Culiacán, Sin.- En Culiacán se respira un aire distinto. La guerra intestina entre los Chapitos y los Mayos del Cártel de Sinaloa ha dejado cicatrices visibles: calles sitiadas, familias desplazadas, comercios que bajaron sus cortinas y una ciudadanía que aprendió a vivir con miedo. Pero también abrió una grieta de reflexión.
¿Qué hacer con esa herida? ¿Lamentarse por la pérdida del “viejo Culiacán”, o aprovechar la coyuntura para construir una ciudad distinta, cimentada en valores y comunidad?
Para Miguel Calderón Quevedo, del Consejo Estatal de Seguridad Pública, el dilema es claro.
“Era una paz frágil, colgada de alfileres. Hoy, en medio de la madre de todas las batallas, es momento de pensar en una paz verdadera, duradera, que se construya con instituciones sólidas y con familias que transmitan valores”.
El espejismo del “viejo Culiacán”
Muchos ciudadanos suspiran por lo que llaman “el antiguo Culiacán”, aquel donde la violencia era selectiva y la vida cotidiana parecía mantenerse a flote bajo un pacto silencioso entre autoridades, sociedad y narco. Sin embargo, Calderón advierte que esa nostalgia es peligrosa.
“El Culiacán de hace 50 o 60 años, donde los códigos de convivencia se entendían desde la familia y la mirada del abuelo, puede servirnos de referencia. Pero lo fundamental es que la catarsis social que vivimos se traduzca en un nuevo pacto ciudadano, no en el regreso a lo que ya no funciona”, afirma.
Lo que antes se vivía como glamour narco, vehículos de lujo, música de corrido a todo volumen, estéticas ostentosas, hoy es percibido por muchos como un lastre que deformó los valores colectivos.
Cultura contra la simulación
El presidente de la Comisión Estatal de Derechos Humanos, Óscar Loza Ochoa, también observa en esta coyuntura un punto de inflexión. Para él, el consumo suntuario y la normalización de la narcocultura marcaron a Culiacán con un sello que no debe repetirse.
“Ese consumo no era de la inmensa mayoría, sino de una élite, y nada ayudaba para cultivar valores en nuestras infancias y adolescencias. Hoy tenemos que apostar por políticas culturales que no se queden en las élites, sino que interactúen con la sociedad y se nutran de ella”, explica.
Loza insiste en que la reconstrucción del tejido social pasa por colocar la cultura y la educación en el centro, no como adornos, sino como verdaderas herramientas colectivas para superar la normalización de la violencia.
El cuerpo femenino como espejo de la violencia
Desde el arte, la artista plástica Karla Roxana García lanza otra mirada: la de los cuerpos de las mujeres atravesados por la narcocultura. Su proyecto busca reflejar cómo la estética impuesta en Sinaloa a través de cirugías, hipervisibilidad y presión por cumplir estándares, funciona como una forma de violencia silenciosa.
“En Culiacán se han normalizado presiones estéticas que operan como formas de violencia. Más que añorar lo que ya se conocía, la coyuntura de violencia debería servirnos para buscar otro tipo de sociedad, donde los valores, la comunidad y la reparación del tejido social estén en el centro”, afirma.
Para García, la llamada “belleza letal” es apenas una de las caras de un sistema simbólico que produce control, exposición y riesgo. Su apuesta artística es desvelar esa violencia escondida en lo glamoroso y abrir paso a nuevas narrativas femeninas.
Entre la catarsis y la oportunidad
Las tres voces coinciden en lo mismo: lo que enfrenta Culiacán no debe resolverse con nostalgia, sino con la decisión de apostar por un futuro distinto.
La violencia exhibió la fragilidad de una paz simulada, pero también abrió un terreno fértil para repensar la ciudad desde la ciudadanía, la cultura, la familia y la comunidad.
El reto es enorme: convertir la catarsis en un proceso colectivo y sostenido que impida repetir los ciclos de sometimiento. La disyuntiva está planteada: volver a un pasado cómodo pero falso, o caminar hacia un Culiacán que, por primera vez en décadas, se atreva a imaginarse en paz.
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