El domingo violento que registró Sinaloa el 29 de junio mata también cualquier esperanza de recuperar la tranquilidad y prevalencia de la ley, en la eterna guerra del narcotráfico y la infinita actitud del gobierno que no hace todo lo que puede y debe operar para someter a la delincuencia organizada que se moviliza y actúa a sus anchas.

Cuerpos decapitados colgados de puentes, enfrentamientos en que son los militares los que resultan heridos, homicidios dolosos en varios sectores de ciudades y poblaciones rurales y cadáveres apilados en vehículos abandonados en la vía pública, recalcan la narrativa del terror que mantiene a la sociedad y sus actividades lícitas inmovilizadas.

Acercándose a los diez meses de pesadilla donde el crimen organizado avanza por encima de la fuerza pública federal y estatal, desvanece la aptitud y voluntad de las autoridades en su responsabilidad de proteger a la población pacífica pues en ocasiones ni siquiera informan oportunamente de eventos de violencia en curso para que la gente tome las precauciones correspondientes.

Los criminales, que al parecer refuerzan sus alianzas de crueldad y terror, persisten gracias a que la estrategia de seguridad pública ancla en el discurso que ofrece paz en la palabra pero no la traduce del todo en realidades de tranquilidad y legalidad, porque cada día que pasa el esfuerzo interinstitucional contra la narcoguerra le dedica mayor tiempo al recuento de los muertos que a evitar los saldos letales.

Las jornadas del salvajismo instauradas por células del narcotráfico confrontadas le están causado graves daños al tejido social cuya larga capacidad de reistencia empieza a agotarse. Mucha presencia de delincuencia y bastante vacío de autoridad son la amalgama perfecta para el colapso total de un Sinaloa urgido de civilidad lograda por seguridad pública, labor ministerial e impartición de justicia más eficientes.