Por: Josue Chispan
Mentoría: Rafael Cabrera
Apoyo técnico: Adriana Kong y Yeudiel Infante Esquivel

“Aguántate como los machos”, “los niños no lloran”, “pareces niña”. La imagen tradicional del hombre sigue siendo la de fuerte, dominante e insensible, lo que ha engendrado una crisis en el concepto de masculinidad. Las redes sociales han amplificado la confusión, abriendo espacio a grupos radicales, como los llamados jóvenes incel.

El término incel viene del inglés involuntary celibate (celibato involuntario) y lo utilizan hombres que sienten que, hagan lo que hagan, no podrán tener relaciones afectivas o sexuales con una mujer.  Quienes no cumplen con las expectativas de ser atractivos, poderosos o sexualmente activos, quedan vulnerados por una estructura que —según esta percepción—, no admite fallas.

Cuando las emociones no pueden nombrarse, aparece el miedo a sentirse débil, a no encajar, a fallar frente a lo que “se espera” de un hombre.

Fausto Gómez Lamont, psicólogo y experto en masculinidades en la Facultad de Estudios Superiores (FES) Iztacala, de la UNAM, explica que, en muchos casos, primero se callan las emociones y luego el miedo se transforma en agresividad: se vuelve una especie de permiso para someter al otro.

En esa misma lógica, cuenta el académico, muchos hombres aprenden a proyectar hacia afuera lo que les duele: sienten que “les están haciendo algo” y necesitan señalar a alguien, acusarlo, descargar ahí su frustración. Con internet, esa dinámica se vuelve más rápida, más visible y más extrema.

“Tenemos una dificultad histórica para expresar emociones y las redes sociales amplifican esa dificultad”, señala el psicólogo. En plataformas donde la exposición es constante, influencers y comunidades reproducen creencias, discursos de virilidad y estereotipos sobre el éxito masculino que no sólo castigan la vulnerabilidad, también la ridiculizan.

Para los jóvenes, la presión social es mayor. “Es una estructura que pone condiciones de vulneración”, explica el Dr. Gómez Lamont.

De acuerdo con el psicólogo, durante la pandemia, los grupos de Facebook y otras plataformas funcionaron como espacios “seguros” para externar preocupaciones. Pero en esos mismos lugares también encontraron cobijo discursos de odio. “Las redes sociales refuerzan precisamente ese espacio seguro porque facilitan el anonimato. Puedes ingresar a este tipo de grupos portando o no algo que te identifique”, explica.

En septiembre de 2025, esa mezcla de anonimato, odio y pertenencia digital tuvo consecuencias fuera de la pantalla. En el Colegio de Ciencias y Humanidades Sur, de la UNAM, un estudiante identificado con comunidades incel atacó a una pareja de alumnos que estaba en el estacionamiento de profesores. Ella logró huir, pero su novio Jesús Israel Hernández, de 16 años, fue asesinado.

De un momento a otro, esas comunidades que viven en la pantalla se colaron a la vida diaria de una preparatoria pública en México.

Entre la presión de ser hombre y el anonimato, algunos jóvenes encuentran refugio en comunidades digitales (Foto: Uriel Castro)

Comunidades en la era de la hiperconexión

El investigador Enrique Pérez Reséndiz, especialista en Comunicación y Ciencias Sociales y entornos digitales, señala que la hiperconexión borró las fronteras entre el mundo físico y el digital: “Vivimos con un pie en lo presencial y otro en lo digital.”

Esa convivencia ha permitido que las comunidades se expandan a una velocidad sin precedentes. Antes, para participar en un grupo político o ideológico, había que buscarlo físicamente, preguntar, ir a reuniones. Hoy, basta un clic para entrar a un espacio en línea donde todos parecen pensar lo mismo.

En Facebook, por ejemplo, hay dos categorías de grupos: públicos y privados. Es en estos últimos donde muchos discursos de odio —racismo, machismo, violencia— han encontrado refugio seguro, porque su contenido sólo es visible para los miembros y sus administradores quienes deciden qué se queda y qué se borra. Algo similar ocurre en redes como Telegram, 4chan, Discord o Reddit, donde las reglas de publicación suelen ser más laxas.

El primer gran filtro para el acceso a estos grupos —explica el Dr. Pérez Reséndiz— tiene que ver con el uso del lenguaje: “Ciertos emoticones, hashtags o palabras suponen la puerta de entrada para acercarse a ellos”. Quien reconoce la clave, conoce el significado.

Con el tiempo, la pertenencia se convierte en creencia. Si alguien pasa varias horas todos los días en un grupo que repite una y otra vez las mismas ideas, lo más probable es que termine sintiendo que ahí está la verdad. “Si tú constantemente estás interactuando con ellos, te hacen sentir parte”, explica el Dr. Pérez Reséndiz. Cuando no hay otros referentes —otras voces, otros espacios de apoyo—, es fácil asumir que lo que dice esa comunidad es lo único que tiene sentido.

Para el investigador, la lógica de estos grupos se parece —hasta cierto punto— a la de una secta: para seguir dentro, hay que demostrar lealtad, cubrir ciertas “pruebas”, alinearse con la identidad del grupo. En ese proceso, los matices se pierden.

Aunque las redes ofrecen la posibilidad de pertenecer a comunidades, el Dr. Gómez Lamont advierte que, en muchos de estos espacios, existen caminos que pueden llevar a la radicalización.

Entre Facebook, Telegram y 4chan, las comunidades digitales borran la frontera entre lo virtual y lo real (Foto: Uriel Castro)

La ruta de la radicalización

Algunos grupos aprovechan la vulnerabilidad y la necesidad de reconocimiento de los jóvenes para consolidar discursos de odio y exclusión. El Dr. Pérez Reséndiz explica que quienes se sienten más solos o menos acompañados suelen tener menor capacidad para resistir ciertos discursos y, por lo mismo, mayor probabilidad de ser empujados a decir o hacer cosas de las que en realidad no están convencidos.

Entre estos grupos se encuentran comunidades de ultraderecha o los llamados jóvenes incel. Aunque tienen orígenes distintos, comparten una lógica: refuerzan la pertenencia a través del aislamiento y promueven discursos conservadores y machistas.

El investigador ve en estas comunidades un síntoma de algo más amplio. Habla de una “vuelta al conservadurismo”: un resurgimiento de discursos reaccionarios y de derecha que se ve en México y en muchas partes del mundo. Estas expresiones, aclara, no nacieron en internet: “Son la continuación de manifestaciones de machismo y de movimientos anti progresistas que existen en el mundo real, y tienen eco y resonancia en las redes”.

En el caso de los grupos incel, el Dr. Gómez Lamont observa que la base del discurso es el auto-desprecio. El joven se mira a sí mismo como alguien fallado, indigno, y ese sentimiento se vuelve más fuerte cuando otras voces le repiten que sí, que es despreciable, que el problema es él y, al mismo tiempo, que la culpa es de otros.

El psicólogo explica que el odio suele componerse de tres pasos:

-Señalar a un grupo. (Ejemplo: mujeres, población LGBTQ+).
-Acusar a ese grupo de un determinado problema (con o sin pruebas).
-Y  desplazar al grupo acusado (hacer todo lo posible por aniquilar simbólicamente o físicamente al grupo señalado).
-En los discursos incel, las mujeres se convierten en el grupo señalado. Se les acusa de ser las responsables de la soledad de los jóvenes, de su falta de vida sexual, de su frustración. Bajo esa lógica, el celibato no es una circunstancia, ni una posibilidad: es una condena impuesta por ellas.

Esas creencias consolidan el aislamiento en los jóvenes y pedir ayuda a otras personas es considerado una traición. “Quienes están en estos grupos fomentan la idea de aislamiento para permanecer en el grupo y no pedir ayuda, especialmente de los psicólogos, a los cuales hay un señalamiento explícito de que no van a ayudar. Los únicos que pueden comprender la situación son los pertenecientes al grupo”, agrega el especialista.

La soledad y el deseo de pertenecer pueden convertirse en la puerta de entrada a discursos de odio (Foto: Uriel Castro)

El algoritmo

La vulnerabilidad y la búsqueda de pertenencia de los jóvenes no están atravesadas por la cultura y los grupos, sino también por la manera en que funcionan las plataformas digitales. Ahí entra en juego el algoritmo.

Del otro lado de la pantalla, hay un sistema que observa todo: a qué le das “me gusta”, en qué te detienes unos segundos más, qué compartes, qué comentas. No sabe tu nombre, pero te conoce por tus clicks. “Lo que priorizan las redes sociales es capturar la atención del usuario para que pase más tiempo en la plataforma y si para eso tiene que poner notas amarillistas o extremas, eso es lo que van a hacer”, ejemplifica la Dra. Marisol Flores Garrido, investigadora en matemáticas y experta en algoritmos.

Estos sistemas empiezan por registrar en qué contenido se engancha cada usuario y en cuál no, detalla la Dra. Flores. Con esa información construyen perfiles y los combinan con datos de otros usuarios parecidos. El resultado es un tipo de espejo: te muestran cosas que se parecen a lo que ya viste, a lo que ya te gustó, a lo que te enoja o conmueve.

El Dr. Pérez Reséndiz advierte que esto tiene consecuencias directas, porque los jóvenes reciben constantemente contenido que refuerza sus intereses, emociones y creencias: “El algoritmo, de manera inteligentemente perversa, nos muestra personas, perfiles afines a nosotros que piensan lo mismo que nosotros”. En ese contexto, cuestionar nuestra realidad o lo que creemos se vuelve más difícil.

De esta manera, los algoritmos crean la ilusión de que la mayoría comparte nuestra visión del mundo, normalizando discursos o emociones. La Dra. Flores lo describe como una cámara de eco: cuando la plataforma detecta que te interesa un tema, te alimenta con más y más contenido sobre eso, hasta que sientes que es más importante de lo que realmente es o que todo el mundo piensa igual que tú.

El objetivo central del algoritmo es mantener la atención para maximizar el tiempo de uso. Pero, en esa búsqueda, puede contribuir a reproducir ideologías extremas o patrones de comportamientos peligrosos, sobre todo en quienes son más jóvenes y están en proceso de definir quiénes son. “Todos estos sistemas reproducen lo que encuentran en los datos. Si los entrenas con datos de una ideología política concreta, los algoritmos empiezan a reproducir esa ideología”, explica la académica.

Así se genera un círculo vicioso: el algoritmo muestra contenido que refuerza emociones y creencias; el usuario interactúa con ese contenido; la plataforma interpreta esa interacción como interés y devuelve aún más de lo mismo. El Dr. Pérez Reséndiz señala que en el caso de grupos extremistas, esos mecanismos refuerzan la pertenencia, intensifican emociones y pueden acelerar procesos de radicalización, ampliando el alcance de discursos conservadores, machistas o de odio entre las juventudes.

La voz de las juventudes (en tiempos del algoritmo)

El Dr. Pérez Reséndiz insiste en que hace falta mucho cuidado en nuestros hábitos digitales, porque no sólo moldean cómo nos comportamos en línea, también se filtran en nuestra vida cotidiana: la manera en que hablamos, en que discutimos, en que reaccionamos ante la violencia

Aunque las redes sociales son espacios guiados por lógicas comerciales y algorítmicas, el investigador reconoce que también pueden albergar experiencias positivas: “Las redes sociales son espacios oscuros, pero al mismo tiempo tienen estos destellos de humanidad, estos destellos de comunalidad”.

Para que estos destellos se multipliquen, dice, es fundamental escuchar a las juventudes y reconocer su voz. En México hay más de 30 millones de personas jóvenes entre 15 y 29 años, y poco menos de la mitad son hombres. Sin embargo, sus opiniones rara vez están en el centro de las decisiones públicas y familiares.

“Cuando uno analiza todas las decisiones que se toman para los jóvenes, todo el mundo opina menos los jóvenes”, advierte el Dr. Pérez Reséndiz.

Incluirlos en la toma de decisiones —en la familia, en la escuela, en las políticas públicas— es una forma de atender sus necesidades reales y de reducir la tentación de buscar reconocimiento e identidad en grupos extremos.

El Dr. Gómez Lamont por su parte, subraya la importancia de fortalecer la salud mental y la alfabetización emocional. Los jóvenes, dice, necesitan herramientas para reconocer y manejar lo que sienten, redes de apoyo entre pares y espacios educativos donde puedan canalizar miedos y frustraciones de forma segura. La falta de atención gubernamental en estas áreas, sumada a estructuras familiares, escolares y sociales debilitadas, incrementan su vulnerabilidad.

Mientras que para la Dra. Flores enfatiza en que es clave que las juventudes entiendan cómo funcionan las tecnologías que usan todos los días. No se trata sólo de no pasar tanto tiempo en el celular, sino de reconocer qué es un algoritmo, qué hacen las plataformas con sus datos y cómo diversificar las fuentes de información para protegerse de esa “perversidad” algorítmica.“ Deberíamos estar promoviendo mucho la comprensión de cómo funcionan estas tecnologías para que los jóvenes puedan decidir hasta dónde las usan”, señala.

La prevención —coinciden los especialistas— no consiste en prohibir o cerrar plataformas, sino en construir entornos donde las juventudes sean escuchadas, acompañadas y reconocidas.

El Dr. Pérez Reséndiz advierte:  “Lo peor que le puede pasar a nuestros jóvenes, es dejar de sorprenderse por la violencia. Cuando dejamos de indignarnos por la violencia y la consideramos normal, entonces ya no solo entendemos esas prácticas, sino que las justificamos”.