Culiacán, Sin.- Rubén Aceves Leal tenía 61 años y un sueño sencillo: terminar una cabañita en un terreno de Mazatlán para pasar ahí su retiro junto a su esposa. Después de toda una vida de trabajo en las calles, los tianguis y las rancherías de Sinaloa, vendiendo lo que la temporada dejara como frutas, verduras, bolis o persianas, él se veía a sí mismo disfrutando de la paz de ese espacio, en compañía de la mujer con la que había compartido su historia.

Era un hombre que hacía reír. No en el sentido de ser ligero, sino de encontrarle chispa a la vida. Cuando el ambiente se ponía pesado, él buscaba cómo aligerarlo. De joven, incluso se disfrazaba de payaso para ir a los campos agrícolas a predicar la palabra de Dios. Su fe lo llevaba a entregar lo poco o mucho que tenía a quien lo necesitara. Más tarde, junto a su hijo Carlos y el resto de su familia, recorría las vías del tren de Culiacán para entregar comida caliente a migrantes y personas en situación de calle. Rubén era así, alguien generoso con su tiempo, con sus manos, con sus risas.

Su sueño era jubilarse en una cabañita junto a su esposa, el amor de su vida.

Esa tarde del 29 de agosto fue al Hospital Civil porque su esposa lo necesitaba. Ella cuidaba a un tío abuelo internado y Rubén insistió en acompañarla. Ahí, entre papeleos y esperas, el azar lo puso frente a la violencia que atraviesa las calles de Culiacán.

Cuando comenzaron los disparos contra la fachada de Urgencias, Rubén y su esposa estaban sentados juntos en una jardinera. Minutos antes, ella se había recostado un instante, quizá cansada de tantas horas en vela. Nadie sabe con certeza si fue él quien la empujó al suelo o si ella misma se lanzó instintivamente. Lo cierto es que las balas no le dieron tiempo a él de resguardarse.

Lo alcanzaron de frente.

Su hijo Carlos lo recuerda como un hombre que luchó hasta el último aliento. Los médicos le dijeron que apenas habían pasado dos minutos desde que falleció cuando él entró a reconocerlo. Entre la enfermedad que ya cargaba, la pérdida de sangre, la edad y dos balazos de alto calibre en el pecho, su cuerpo no resistió.

Nos sentimos destrozados, enojados, con rabia”, dice Carlos, “porque nos arrancaron a un ser querido de la nada. Uno sabe que tarde o temprano vamos a morir, pero no así. Esperábamos despedirnos de él en 20 años, quizá en una cama, en paz. No de esta manera”.

A pesar de la furia, la fe es lo que sostiene a la familia Aceves.

Somos cristianos y creemos que mi papá está en un lugar mejor, en la presencia de Dios, sin dolor ni cansancio. Eso nos da tranquilidad en medio de tanto dolor”, afirma Carlos.

Rubén ya no estará para repartir café, cargar sillas o aligerar el peso de las mesas en el comedor comunitario que levantaron en Culiacán. Pero su legado no se extinguirá: seguirá vivo en las manos que ahora sirven en su lugar, en cada plato de comida, en cada gesto de generosidad que se multiplica gracias al ejemplo que dejó.

Rubén no es solo un número, es una historia que la violencia arrebató.

Ese 29 de agosto, las balas arrebataron la vida de un hombre que no debía morir así. Pero la memoria de Rubén Aceves Leal, padre de cuatro hijos y esposo de Aida Navarro, resiste, sembrada en las calles donde caminó, en las sonrisas que arrancó, en la cabañita que soñó y en la fe que sostuvo hasta el final.