Por: María José Sepeda
La rendición de cuentas no es una moda administrativa ni un capricho técnico. Es uno de los pilares mínimos de cualquier sistema democrático que aspire a generar confianza pública. Sin embargo, en México, cada vez resulta más evidente que rendir cuentas se ha vuelto una exigencia selectiva: se impone con rigor a empresas, emprendedores y ciudadanos, pero se esquiva cuando se trata del propio poder.
A nivel internacional, la rendición de cuentas forma parte de los criterios ESG, un marco que hoy guía la actuación de empresas, inversionistas y gobiernos responsables. ESG significa Environmental, Social and Governance (Ambiental, Social y Gobernanza). Mientras los dos primeros suelen recibir mayor atención, es en la G de Gobernanza donde se concentra uno de los elementos más relevantes: transparencia, ética, controles internos y rendición de cuentas.
En términos simples, la gobernanza responde preguntas básicas:
¿Quién toma las decisiones?, ¿cómo las toma?, ¿a quién responde?, ¿y con qué consecuencias?
Este estándar se ha vuelto obligatorio para miles de empresas en el mundo. Se les exige reportar impactos, transparentar procesos, demostrar el uso responsable de recursos y someterse a auditorías constantes. Y está bien. Es necesario. El problema surge cuando ese mismo estándar no se aplica al poder público.
La escena reciente en el Congreso de la Ciudad de México lo dejó en evidencia. Durante una sesión legislativa, el debate sobre la eliminación del Instituto de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Protección de Datos Personales de la Ciudad de México (InfoCDMX) terminó en empujones, gritos y agresiones físicas entre legisladores de Morena y del PAN. La sesión tuvo que suspenderse. Un recinto que debería ser espacio de deliberación, argumentos y responsabilidad institucional se convirtió en ring.
Más allá del espectáculo bochornoso, el episodio reveló algo más profundo: el nervio que toca la transparencia cuando incomoda al poder.
La justificación oficial para desaparecer este organismo, y otros similares, ha sido reiterada: que son costosos, burocráticos y que no cumplieron con su función. Y aquí vale la pena detenerse y preguntarnos, ¿estos organismos rendían cuentas de verdad?, ¿eran realmente autónomos cuando gobernaban otros partidos?
La respuesta honesta no es absoluta. En el diseño institucional, sí eran órganos constitucionales autónomos, con personalidad jurídica propia, presupuesto asignado y resoluciones legalmente vinculantes. Durante los gobiernos del PRI y del PAN, estos institutos sí abrieron información que antes era impensable, resolvieron recursos en contra de autoridades y se convirtieron en herramientas clave para periodistas, académicos y organizaciones civiles. No fueron una simulación total.
Pero tampoco fueron contrapesos plenamente incómodos. La designación de comisionados siempre estuvo atravesada por cuotas partidistas, y en los temas más sensibles —corrupción de alto nivel, seguridad, decisiones estratégicas— la autonomía encontraba límites: reservas amplias, interpretaciones laxas de la ley o resoluciones tibias. Además, muchos de estos organismos fallaron en algo fundamental: rendir cuentas ellos mismos, acercarse a la ciudadanía y demostrar con claridad su impacto social.
Reconocer esas fallas no implica justificar su desaparición. Que una institución sea imperfecta no significa que deba eliminarse, sobre todo cuando no se propone un mecanismo más fuerte, más independiente o transparente para sustituirla. Lo que preocupa no es solo la crítica al pasado, sino el vacío que se deja en el presente.
Aquí aparece la incongruencia central. Hoy vemos a un gobierno que exige cada vez más cumplimiento, más reportes, más controles y más transparencia a empresas y contribuyentes, pero que al mismo tiempo debilita o elimina los mecanismos diseñados para vigilarlo a él mismo. Se exige rendición de cuentas hacia afuera, mientras se rehúye hacia adentro.
La pelea en el Congreso no fue un accidente ni un exceso aislado. Fue una reacción visceral ante un tema que incomoda: quién vigila al poder y hasta dónde. Cuando la discusión se vuelve física, cuando el recinto se transforma en ring, lo que se está disputando no es una reforma administrativa, sino el control de los contrapesos. Como perros tratando de arrancar una parte del pastel. Un pastel que no les pertenece. El pastel son los recursos del país, los presupuestos, las instituciones y las decisiones estratégicas. Y mientras se disputan quién se queda con qué, seguimos careciendo de programas sólidos, políticas públicas de largo plazo y proyectos verdaderamente sostenibles.
Se habla de transformación, pero se reduce la vigilancia. Se habla de justicia social, pero se concentra el poder. Se habla del pueblo, pero se gobierna sin escucharlo.
Cuando la rendición de cuentas estorba, no es porque falle el sistema, sino porque revela demasiado. Lo verdaderamente peligroso no son los organismos imperfectos, sino los gobiernos que no toleran ser observados. Y mientras el poder se pelea por el pastel, la ciudadanía sigue esperando algo elemental: liderazgo con ética, empatía y responsabilidad sobre lo que no les pertenece.
Más allá de partidos, colores o siglas, lo que hoy resulta verdaderamente decepcionante es la falta de empatía en quienes nos lideran. Empatía para entender que gobernar no es ganar una batalla política, sino administrar con responsabilidad lo que no les pertenece. Empatía para reconocer que el poder no es botín. Empatía para comprender que sin transparencia no hay legitimidad, y sin legitimidad no hay futuro sostenible.
Si a las empresas se les exige operar bajo criterios ESG, si a los ciudadanos se les pide cumplir, reportar y demostrar, entonces el gobierno debería ser el primero en asumir ese estándar. Porque la rendición de cuentas no debilita al poder: lo dignifica.
Y hoy, más que discursos o peleas, lo que México necesita es liderazgo con ética, instituciones que incomoden y representantes que recuerden que están ahí para servir, no para repartirse el pastel.
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