Concordia, Sin.– En lo alto de la sierra del sur de Sinaloa, el crimen organizado ha forjado una figura de poder que se confunde con la autoridad misma. Su presencia se impone en la vida cotidiana y en las decisiones más íntimas de las comunidades. Desde ahí, el narco ha hecho tangibles los miedos que germinan entre las infancias y maternidades serranas: el temor de que los jóvenes varones sean vistos como carne para sus filas, y el de que las mujeres, especialmente las más jóvenes, sean manipuladas o forzadas a convertirse en sus esposas.
Dentro de las comunidades rurales existe un término que nombra el acto en el que un hombre separa a una mujer de su familia, sin su consentimiento, con fines de vida conyugal: robar.
“Te voy a robar.”
Una frase que antes se decía en voz baja, entre la tradición y un delito disfrazado de romanticismo, hoy se repite como una amenaza que despierta uno de los temores más profundos entre las niñas, adolescentes y mujeres de la sierra. Es con esa misma palabra con la que muchos integrantes del crimen organizado expresan su interés en las mujeres de estas comunidades.
“Viven con ese miedo constante”
Según la psicóloga y maestra en Derechos Humanos Edith Robles, quien ha brindado acompañamiento psicológico a pobladores de las comunidades de La Petaca, Chirimoyos y Cuatantal a través de la brigada Donde arde florece, organizada por el colectivo Periferias Subversivxs, al menos cuatro mujeres han vivido situaciones de acoso por parte de integrantes del crimen organizado.
“Ellas viven con ese estrés, la angustia y el miedo de que se las ‘roben’, de que se las lleven, según bajo un plan de conquista. Pero no deja de ser algo aterrador para ellas. No tienen la intención de dejar sus casas ni el plan de casarse, menos con ellos”, confirmó Robles.
Hasta el momento, Robles ha brindado 33 atenciones individuales, entre mujeres, hombres y niños, además de tres sesiones grupales con mujeres, de las cuales más de una docena presentan síntomas de depresión, ansiedad y trastorno de estrés postraumático (TEPT).
Esta última condición afecta principalmente a las mujeres: algunas son madres que temen por la seguridad de sus hijos adolescentes ante la posibilidad de que sean reclutados por grupos delictivos, mientras que otras temen que sus hijas terminen unidas a un hombre vinculado al crimen organizado, ya sea mediante una relación forzada o bajo cualquier otra forma de coerción.
Aunque hasta el momento el colectivo organizador de las brigadas no ha recibido reportes formales de este tipo de hechos, las madres y jóvenes no pueden evitar sentir la preocupación constante de que esta amenaza se cumpla. Por eso, perciben su hogar como el único espacio seguro que les queda.
El falso consentimiento
Según Rita Tirado, integrante del colectivo Periferias Subversivxs, en las comunidades serranas, la figura del hombre ligado al narcotráfico se impone como un modelo de poder. Tiene dinero, camioneta, armas y una presencia que inspira tanto respeto como miedo.
En contraste, las jóvenes crecen en un entorno donde las opciones son limitadas: escuelas profesionales lejanas, un campo laboral restringido y, principalmente, un espacio dominado por el control de los grupos criminales. Bajo esas condiciones, la promesa de una vida “mejor” fuera del pueblo puede parecer un escape, aunque en realidad sea otra forma de encierro.
En la narrativa local se dice que “se fueron por gusto”, pero para Rita esa versión oculta un trasfondo más grave: relaciones desiguales marcadas por la coerción, la manipulación y la desigualdad económica.
“No es que se vayan por amor; es una relación de poder. Ellos ejercen autoridad, dinero e influencia sobre niñas y adolescentes que viven en contextos de vulnerabilidad. Para muchas, la idea de ser pareja de alguien del narco parece la única salida posible a la precariedad, pero en realidad es una forma de violencia”, menciona Tirado.
Desplazarse sin salir del miedo
Frente a esta realidad, la psicóloga Robles advierte que huir tampoco es una alternativa que les borre sus miedos. El miedo y la angustia derivados del desplazamiento acompañan a las víctimas a cualquier lugar al que vayan, pues no reciben el acompañamiento que, como personas desplazadas forzadamente, el Estado debería brindarles.
Las familias de estas comunidades ya han vivido desplazamientos forzados en más de una ocasión y hoy se encuentran en un proceso de retorno inseguro.
En las sesiones de acompañamiento, muchas de ellas relatan el peso de esa incertidumbre: el miedo a que una camioneta se detenga frente a su casa, a que un mensaje malinterpretado se convierta en sentencia o a que las promesas de rapto se cumplan.

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