Que si un niño trabaja sea porque alguien quiere inculcarle el sentido del deber, no porque deba llevar dinero a la familia. Que si menciono mi lugar de nacimiento sólo sea para ubicar mi nacencia, no para estigmatizarme por el código postal. Que si alguien desea emigrar sea por gusto, no porque necesite resguardar su vida. Que si una mujer decide tener un hijo sea por voluntad propia, no porque la obligaron a tenerlo. Que si alguien decide ser mujer cuando nació hombre sea capaz de salir a la calle y plantarse con toda su hermosura. Que si alguien elige ser payaso sea capaz de rechazar la abogacía. Que si alguien quiere tener una víbora de mascota, sepa que cuando crezca puede comerle sus gallinas…

Las plegarias surgen. La mía debe ser por la trasnochada, por el insomnio que me llega con las aguas o el caos que anuncian los divorcios políticos… Terminé la plegaria y salí del letargo. Caminé salteando cuerdas de perros y escuché la charla entre dos tipos: «El mundo es injusto. ¿Cómo puede un presidente prohibir que la gente entre o salga del país? Eso no es libertad, es esclavitud. ¿De qué esclavitud hablas?, vives en un país donde tienes que trabajar de sol a sol con un sueldo que nunca te permitirá salir de vacaciones y hospedarte en un hotel decente. ¿De qué libertad hablas…?, eres un idiota. El idiota eres tú… Adelanté el paso y los dejé de escuchar. Llegué al café. Escribí mi nota y justo se acerca a mi mesa una mujer con la mirada extraviada, vociferando incoherencias. Me pregunto si no pudo recuperar la vigilia. En silencio empecé a repetir mi plegaria… ella poco a poco se alejó.

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