Dicen que la noche del primero de noviembre el aire cambia. El silencio se vuelve más hondo, como si el mundo contuviera el aliento. En los pueblos, el olor a copal sube al cielo, y las flores de cempasúchil abren sus pétalos como soles diminutos. Nadie lo dice en voz alta, pero todos saben que esa es la señal: el camino se está trazando.

Las almas comienzan su andar. Vienen desde lejos, desde el eco del Mictlán, donde la muerte no es final sino raíz. Avanzan entre sombras luminosas, cruzando ríos de niebla, montañas de viento, y un puente que sólo florece esa noche. Cada pétalo sostiene un recuerdo, cada luz una promesa: volver.

El puente no es largo, pero el paso es lento. Las almas tropiezan con el olvido, se cubren con la bruma del tiempo. Algunas se detienen ante los altares de los vivos, atraídas por el aroma del pan, por la risa que suena parecida a la que dejaron atrás. Otras, más tímidas, se quedan al borde, mirando desde lejos, temerosas de no ser reconocidas.

Del lado de los vivos, también hay un velo. Los ojos no lo ven, pero el alma lo siente. Un escalofrío en la nuca, una vela que titila, un suspiro que no se sabe de dónde vino. Quienes aún lloran no miran hacia atrás; temen que, si lo hacen, la nostalgia se les meta al cuerpo y no los deje ir.

Pero esa noche el mundo es uno. Las almas caminan sobre flores encendidas, los vivos preparan ofrendas con manos temblorosas, y el viento, cómplice, murmura nombres antiguos.

El puente se hace cada vez más delgado, casi invisible, hasta que sólo queda un resplandor entre ambos mundos.

Entonces sucede el milagro.

Por un instante, los vivos y los muertos se reconocen. No con los ojos, sino con la memoria del corazón.

Y aunque el amanecer disuelva el camino, la certeza queda: nunca estuvieron tan lejos.

Cuentos por Itzel Cervantes, octubre de 2025
@_LasBitacoras / @tudealerdepaisajes