Por Néstor G. Flores / @Nextor604 (IG) / @nstor_flore (X)
Ilustración: Ivana Orozco / @itzsquiggles (IG)

 

Octubre de 2019. El otoño comenzaba a posar su aliento en los tejados, dorando el aire con una melancolía tibia. En algún rincón áspero de Jalisco, donde la sombra de la violencia se mezcla con la rutina, un grupo de jóvenes —todavía ingenuos, todavía invencibles— tejía el plan sencillo de una tarde entre amigos. Una película los esperaba como excusa para la risa, el roce de hombros, la ilusión breve de que el mundo era seguro, al menos por unas horas.

La tarde prosiguió entre miradas cómplices y una inocencia que, aunque herida por la ciudad, aún se resistía a morir del todo. Rieron, compartieron silencios, y salieron del pequeño establecimiento como si nada pudiera quebrar ese instante suspendido. Pero el tiempo, siempre exacto y cruel, avanzaba.

Una de ellas —Jazmín Torres Arteaga, la más callada, quizá la más luminosa— decidió marcharse antes. Dijo que no quería arruinar la cena de su padre, que ya era tarde, que el camino no era tan largo. Sonrió, como quien promete volver sin saber que miente. Su novio le dio un tierno beso en la frente. Aunque él insistió en acompañarla, ella le dijo que estaría bien.

Lo que ninguno de ellos sabía es que esa sería la última vez que la verían con vida.

A partir de ahí, su rastro se volvió eco: una fotografía en los postes, una pregunta sin respuesta.

La mañana del domingo trajo un silencio extraño, uno que no se parecía al descanso ni al sueño, sino al vacío. Su presencia —tan viva apenas unas horas antes— se borró del sistema, como si alguien hubiese decidido, con frialdad quirúrgica, tacharla del mapa.

Sus padres, inquietos ante el retraso que ya olía a presagio, comenzaron a marcar teléfonos con manos temblorosas y lágrimas en los ojos. Lo único que alcanzaban a decir era:

¿No la has visto? ¿No sabes nada de ella?

Nosotros, sus amigos, aún medio dormidos por la resaca de la risa, pensamos que era una broma. Una más de las suyas. Pero el reloj siguió girando, la tarde cayó y la noche se hizo espesa. Entonces lo supimos —aunque nadie se atreviera a decirlo en voz alta—: esta vez no era una broma. Esta vez, la realidad había cruzado una línea.

Recuerdos de infancia (el testimonio de Sofía*)

Había algo que no podía sacudirme de encima: un miedo helado, pegado a mi espalda como sudor frío. Un presentimiento oscuro que me decía que, tal vez, algún día la encontrarían; que su nombre aparecería en una lista; que su cuerpo reposaría, sin nombre ni historia, en alguna de esas fosas que, un día sí y otro también, suelen localizar en Tlajomulco de Zúñiga, Jalisco.

Había pasado ya una semana desde que Jazmín desapareció, y mi memoria comenzaba a viajar entre sus propios recuerdos.

Aquella mañana de lunes, al ver su silla vacía, empecé a sentir algo extraño en el corazón. No sabía exactamente qué era, pero lo percibía con claridad: una mezcla sutil de nostalgia y tristeza fina, silenciosa.

Sin quererlo, regresé a aquellas tardes de verano cuando éramos niñas, comiendo helados en las banquetas de la cuadra, bajo los calurosos rayos del sol. Solíamos jugar al “bebé leche”, pasear en bicicleta o imaginar aventuras fantásticas en el parque más cercano.

Un día éramos las mejores piratas en busca de un tesoro, enfrentando monstruos marinos o cualquier criatura que nuestra vasta imaginación pudiera inventar; al siguiente, las princesas más hermosas del reino, esperando a nuestro príncipe azul.

Así podíamos pasar la tarde entera, hasta que nuestras madres salieran a buscarnos o una tormenta arruinara la fiesta, obligándonos a volver a casa antes de terminar empapadas.

También recordaba cómo, al crecer, comenzábamos a coquetear con los muchachos, a salir con ellos, y la emoción que nos daba que respondieran nuestros mensajes, pero también el dolor de los rechazos o de cuando terminábamos con algún noviecillo —si es que podíamos llamarlos así.

Todo eso que parecía tan inmenso en su momento, ahora se volvía diminuto frente al vacío de no saber dónde estaba Jazmín.

Todo esto se intensificó la tarde en que unos hombres llegaron a mi casa a hacer preguntas sobre ella. Mi madre los invitó a sentarse y les ofreció un vaso de agua.

Ellos comenzaron a interrogarme: “¿Tenía ella planes para escapar? ¿Usaba alguna droga? ¿Tenía problemas en casa?”.

Las preguntas me caían una tras otra como putazos. Y yo, haciendo un esfuerzo por excavar entre los recuerdos —no por ellos, sino por ella—, respondí solo lo necesario para que se fueran. No quería recordar más. No quería seguir mirando ese abismo.

La encontramos (el testimonio de Ar*)

Aquella mañana de sábado fue particularmente dura; la tarde anterior habíamos estado pegando carteles en la Multiplaza, tratando de obtener cualquier información sobre el paradero de Jazmín. Pero ese día se percibía en su padre una especie de desesperanza, algo que no se dice con palabras, pero se adivina en la mirada, o al menos se intuye.

Había pasado mucho tiempo sin noticias, y con cada día que transcurría, muchos comenzaban a temer lo peor, excepto su madre, que seguía creyendo con firmeza que encontrarían a su hija.

Algunos amigos aún guardaban esperanza, como su novio, “Félix”*, quien, siento, era de los que más habían sufrido con su ausencia. A veces lo veíamos llorar en los rincones más oscuros de la escuela.

En una plática que tuvimos, se notaba que seguía mortificándose con preguntas que no lo dejaban en paz: ¿Por qué no la acompañé? ¿Estará bien? ¡Por qué no lo hice! Tal vez por eso era de los que más se involucraban en la búsqueda, pegando volantes, ayudando a la familia en lo que se pudiera, sintiendo que, de algún modo, todo era su culpa.

Y la verdad, no lo juzgo. Todos cargábamos con algún remordimiento; todos sentíamos que habíamos fallado y buscábamos redención en cualquier gesto, en cualquier acto que nos permitiera aliviar esa carga. Pero esa mañana traía consigo algo distinto, un sentimiento que no tengo palabras para nombrar, algo que se podía percibir aunque no se viera, como si algo bueno fuera a suceder, como si ese fuera el día en que la encontrarían. Por eso estuve atento, esperando cualquier llamada.

Dejé pasar la tarde haciendo cualquier cosa para distraer mi mente, hasta que recibí una llamada. El corazón me golpeó el pecho con una fuerza que casi dolía, como si quisiera salir corriendo antes que yo. Sostuve el teléfono con manos torpes y sudadas, y entonces llegaron las palabras: “La encontramos.”

Resonaron en mi cabeza como un eco bendito. Jazmín… Jazmín había sido encontrada. Sentí que el mundo, por un segundo, recuperaba el equilibrio, que todo ese nudo en el estómago empezaba al fin a deshacerse. Pero a medida que la voz al otro lado continuaba, algo en mí comenzó a marchitarse. Mi sonrisa, que apenas florecía, se fue borrando, lenta, casi con vergüenza.

Porque encontrarla no era lo mismo que recuperarla. Y aunque su cuerpo había aparecido, algo en la forma en que lo dijeron me dejó claro que ya no era la misma…

Después del después (el testimonio de Juan*).

Eran las dos de la tarde y el sol de octubre caía con una luz pálida, casi ajena, sobre la calle. Jugaba balero con los amigos de la cuadra, intentando arrancarle al día una normalidad que ya no existía. Reía, o al menos eso intentaba, pero por dentro el miedo seguía latiendo, silencioso y persistente. No podía quitarme de encima la pregunta: ¿Dónde estaba Jazmín?

La ansiedad me fue ganando, paso a paso, hasta que no lo soporté más y caminé, con el corazón en la garganta, hasta la casa de la familia Torres. Y ahí lo vi: un oficial de policía frente a la puerta, serio, inmóvil, como una estatua negra. Algo en su presencia pesaba más que el sol.

Desde adentro, los gritos eran apenas un murmullo, pero el llanto… el llanto de su madre se colaba por cada rendija como un cuchillo húmedo. Era un llanto distinto al que yo esperaba, desbordado, como si se le hubiera roto el alma y no supiera cómo volver a juntar los pedazos. Y aunque su padre intentaba contener la compostura, en ese momento supe la verdad. No porque alguien la dijera, sino porque el aire la traía consigo: Jazmín ya no estaba. Y no importaba cuántas veces me repitiera lo contrario, algo dentro de mí se quebró para siempre, por lo que regresé a mi casa afligido, solo para poder llorar un rato.

Esa tarde, la familia Torres recibió la noticia que nadie quiere escuchar. Un oficial, con la mirada baja y la voz entrenada para no temblar, les informó que era muy probable que el cuerpo hallado esa mañana en las afueras de la ciudad perteneciera a su hija.

El silencio que siguió fue espeso, irrespirable. La madre, al escuchar las palabras “Servicio Médico Forense (SEMEFO)”, se desplomó en llanto, como si algo en su interior se hubiera desbordado sin aviso. El padre, rígido, apretó los puños hasta que los nudillos se le volvieron blancos.

Tendrían que ir al SEMEFO a reconocer el cuerpo. A confirmar con sus propios ojos lo que el corazón ya les gritaba desde que la presencia del oficial se hizo presente. Y en esa calle quieta, donde hasta el viento pareció detenerse, se selló el momento en que la esperanza comenzó a morir del todo.

Hasta siempre (el testimonio de Ar*).

Durante la madrugada de ese día, no podía disfrutar del café que servían; mi garganta no era capaz de tragar nada. Sentía una pesadez en el pecho que me lo impedía, un nudo que no se deshacía desde la noche anterior.

Dentro de la casa, lo único que lograba percibir era el aroma cargado de las flores. Eran tantas que, a pesar de la escasa luz, el ambiente parecía lleno de color. Sin embargo, lo que más recuerdo eran los quejidos y los llantos. De esos que se te pegan al cuerpo apenas cruzas la puerta, como si el aire estuviera impregnado de tristeza.

También recuerdo cómo, a medida que la gente llegaba y se acercaba al féretro, se volteaban a mirarme. Me sentía como en esas escenas de película donde el personaje está completamente vulnerable, sin fuerzas para sostenerse.

Después de eso, no tuve el corazón para acercarme al ataúd. De todos modos, permanecía cerrado. Y es curioso cómo eso dolía más, como si no hubiéramos podido despedirnos del todo. Como decir adiós por llamada, y no cara a cara.

El féretro estaba cerrado porque su rostro había quedado desfigurado. Sus padres decidieron así, para que todos la recordaran tal como era: luminosa.

Tuve que salir de la casa. Las ganas de llorar eran inmensas, y cada segundo entre esas paredes hacía la estancia más insoportable. Afuera, me reuní con mis amigos. El frío nos golpeaba la espalda como una daga, y la pequeña fogata que habíamos improvisado apenas ofrecía un calor exiguo, casi simbólico. Pero eso era lo de menos.

Nuestros rostros, apagados y vencidos, apenas alcanzaban a reflejar el peso real del dolor que llevábamos dentro. Lo único que hicimos, los hombres, para consolar a Félix —que estaba completamente quebrado— fue pasarle una botella de tequila. La fuimos compartiendo en silencio, como si con cada trago intentáramos tragar también el vacío.

Entonces, su padre salió. Con una voz tan amable como rota, nos pidió un favor: que cargáramos el cuerpo de su hija para llevarla al entierro. Todos aceptamos sin decir una palabra. Bueno, casi todos. Félix no pudo. No quiso.

Como un rayo, llegaron los primeros destellos del alba, anunciando que era hora de cumplir la promesa. Y lo hicimos. Mientras esperábamos la carroza que cargaría con el cuerpo inerte de Jazmín, no pudimos contener algunas lágrimas, esas que nacen del rincón más escondido del alma, donde duele sin aviso.

Llevamos entre todos la pequeña caja de seda donde ella descansaba, y al andar, el llanto de la gente nos envolvía como un lamento colectivo, un coro roto que parecía surgir desde lo más profundo de cada pecho, de cada dolor, junto con las punzadas que recibía del camino de piedras. Aunque no me importaba, porque sentía que ese era mi castigo, la penitencia que debía cargar por haberle fallado.

Al momento de enterrarla, una sola idea me atravesaba la cabeza como un puñal lento: ahora era una más, una entre los 65 nombres borrados por la violencia de los brutales feminicidios aquel año.

Una más… pero para nosotros, lo era todo.

*Los nombres fueron cambiados a petición de las personas entrevistadas.

***

Estudiante de la Licenciatura en Comunicación Pública de la Universidad de Guadalajara, esta crónica se realizó en el marco de la asignatura de Géneros Periodísticos impartida por el profesor Darwin Franco.