Por Marcos Vizcarra y Alexandra Figueroa

El domingo 22 de septiembre que Rosalba Cruz Medina fue a la visita de las seis en el centro de rehabilitación donde estaba internado su hijo Alejandro, recibió una noticia de él que parecía el principio de otro destino: “Madre, ya estoy bien. Ahora lo que sigue será por mí. Ayúdame a entrar a la Marina”. Ambos hicieron planes, debía apurar el papeleo y ayudarlo a salir del lugar.

Pero esa tarde, al salir del centro, algo la inquietó. Un joven sentado junto a ellos taconeaba el piso con los tenis, jugaba con las manos, golpeaba la silla. No apartaba la vista, como si tratara de leer los labios de Rosalba y Alejandro.

A ese joven lo presentaron como parte de “la guardia” que vigila que no se rompan las reglas: nada de celulares, nada de indisciplinas. “Es normal”, le dijeron, pero había sido distinto a las otras veces que fue a visitar a su hijo. Rosalba se fue a casa con una sensación amarga y horas más tarde, mientras azotaba una lluvia fuerte, sonó el teléfono: “Pasó algo con su hijo”, alcanzó a decir Pablo Inzunza, el encargado del lugar.

Cuando llegó, vio a más de cuarenta internos que estaban afuera, sentados en la banqueta. Inzunza la interceptó para decirle que se habían llevado a Alejandro, que los responsables fueron hombres que bajaron de dos camionetas. Esa versión la cambió al día siguiente, ahora serían cuatro camionetas blancas y una negra.

“Hombres armados lo llamaron por su nombre”, contó Inzunza, “Lo sacaron jalándolo, con el arma en las costillas. A la fuerza”.

En el centro, Rosalba pidió ver las cámaras, pero la pantalla de la recepción mostraba únicamente imágenes de los pasillos y salas; los cuadros que daban al ingreso estaban en negro.

– “Si se hubieran llevado todo, habría oscuridad en toda la pantalla”, reclamó Rosalba al encargado, “tú también puedes ver las cámaras en tu celular”

– “No pude hacer nada”, insistió Pablo Inzunza. “Y no ponga denuncia, nos amenazaron y la conocen a usted”.

Rosalba fue a la Fiscalía al día siguiente y el agente del Ministerio Público que la atendió – un hombre al que le dicen “Freddy”– le dijo que era posible que “se lo devolvieran”, que seguro le “encontraron un talento”. Luego le describió un paisaje que parecía aprendido de memoria: jóvenes reclutados de centros de rehabilitación por organizaciones del cartel de Sinaloa para la disputa del territorio. Esos jóvenes, le contó el agente, están “halconeando” con radios a la orilla de la carretera, otros amarrados a árboles, unos más siendo torturados y otros muertos, dejados en el suelo o dentro de fosas.

“¿Y quién va a ir a buscarlos? Nadie”, le dijo. Le habló también de niñas de 11 o 12 años “que ya saben hacer tortillitas”, de mujeres “para alegrarles la tarde” a los criminales, de muchachos “a los que les vieron otros talentos”. Rosalba solo escuchaba la rudeza burocrática como un portazo: “No es que no puedan buscar, es que no quieren”.

Datos de la Fiscalía General indican que al menos 50 personas han sido reclutadas de centros de rehabilitación, mientras que otras 24 fueron heridas y 17 fueron asesinadas por negarse a irse con grupos criminales.

El caso de Alejandro se volvió un desastre. La señora Rosalba aseguró que hay distintas versiones que no cuadran, como la declaración de Pablo Inzunza que fue tomada por teléfono y en la que ubicó a Alejandro en la puerta de guardia. Un interno aseguró que lo sacaron “casi dormido” del cuarto. Otro dijo que ni se enteró hasta la mañana. Un tercero relató que hombres con ropa camuflada entraron a la sala de televisión y se lo llevaron.

Rosalba se unió a las madres buscadoras siete meses después, tras una llamada anónima en la que nombraron a Alejandro como una de las seis víctimas encontradas en fosas cerca del pueblo llamado Mármol, al sur de Mazatlán. Las buscadoras hallaron osamentas y restos con cal, ropa y zapatos quemados, huellas de llantas endurecidas por la lluvia. Cinco meses después, la Fiscalía General no ha dado razón de esos restos.

El ADN de Rosalba y su hija están ahí desde septiembre, pero la respuesta ha sido fatal: “No hay genetista que los identifique”.

Maricela Carrizales, madre de Ismael Alejandro Martínez Carrizales, joven desaparecido en julio de 2020, aseguró que desde la nueva oleada de violencia que comenzó en septiembre de 2024 ha localizado con más madres buscadoras del colectivo Por las Voces sin Justicia hasta 50 cuerpos en fosas, algunas de cinco y seis metros, hechas con retroexcavadora. También montones de ropa quemada, sobres de droga y cintas con cabello pegado.

De todos estos hallazgos, solo tres personas han sido identificadas, pues la respuesta ha sido la misma: “No hay genetista”.

La localización de cuerpos y fosas se ha intensificado con la guerra entre “chapitos” y “mayos”, una cuyas violencias incluyó la desaparición de personas. La Fiscalía General suma más de 2,300 casos en casi 12 meses.

Maricela y su colectivo han escuchado un relato que se repite en boca de jóvenes localizados con vida: en Concordia, allá arriba en la sierra, está lleno de cuerpos de jóvenes reclutados, muchos sacados de centros de rehabilitación. Uno de los muchachos que regresó habló de un grupo de “unas 600 personas” llevadas en varias camionetas, reunidas desde distintos centros de rehabilitación.

“¿Pero quién va a ir por ellos? Las autoridades suben y saben qué está pasando, pero los están dejando allá arriba”, dijo Marisela.

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