Fue a principios de los 2000’s, durante el surgimiento de YouTube, que la comunidad gamer en Latinoamérica tomó como uno de sus primeros memes a Josué Yirón. En una calidad de video de dudosa procedencia y con su peculiar acento, este evangelista advertía dramáticamente sobre «la maldad que se esconde dentro de los nintendos».

Su enfoque no solo eran juegos violentos como Doom o Resident Evil. Titulos tan inofensivos como Super Mario, Pokemon, incluso Kirby formaron parte del minucioso escrutinio de su empaque (a pesar del uso de malas traducciones y frases sacadas de contexto).

Más de veinte años después políticos, líderes religiosos y medios de comunicación parecen tener una respuesta clara ante la violencia entre los jóvenes: los videojuegos son los responsables. La cuestión aquí: ¿Realmente lo son?

En el año 2019, las universidades de Oxford y Cardiff publicaron en la revista Royal Society Open una investigación al respecto. A través de datos obtenidos mediante entrevistas realizadas a mil adolescentes británicos y sus padres, descartó la relación entre conductas agresivas y esta actividad.

Andrew Przybylski, director principal del estudio, formó parte de las voces entre la comunidad científica que destacaron el uso responsable del videojuego como rol importante de la salud mental mental en sus usuarios durante la contingencia de aislamiento social durante la pandemia de Covid-19, todo esto por medio de ISFE, la organización que representa a dicha industria en Europa.

Por medio del ensayo «Moral Combat: Why the ar on Violent Video Games is Wrong», los especialistas en psicología clínica Christopher Ferguson y Patrick Markey concluían en que el estigma contra este pasatiempo no se encuentra apoyado por evidencias científicas.

Ambos académicos estadounidenses analizaron que, en la medida que el videojuego se ha vuelto más popular, los países de mayor consumo presentan índices menores de violencia.

Además, la misma industria se ha encargado de regular su uso adecuado a través de su sistema de clasificación, señalando en sus empaque las edades míninas recomendadas y algunas descripciones de contenido, alertando la presencia de temáticas que puedan ser inapropiadas para menores o personas de mayor sensibilidad a la violencia.

Mientras tanto, esta evidencia parece no ser suficiente para el Gobierno de México, anunciando un aumento de impuestos sobre videojuegos violentos, noticia que no está exenta de matices.

De acuerdo con la Secretaría de Hacienda, estudios recientes encontrarían una «relación entre el uso de videojuegos de naturaleza violenta y un nivel más alto de agresión entre los adolescentes, así como efectos sociales y psicológicos negativos como aislamiento y ansiedad», esto sin incluir que el análisis fue realizado ignorando el sistema de clasificaciones en contenidos.

Este tipo de cargas fiscales no solo implica un retroceso en la estigmatización de una industria que impulsa la cultura de la creatividad. También distrae la opinión pública de las soluciones reales que el país necesita.

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