México es el cuarto país más peligroso del mundo, según la ACLED. En esa misma lista aparecen Palestina y Ucrania, territorios en guerra abierta. Pero hay un dato más que completa el cuadro y lo vuelve todavía más alarmante: México es el segundo país más peligroso del mundo para ejercer el periodismo. El primero es Palestina…
Cuarto lugar en violencia general. Segundo lugar en violencia contra periodistas.
Ese es el cóctel.
La pregunta no es sólo qué dice esto del país. La pregunta es qué significa para el periodismo, para el acceso a la información y para quienes vivimos aquí, tratando de entender qué pasa mientras todo parece descomponerse.
Según Artículo 19, desde el año 2000 han sido asesinados más de 160 periodistas en México. A esto se suma un dato que explica por qué la violencia no se detiene: más del 90% de los casos sigue impune. No hay castigo. No hay verdad judicial. No hay garantías.
Cuando un país se convierte en uno de los lugares más letales para informar, el mensaje es claro: contar la realidad tiene consecuencias. Y esas consecuencias no recaen solo sobre quien firma una nota, toma una foto o graba un video. Recaen sobre todos nosotros. Porque el periodismo no es un lujo democrático, es una infraestructura básica. Sin periodismo no sabemos. Y cuando no sabemos, no podemos decidir, exigir ni cuidarnos.
En Sinaloa, este escenario se vive con particular crudeza. La violencia va en aumento, los episodios armados se vuelven más frecuentes y, sin embargo, la información circula a medias. No por falta de hechos, sino por exceso de riesgo. Hay temas que ya no se cubren. Nombres que no se publican. Contextos que se omiten. Datos que se suavizan. No porque no existan, sino porque decirlos cuesta demasiado.
La censura no siempre llega con una amenaza explícita. A veces llega disfrazada de “recomendación”. De retiro de publicidad oficial. De despidos silenciosos. De precariedad laboral. De falta de respaldo institucional cuando el periodista ya fue amenazado y nadie responde.
Eso también mata
No con balas, pero sí con desgaste, miedo y abandono.
Cuando informar se vuelve una actividad de alto riesgo, la autocensura deja de ser una decisión ética y se convierte en una estrategia de supervivencia.
¿Qué significa esto para el acceso a la información?
Significa que recibimos versiones incompletas de la realidad. Que circulan rumores en lugar de datos. Que el miedo sustituye al contexto. Que la gente no sabe qué pasó realmente, quién es responsable, qué autoridades fallaron o por qué nadie responde. El vacío informativo no trae calma: trae desinformación y pánico. Por eso la violencia contra periodistas no es un problema “del gremio”. Es una agresión directa al derecho colectivo a saber. A la memoria. A la posibilidad de nombrar lo que duele y entender lo que ocurre.
En estados como Sinaloa, donde la violencia se ha normalizado como parte del paisaje, el silencio se vuelve funcional al poder. Cada nota que no se publica, cada investigación que se congela, cada periodista desplazado o callado fortalece una estructura que se sostiene precisamente de eso: de que no se diga nada.
Ser el cuarto país más peligroso del mundo y el segundo más letal para periodistas no es una coincidencia. Es una señal. Significa que la violencia no solo se ejerce con armas, sino también controlando lo que se puede contar. Que la guerra aquí no siempre se libra en el territorio, sino en la información.
Mientras sigamos creyendo que el riesgo es solo para quienes hacen periodismo, seguiremos caminando a ciegas, creyendo que el silencio nos protege, cuando en realidad es lo que nos deja más expuestos.
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