueve a su antojo las piezas,  en el que las rejas de la prisión, como escribió Revueltas, recrean también las de la vida, las  de la existencia.

Sin embargo, a pesar de todo, en aquellas primeras semanas luego del encarcelamiento, los  bríos del carácter calentano y serrano no dejaban de mantenerse a flote. Muchos de quienes  estaban ahora presos habían comenzado a cazar por su cuenta templarios, aun antes de que  Mora y Mireles se levantaran en armas. Ya como parte de los grupos de autodefensa, su  valor tampoco se había echado en falta. Eso no cambió durante los primeros meses de  prisión, cuando aún se escuchaban entre los detenidos relatos y anécdotas imbuidos de  tonos heroicos y grandilocuentes.

“¿Te acuerdas aquella vez que te paraste en medio de la  carretera tu solo y de siete balazos hiciste correr a tres camionetas?”, “… desde que estoy  con las autodefensas me han tocado doce encuentros contra sicarios. Para eso se enlista uno  oiga, para eso ofrece la vida, para limpiar nuestra tierra” (Javier y Martín, 27 y 48 años).

Quizá porque abrigaban esperanzas de salir pronto, quizá porque no creían, como decían  algunos, que “ahora resulta que es delito defenderse”, o quizá porque, según dice el  antropólogo Salvador Maldonado (2012), los individuos en la Costa y la Tierra Caliente se  construyen en oposición permanente frente al Estado, pero, en aquellos primeros meses de  prisión, muchos declaraban orgullosos su filiación como autodefensas.

“Nunca dejaré de ser autodefensa hasta que cambien las cosas y tengamos nuevas formas  de gobierno y se respete al pueblo. Estoy consciente de que tengo en riesgo mi vida, pero no  me asusta, la justicia vale mucho más y por ella seguiremos luchando. Soy autodefensa y  siempre lo seré” (José, 31 años)

“Yo por mi parte le digo que no descansaré hasta que capturemos al asesino de mi hermano,  que aún anda libre, por eso y todo lo que ha pasado soy autodefensa” (Alfredo, 28 años).

“Me integré al movimiento de las autodefensas con total compromiso y firme decisión de  hacer justicia y alcanzarla también para mi familia. Cuando me enteré del movimiento me  trasladé de Colima capital para organizar y hacer conciencia en la gente. Veo que nuestro  país sigue en picada y lo tenemos que levantar pueblo a pueblo, por el bien de nuestros hijos.  Por eso soy autodefensa, porque debemos de imponer un nuevo orden y nuevas esperanzas  a favor de nuestros hijos y los de México entero” (Martín, 48 años).

“Todos hemos sido víctimas de extorsión, teníamos que pagarles a los templarios si  vendíamos un puerco, un chivo, una vaquita. Así es que cuando nos dimos cuenta que en  Tepalcatepec se habían levantado en armas, nosotros en Caleta y en toda la Costa nos  preparamos para hacer nuestra propia defensa. Le entramos de frente cuatro hijos y yo, y  mire, aunque usted me vea viejo, nosotros estamos dispuestos a morirnos en esta lucha si  es necesario. Vamos a seguir luchando” (Carlos, 56 años).

Pero la suerte de estas personas apenas comenzaba a resentir el tránsito por el vil y tortuoso  aparato de justicia estatal. Estaban lejos de sus familias, para muchas esposas, madres y  hermanas de los detenidos, era imposible costear los gastos del pasaje desde la costa a la  capital. De suyo, eso complicaba en extremo las posibilidades de contactar con abogados  que pudieran encargarse de la defensa de los reos, teniendo sobre todo en cuenta que la  insuficiencia de dinero es un inconveniente mayúsculo cuando se sabe de antemano que la  justicia es un lujo reservado a quienes pueden costearlo.

La detención no solamente rompía la columna vertebral de un movimiento que se nutría en  buena parte de un hartazgo social genuino, también atacaba directamente a la moral de  poblaciones que habían encontrado en la autodefensa la última garantía de seguridad. Los  artífices de la detención sabían bien que el castigo no se queda en el cuerpo y la psique del  individuo, sino que golpea también a sus círculos más cercanos. Pueblos como Caleta de  Campos, quedaron entonces en el más completo desamparo. A los presos no les quedó otra  más que esperar que nada grave ocurriera, esperar que sus esposas, sus madres, sus  hermanas pudieran solas con el paquete de sacar adelante a sus familias, de administrar los  bienes cuando los había, y de capotearse a como fuera el amago criminal.

Las mujeres, por su parte, luego del encarcelamiento, lejos de arredrarse, comenzaron a  realizar eventos en favor de los detenidos. Salían a la plaza a colocar sus fotos, buscaban  donde denunciar la traición de Castillo, e, incluso, se fajaron las armas y ocuparon por unos  días el lugar de los hombres en la barricadas. Al menos hasta que las incursiones criminales arreciaron de nuevo, esta vez impulsadas por una abierta sed de venganza que ya no  encontraba obstáculos por delante. En aquel verano mataron a Ponciano Reyes Farías, líder  de la autodefensa de Chucutitán. También atacaron El Bejuco, y endurecieron el control  sobre pueblos como la Coralilla, playa Nexpa y Las Peñas.

Autodefensas, Michoacán, 10 años

Las autodefensas en Michoacán surgieron como última garantía de seguridad. Foto: Juan José Estrada Serafín.

El proceso

Alejados, como estaban, de sus familias, ignorantes de los procedimientos legales e  impedidos económicamente, la mayoría de los presos había quedado a merced no  solamente de todas las violencias ocultas tras el eufemismo “readaptación”, sino de  abogados y políticos mercenarios que vieron en los detenidos la oportunidad de obtener  beneficios. Una abogada de Apatzingán se dijo dispuesta a ayudar, fue en busca de los  familiares, le pidió a cada uno 15 mil pesos para los primeros trámites y les ofreció un plan  de pagos accesible. Quien pudo, entregó el dinero. Algunas madres, que habían quedado  solas con los nietos, se endeudaron para cubrir el monto inicial, y lo siguieron haciendo con  los pagos sucesivos. Pero cuando buscaban a la abogada para pedirle información sobre los  detenidos, esta nunca respondía las llamadas. No había pasado un año de la detención,  cuando la abogada se esfumó.

Para los políticos, los autodefensas que habían sido detenidos al lado de Mireles significaban  un jugoso botín, pues su defensa podía llegar a inclinar las balanzas electorales. En enero de  2014, los mexicanos tenían una mejor opinión de las autodefensas que de las autoridades  según la casa encuestadora Parametría (Ríos, 2014). Comenzó, así, un desfile de figuras  políticas procedentes sobre todo de partidos opositores al del régimen en el poder,  acompañadas por abogados que ostentaban más capacidad para dar declaraciones que para el litigio. Todos llegaban con promesas de excarcelación y discursos justicieros que  condenaban el proceder del Estado, pero daban una escasa atención procesal a la causa, y  ni por asomo rendían cuentas a los familiares.

Legalmente, había varias posibilidades para que los detenidos obtuvieran la libertad. El  expediente 132/2014 radicado en el Juzgado Sexto de Distrito en Uruapan, donde se  concentraban los procesos de todos, desbordaba deficiencias y falsedades. Entre las  componendas del proceso, destacaba, por su desaseo, la irregularidad del mismo parte  policial en donde se había registrado la supuesta flagrancia de los detenidos. Cuando el  oficial que en ese documento aparecía como principal responsable del operativo fue  llamado a dar su testimonio, este no reconoció como suya la firma ahí consignada,  asegurando que, aunque su nombre en el parte policial así lo indicara, él ni siquiera había  participado en aquellas acciones. En cualquier otro proceso esa anomalía habría dado por  concluido el asunto, pero las cosas son distintas cuando hay de por medio una consigna procedente de las cumbres del poder estatal.

El desvanecimiento de las fronteras

Dice el criminólogo Elias Neuman (2004) que la maquinaria carcelaria funciona a fuerza de  ejercicios de crueldad y discriminación que hieren día a día la autoestima, socavando el  ánimo hasta quebrar al recluso por dentro. Una alquimia, dice, dirigida a lesionar de muerte  a la dignidad, a abrir una herida en el reo y a ensancharla paulatinamente hasta dejarlo  exangüe. Esa cadenciosa tortura, cuya constancia acompañaba fulminante el paso de los  días, de las semanas, de los meses, fue menguando silenciosamente la moral de los  autodefensas presos. Un año después de la detención, varias de sus familias habían  abandonado sus lugares de residencia. Entre las razones, estaban por lo general una mezcla  de necesidad y miedo que las empujaba a salir del de sus comunidades, o del estado y, si se  podía, también del país.

Al cabo de dos años, la apuesta del gobierno daba sus frutos. Los rostros de hombres otrora  altivos y audaces aparecían sombríos, un pesar doliente se adivinaba en los entrecejos y una  desesperación acuciosa poblaba ahora las conversaciones. Ya nadie hablaba de las  autodefensas. Si Michoacán seguía incendiándose era cosa que para ellos había pasado a  segundo o tercer término. Lo primero, ahora, era resolver la situación de la familia, pensar  en una forma de pagar deudas y favores que se amontonaban conforme transcurrían los meses. Ni siquiera las amenazas de muerte que continuaban cayendo sobre algunos de ellos  estaban entre sus principales preocupaciones, la angustia por los seres queridos y el deseo  de poder regresar con ellos estaba por encima de todo.

Poco antes del tercer año, comenzó a ocurrir un fenómeno cada vez más recurrente. El  contacto permanente entre autodefensas y templarios llevó a que los acuerdos de  convivencia tácitos del cautiverio se convirtieran en algo más, y propició acercamientos que  se fueron estrechando con el tiempo. En cierto modo, aquello era natural, a final de cuentas,  unos y otros provenían de los mismos lugares, de las mismas realidades, y oportunidades de trabajar juntos siempre las había habido. Viejos paisanos, vecinos e incluso familiares  habían quedado divididos por el cisma social que a unos colocó del lado de los criminales y  a otros de sus combatientes, pero sus historias personales compartían en muchos casos  raíces. De esta forma, la convivencia y el encierro fueron apaciguando a los bandos, lo que  en algunos casos llevó a su vez a dejar de lado las viejas afrentas y rencillas. No se trataba  de una simple pax carcelaria, sino del establecimiento de nuevos tratos que, a la postre, significarían un relanzamiento de la gobernanza criminal en varios pueblos.

A ello, habían contribuido dos factores: en abril de 2017 el gobierno de Silvano Aureoles ordenó el cierre del CERESO Francisco J. Múgica de Morelia, y trasladó arbitrariamente a  todos los presos ahí recluidos al Centro Penitenciario David Franco Rodríguez, ubicado en  las afueras de la misma ciudad, donde otros grupos tanto de templarios como de  autodefensas, se encontraban. El otro factor fue el papel de abogados abusivos que  aparecían más en los medios que en los juzgados donde se desahogaba la causa,  dispendiando tiempos que en su alargue alimentaban la desesperación. A esto, se sumaba  el proceder fraudulento de un grupo de coyotes procedentes del Estado de México, enviados, según se rumoraba, por gente cercana al comisionado Alfredo Castillo, quienes sabían que muchos en aquellas cárceles se encontraban básicamente indefensos y había,  por tanto, con la ayuda de sus contactos dentro de las instancias judiciales, la posibilidad de sacar dinero. La panorámica, en su complejo, terminó por agotar la paciencia de algunos  quienes ya cansados de entregar dinero a cambio de promesas que se convertían en humo, comenzaron a explorar otras alternativas, que, eventualmente, encontraron en los  abogados de los templarios.

A diferencia de aquellos que en teoría debían defenderlos, los abogados de la maña demostraron una mayor eficacia, pues, independientemente de los cargos que se les  imputaban, sus clientes comenzaron a salir libres antes. El tamaño de esas contradicciones  fue un duro golpe de realidad para muchos de los autodefensas que habían confiado en la  justicia porque se sabían inocentes, y porque los cargos en su contra eran mentiras absurdas  que deberían de haber caído pronto. Pero los barrotes les seguían recordando que no era  así de simple. Las pedagogías de la represión fueron entonces haciendo mella en ellos, y  entendieron que los caminos de la justicia no llevaban a ningún lado si no se les transitaba en los vehículos correctos; entendieron que en la alcantarilla se juega con las reglas de la  alcantarilla, y optaron por adoptarlas.

Por lo demás, había una serie de ventajas adicionales para quienes se acercaron a los grupos  templarios. Entre las más atractivas, estaba el ofrecimiento de pagar los servicios legales  con trabajo y colaboración para el cartel, una vez obtenida la libertad. Eso significaba,  implícitamente, al menos, dos cosas. Una, se limaban asperezas que ayudaban a que los  jefes de plaza que seguían libres y buscaban venganza, perdonaran o canjearan los castigos  por algún tipo de servicio. Además, había ahí la posibilidad de asegurar una fuente de  ingresos sumamente útil para paliar la crisis que se acrecentaba, y que, de otra manera, iba  a ser muy difícil de conseguir en el mercado formal de trabajo, sobre todo con el pesado  estigma de la prisión encima. De hecho, se podía comenzar a colaborar incluso antes de salir  libre, si el reo así lo decidía.

Para el cuarto año de prisión, varios entre los más jóvenes trabajaban ya abiertamente para  alguno de los grupos controlados o asociados a los templarios dentro de los penales, como  el de los tecatos, que manejan hasta hoy el tráfico de heroína y otras drogas dentro del CERESO Mil Cumbres. En algunos de estos casos, los autodefensas recién integrados a esos  grupos, alcanzaron con el tiempo posiciones de poder importantes dentro de la organización. El lugar común dice que la cárcel enseña a los internos a comportarse como criminales, y, en estos casos, los jóvenes no sólo lo habían aprendido, se volvieron maestros. Si la readaptación se trata de preparar al reo para inserirse de manera exitosa en la realidad  social, estos fueron quizá los que salieron del penal siendo más aptos para enfrentarse al  Michoacán de esos días.

Autodefensas, Michoacán, 10 años

Las autodefensas fueron integradas por hombres excarcelarios. Foto: Juan José Estrada Serafín.

El regreso de la realidad

Quienes, a pesar de todo, mantuvieron alguna distancia frente a los criminales dentro de las  cárceles, y lograron más tarde obtener su libertad, volverían a pueblos donde los gatilleros  templarios lo controlaban nuevamente todo. Varios, que cargaban con amenazas de estos  últimos, tuvieron que irse en definitiva de esos lugares a riesgo de perder la vida o la de su  familia. Otros, por valor o porque no tenían más opciones, decidieron enfrentar esa  posibilidad, y acabaron muertos en los rincones de la sierra, a la vera de brechas, sobre las  dunas de playas y entre los polvos de caminos rurales. Las autodefensas eran ahora parte  de una historia hecha de fantasmas, de breves recuerdos que hacían aflorar fugaces  sonrisas, apagadas de inmediato por silencios de texturas desconcertantes.

A diez años de aquellos eventos, está todo más claro, nunca hubo realmente la voluntad de  acabar con el flagelo de las mafias, sino de reacomodar los poderes en palio para que los  que se benefician de un estado excepcionalmente rico en recursos naturales, lo sigan  haciendo. Ahí están la feroz agroindustria, los proyectos mineros, los puertos de altura, la  ganadería extensiva, controlados todos por metapoderes que no han dejado de drenar la naturaleza y los territorios michoacanos. Ahí están la desigualdad y la pobreza lastimando  perennemente el tejido social, ahí están, también, los récords de homicidios renovándose  año con año, los de desaparecidos, cifras en las que la entidad se encuentra anual e  infaltablemente entre las diez primeras del país.

Quienes sobrevivieron, siguen siendo el testimonio vivo de la brutalidad con la que operan  los poderes en Estados neoliberales en los que el crimen organizado no es sino una fracción  orgánica, cuando se osa pretender transformar las realidades que los alimentan. La cárcel,  dice Elías Neuman (2004), es un microcosmos en donde se recrean las relaciones sociales  de dominación. En Michoacán, los presidios fueron el instrumento coercitivo para obligar, mediante la violencia de la reclusión, a aceptar el orden de las cosas como algo inamovible.  Quienes cuatro o cinco años antes combatieron criminales, volvían, de este modo, a ser  nuevamente sus víctimas. Los pueblos regresaron a las garras de matarifes y secuestradores,  que tuvieron a su vez que agruparse bajo diferentes siglas para darle contenido a las  versiones oficiales que anunciaron el fin de los Caballeros Templarios. El orden político  estatal había recuperado su estabilidad y la rueda de la economía mantenía su curso. La  normalidad estaba pues restablecida.

El legado

Y, sin embargo, la mancha que ha dejado la sangre regada por costas y serranías permanece  indeleble, delineando los contornos de una geografía del dolor que arraiga y define más que  nunca a quienes, con sus sacrificios y por razones que escapan a los maniqueísmos,  contribuyeron a construir la historia de Michoacán de los últimos diez años. Entre estos,  quedan los testimonios de muchos autodefensas, personas sencillas, cuyos avatares no  aparecerán nunca en diarios ni reportajes, pero que dejan sembrada una semilla de dignidad  y coraje capaz de germinar en las circunstancias más extremas. Sus encarcelamientos, su  infortunios, sus muertes, son retazos de un entramado histórico desgarrado por múltiples  violencias, pero son también las notas de una capacidad para resistir que sigue desafiando  a los silencios y a las ficciones estatales que, mascaradas de izquierda o derecha, cada  sexenio anuncian que las cosas en Michoacán marchan bien.

En medio de órdenes cada vez más opresores, forjados al calor del inmundo contubernio  entre el capital y el Estado, la épica heredada por los grupos de autodefensas no es poca  cosa. Aun y con sus múltiples claroscuros y contradicciones, la idea de gestas populares  enarboladas para proveer amparo a la población,sigue siendo un poderoso mensaje político  que engancha bien con una tradición de lucha arraigada en la identidad y en la historia de  las latitudes michoacanas. Hay, por tanto, en el testamento de las autodefensas, un capital  inflamable, la pólvora de la movilización que aguarda un nuevo aumento de las  temperaturas para volver a estallar la realidad.

A diez años de su nacimiento y muerte, las autodefensas siguen siendo – razonablemente – objeto de interpretación y análisis. Son demasiadas aun las preguntas sin respuesta que  siguen flotando en las geografías michoacanas, como demasiadas son también las heridas  que dejó una guerra con cuyos efectos seguimos haciendo cuentas. Quién sabe qué rumbo  hubieran tomado las cosas de no ser por las mandíbulas de un aparato estatal que trituraron  hasta la última reminiscencia de aquellos afanes. Lo que nos queda es, por ahora, una  historia soterrada bajo el peso del plomo y la sangre, esperando a que la curiosidad  comience a extraer respuestas. Como señaló Carlos Montemayor (2003) explicando otras  batallas:

estamos en el momento que empieza a surgir a la luz la memoria de estos  movimientos. Esa memoria debe formar parte de nuestra conciencia actual, porque su  historia empieza a revelarse para decirnos lo que somos, lo que a través de nuestras luchas  hemos querido ser, y deseamos aún llegar a ser.”

Fuentes:

  • Guerra Manzo, Enrique, (2015). “Las autodefensas de Michoacán, movimiento social,  paramilitarismo y neocaciquismo”, en Política y Cultura, UAM-Xochimilco, Otoño 2015,  Núm. 44, p.p. 7-31 https://polcul.xoc.uam.mx/index.php/polcul/article/view/1270/1245
  • Maldonado Aranda, Salvador (2012). “Drogas, violencia y militarización en el México rural.  El caso de Michoacán, en Revista Mexicana de Sociología, Vol. 74, Núm. 1, Enero-marzo, p.p.  5–39
    http://revistamexicanadesociologia.unam.mx/index.php/rms/article/view/29532/27470.
  • Maldonado Aranda, Salvador, (2014). “Michoacán y las autodefensas. ¿Cómo llegamos  aquí?”, en Nexos, 14 de enero 2014 https://redaccion.nexos.com.mx/michoacan-y-las autodefensas-como-llegamos-aqui/
  • Arias-Vázquez, Martha O., (2014). “Notas en torno a las autodefensas michoacanas”, en  Análisis Plural, Primer semestre, ITESO, p.p. 169 – 181  https://rei.iteso.mx/server/api/core/bitstreams/65821534-0cb7-46a3-8ed1- 05aa1ab1d9fa/content
  • Ríos, Viridiana, (2014). “Autodefensas, el riesgo de no aplicar la ley”, en Nexos, 1 de abril de  2014 https://www.nexos.com.mx/?p=20018.
  • Neuman, Elías, (2004). “Quebrados por dentro. La prisión y su función deshumanizadora,”  en Renglones, núm. 58 – 59, ITESO, p.p. 6 – 19  https://rei.iteso.mx/server/api/core/bitstreams/75521a03-b16c-4679-a9d0- 3211f6887dd9/content.
  • Montemayor, Carlos, (2003). Prólogo a “En las profundidades del MAR. El oro no llegó de  Moscú”, de Fernando Pineda Ochoa.

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Los testimonios que aparecen en el texto fueron obtenidos entre julio de 2014 y diciembre  de 2018. Los nombres de sus autores fueron cambiados por motivos de seguridad. 

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Esta nota fue publicada originalmente en ZonaDocs, que forma parte de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie. Aquí puedes ver la publicación original.