Las personas migrantes ciegas no llegaron a la iglesia Epifanía de Los Ángeles, California, el pasado 12 de junio. Tenían una cita importante, pero se quedaron en casa porque afuera hay redadas.
Llevan meses encerradas.
Hay quienes no pueden caminar y usan sillas de ruedas y también están confinadas. Y están igual otras que perdieron extremidades y usan prótesis. Algunas con sordera u otras discapacidades.
Se esperaba que este encuentro de la organización Migrantes con Discapacidad se llenara. Pensaban que iban a llegar a varias decenas, que quizá fuera “una multitud”.
Pero “la gente no fue por miedo a las redadas de Donald Trump”, contó el sacerdote Alejandro Solalinde, uno de los organizadores de la jornada, a la que llegaron 14 personas.
Justo cinco días antes el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) fue a las zonas más pobladas por personas latinas de Los Ángeles a capturar migrantes. Lugares de trabajo, escuelas y otros espacios públicos eran los objetivos.
Por eso la mayoría se quedó en casa y “llegaron solo las que ya no tenían nada que perder, que les daba lo mismo que las regresaran”, contó Solalinde.
Según el Migration Data Portal, no hay estadísticas de personas migrantes forzadas con discapacidades, solo estimaciones.
En Estados Unidos viven 47.8 millones de personas migrantes con situación migratoria irregular, de acuerdo con la encuesta 2023 sobre la Comunidad Estadounidense (ACS) de la Oficina del Censo de EE. UU. Los Ángeles tiene 4.2 millones de migrantes (es la segunda después de Nueva York).
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM), utilizando datos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y el Banco Mundial, estima que aproximadamente el 15% de las personas desplazadas por la fuerza a nivel mundial son personas con alguna discapacidad.
Y tampoco hay una cifra para saber cuántas personas son migrantes sin documentos legales que viven con discapacidad. Pero ahí está este grupo en Los Ángeles, y lo dirige Blanca Ángulo, mexicana, de 63 años, invidente, que emigró en 1991 y hasta hoy no ha podido conseguir papeles.
“Reúno a la gente dos veces al mes para que salgan de sus casas, de sus encierros, pero ahorita nos ha afectado porque estoy haciendo las juntas en línea. porque muchos de nosotros somos indocumentados y no podemos salir. Migración nos tiene detenidos”, contó.

Reunión de integrantes de Migrantes con Discapacidad, en Los Ángeles. Foto: Cortesía.
Hay uno que sí salió a la calle el 12 de junio para la reunión con Solalinde: Es José Luis Hernández, hondureño, que hace 19 años se cayó entre las ruedas de un tren en marcha y perdió una pierna, un brazo y dedos de la mano que le quedó.
Fundó Migrantes con Discapacidad hace cuatro años junto con el padre Richard Moreno.
José Luis piensa que el gobierno de Estados Unidos les está mandando un mensaje de que “quieren que sintamos vergüenza hasta de existir”.
Pero el padre Solalinde, que conoce bien a José Luis, cree que él es “la viva imagen de la migración” y piensa que no va a ser posible que sienta vergüenza de existir.
“A Trump le gustaría que no existieran los pobres, los estorbos, los disfuncionales, los que ya no tienen razón de existir. José Luis es la viva imagen de la migración. La persiguen, la lastiman, la hieren, casi la matan, pero no la acaban. José Luis viene siendo la migración que puede casi desaparecer, pero luego vuelve a aparecer con más fuerza. No se acaba”, dijo Solalinde.

Alejandro Solalinde y José Luis Hernández reunidos en LA en 2025. Foto: Cortresía.
LA IMAGEN DE LA MIGRACIÓN, UN DÍA EN EL DESIERTO
El 11 de junio de 2006 a José Luis le brotaba el sudor desde la coronilla hasta la nuca bajo el sol desértico de Chihuahua mientras se afirmaba a los fierros, acomodado entre dos vagones de un tren en marcha que lo llevaría a la frontera norte de México.
Llevaba un cansancio acumulado durante 2,969 kilómetros de 19 días de viaje en buses y trenes desde Honduras y nunca se había enfrentado al rigor del desierto. Pensó que ese sudor indicaba que le estaba pasando algo raro. No se sentía bien.
Después de la sensación rara en la nunca llegó el desvanecimiento y sus dedos se soltaron de los fierros del tren. “De repente quedé a oscuras y me caí, fue un desmayo por el calor seco que hace ahí en junio”, conto él.
Selvi Ucles, que viajaba sobre el mismo tren, notó que su amigo José Luis ya no estaba. Creyó que se le había escondido, porque así era él, bromista y molestón. Pero José Luis esta vez no bromeaba.
Cayó bajo el tren, con la pierna derecha sobre el riel. Volvió del desmayo e intentó salvar su pierna jalándola con su brazo derecho, que quedó bajo una rueda del siguiente vagón. Entonces su instinto lo hizo arriesgar también el brazo izquierdo y una tercera rueda pasó sobre sus dedos.
José Luis Hernández, migrante, de 18 años, habitante de la colonia Primavera de la ciudad del El Progreso, Yoro, Honduras, quedó tirado en medio de la polvareda levantada por ese tren que acababa de transformarle el cuerpo poquito antes de llegar a la ciudad de Delicias, Chihuahua.
Respiraba. Ningún órgano vital estaba afectado aún.
Una mancha de sangre que quedó en una rueda fue captada por la mirada de Selvi mientras lo andaba buscando. Esa coincidencia hizo que el chico se bajara rápido del tren y fuera a encontrar a su amigo y a buscar ayuda.

José Luis Hernández, en 2014, en su casa, antes de encabezar la Marcha de lls Mutilados. Foto: Rodrigo Soberanes.
COMO VENADITOS
En agosto de 2025 José Luis dice desde Los Ángeles que no fue buena idea hacer la marcha de los mutilados en 2014. “Yo ni pensaría en la idea de tomar ese riesgo de hacer venir a tantas personas con condiciones tan especiales”.
Dice, hablando fuerte, que trabajaría en Honduras “por los migrantes mutilados que viven allá en condiciones extremadamente miserables” y para que “la gente no tenga la obligación de arriesgar su vida para emigrar a una tierra prometida que no existe, no existe, no existe”.
Al día siguiente de la reunión de Amiredis en El Progreso, el José Luis de marzo de 2014 fue invitado al sector Rivera Hernández, la población que en ese momento tenía la mayor tasa de homicidios de san Pedro Sula, que en ese momento era la ciudad con mayor tasa de homicidios del mundo.
Se bajó en una parada ubicada en territorio de la pandilla MS 13 donde el día anterior mataron a un chico de la pandilla Barrio 18 que no se dio cuenta cuándo cruzó una de esas fronteras invisibles que impiden a chicos “mareros” pisar territorios enemigos.
Caminó hacia el interior de la Rivera Hernández por calles sin pavimento, levantando polvo al caminar y llegó a la sede de un centro educativo donde llegan en las tardes niñas, niños y adolescentes que viven en el contexto de la violencia de las pandillas. El lugar se llama Paso a Paso.
“Ayyy.. paso a paso, así llegamos”, dijo José Luis.
Y después de cruzar la puerta del lugar, leyó en una pared que un día Engie Guevara, alumnita del centro educativo, “volverá de mariposa” a la vida. “Libre, nunca encerrada” y sin miedo a los niños pandilleros que la mataron a pedradas.
Miró a la juventud de su honduras escapándose unas horas en la tarde a Paso a Paso a aprender música, artes. La historia de las Hermanas Mirabal de Nicaragua, del Padre Romero de El Salvador y otros defensores de derechos humanos.
Cerca de ahí en el sector de La Lima, está el aeropuerto de San Pedro Sula y el Centro de Atención al Migrante Retornado donde dos veces a la semana llegaban mujeres y hombres deportados en avión desde Estados Unidos.

Migrantes hondureños llegando a San Pedro Sula en calidad de deportados, en 2014. Foto: Rodrigo Soberanes.
Llegaban sobándose las muñecas después de un viaje con las manos esposadas en el avión, sin cinturón ni agujetas. Las misioneras escalabrinianas les entregaban una “baleada” (tortilla de harina con frijoles y queso), un jugo y algunas pertenencias en una bolsita que les habían sido confiscadas.
“Indigno, indigno”, decía José Luis, que 11 años más tarde habría de recordar ese momento cuándo él mismo fue detenido en Estados Unidos y mantenido días amarrado. Los agentes de ICE tuvieron que ser creativos para poder esposarlo, ya que no tiene una pierna ni un brazo.

José Luis mirando cómo son atendidas las personas migrantes a su llegada a Honduras. Foto: Rodrigo Soberanes.
Al día siguiente fue a Corinto, un paso en la frontera con Guatemala, porque era día de llegada de la niñez deportada desde México. Vio llegar los buses blancos donde venían familias con bebés y niños que viajaron más de 10 horas desde la estación migratoria Siglo XXI de Tapachula, Chiapas.
Algunas familias se aseaban sobre el pavimento, algunas ubicaban hacia donde quedaba el norte y se arrancaban a caminar lo más rápido posible en dirección opuesta a Honduras. A algunas las atrapaba la policía, las metían en un viejo school bus amarillo y se las llevaba hacia San Pedro Sula.
José Luis observaba junto a Marcia Martínez, de Cofamipro, y Iolany Pérez, periodista de Radio Progreso. Ellas le explicaron que son pura gente amenazada por las pandillas y que por eso no quieren volver a San Pedro Sula.
Ver a las criaturas agarradas a sus mamás en estampida era como imaginar a don Jeremías colgado de los fierros del tren, con los pies ondeando, antes de caer. O a Benito o a Norman.
“Cómo venaditos asustados” decía José Luis que andaban esos niños en Corinto.
En 2025, salió a la calle en Los Ángeles y vio más venaditos:
“La gente no tiene paz en las calles, están agarrando el autobús y están como venaditos cuando los han correteado. Voltean para allá, para acá, para ver qué viene, que no viene”.
LAS DOS MARCHAS DE LOS MUTILADOS
El 22 de marzo de 2014, 20 migrantes mutilados de la organización Amiredis llegaron al Gran Terminal de San Pedro Sula. En esa estación de buses es raro ver personas con maletas. La mayoría es gente que lleva una mochila y solo compra pasaje de ida.
Los migrantes que Solalinde describe como “los que no tienen nada que perder” iniciaban su caravana hacia México con dinero para llegar a Guatemala y la ropa que podían cargar. “No nos importa”, decía José Luis.
Doña Rosa Nelly, la mamá buscadora, estaba preocupada. ¿“Qué sabes de ellos?”, preguntaba por teléfono.
Dos días después aparecieron sólo 15 en Ciudad de Guatemala diciendo ante medios de comunicación que iban a México a visibilizar su situación y exigir visas humanitarias para que ningún migrante se tenga que subir al tren de carga.
Al día siguiente llegaron a Tecún Umán, el pueblo a la orilla del rio Suchiate que los separaba de México.
Decenas de balsas construidas con llantas de tractor y tablas cruzaban de un país a otro transportando mercancías y personas, impulsadas por chicos con largas varas de madera apoyadas en el fondo del rio.
Se repartieron en varias balsas y se arrojaron al cruce del río con sus prótesis de hierro y fibra de vidrio. Todos llegaron a la otra orilla.
“Bueno, fue arriesgado, porque pues imagínate sin piernas y subiéndonos a unas balsas”, dijo José Luis en 2025.
Entraron 60 kilómetros a México en transporte público y volvieron a comunicarse desde el albergue El Buen Pastor de Tapachula. Esperaron dos días a que el Instituto Nacional de Migración les diera permisos para adentrarse en México.
Se desesperaron y tomaron una combi hacia Arriaga, Chiapas, para subirse al tren. Salió la noticia en los medios y alguien del INM la leyó.
“Nos acaban de alcanzar los de migración”, contó José Luis ese día desde la carretera Tapachula-Arriaga.
El gobierno mexicano les dio visas humanitarias y les pagó el pasaje de autobús hacia la ciudad de México y así evitaron que sucediera la escena de los migrantes mutilados volviéndose a subir al tren en México y que se publicara en los medios de comunicación de los reporteros que los seguían.
Los atendieron en albergues. Fueron entrevistados y fotografiados en medios de comunicación. No llegaron a Los Pinos como querían, pero sí al Senado, donde hablaron en tribuna de lo que les pasó y cuál era su causa.
Ahí recibieron la promesa de que el INM daría visas humanitarias a cualquier migrante mutilado que quiera cruzar México. También les pagaron sus pasajes para regresar a Honduras.
Menos de un año después, el miércoles 26 de febrero de 2005, estaban de regreso en el camino. Iban los mismos 15, ahora rumbo a Estados Unidos, y cruzaron por Piedras Negras, Coahuila. Los capturaron a todos y los encerraron en un centro de detención de la ciudad de Eagle Pass.
Ahí fueron vejados. No podían creer que los encadenaran. “Qué vine yo a hacer aquí. Jamás pensé que a estas alturas de la vida iba yo a ser encadenado”, pensó José Luis. “estuve con frío, sin colchón” mientras los guardias le decían “No te invitamos a venir”.
José Luis hizo una huelga de hambre de cinco días y volvió a sobrevivir. Logró presentarse ante un juez que ordenó su liberación.
10 de los 15 integrantes de la caravana firmaron su deportación y volvieron por aire a San Pedro Sula. Llegaron en uno de los dos días de deportaciones y los recibieron las misioneras escalabrinianas con una baleada y atención psicológica.
Tomaron un bus hacia El Progreso, donde estaba la siempre preocupada por los migrantes Rosa Nelly Santos. Y la agrupación Amiredis quedó disuelta.
José Luis, que un año atrás estuvo en el aeropuerto de San Pedro Sula sentado viendo la llegada de las y los deportados, ahora estaba en Estados Unidos.
Los cinco que quedaron en Eagle Pass, al encontrarse libres se contactaron con organizaciones que les fueron consiguiendo lugares donde dar pláticas y conseguir dinero para llegar a su siguiente destino que era la Casa Blanca.
El 23 de septiembre llegaron al entonces domicilio de Barack Obama y extendieron sus pancartas con consignas. Coincidieron con una visita del papa Francisco, trataron de acercarse a él y lograron que les dijera “hola y adiós”, cuenta José Luis.
“Todos los planes, las ideas que traíamos fueron desvanecidas. Queríamos llegar a la Casa Blanca a denunciar lo que se vive en nuestro país, que sigue pasando. No logramos nuestros objetivos. Yo ni pensaría en la idea de tomar ese riesgo de hacer venir a tantas personas con condiciones tan especiales. No tuvo frutos”.
VENADITOS EN LOS ÁNGELES
José Luis ya no volvió a Honduras. Tuvo un periplo de seis años cantando en iglesias y dando pláticas hasta que se estableció en Los Ángeles y conoció al padre Richard Moreno, quien rápido lo convenció a volver a encabezar causas de migrantes con discapacidades.
“Él me quiso conectar con programas de asistencia a personas con discapacidad y nos dimos cuenta de que sí hay muchos programas, pero si no tienes un estatus legal, no calificas”.
Moreno le sugirió formar un grupo “para que seamos escuchados, que no estemos en el anonimato”, contó.
José Luis y el padre Moreno salieron a la calle a buscar personas afuera de los hospitales y los parques. También publicaron avisos en medios de comunicación. La mayoría de los que hallaron eran personas con ceguera adquirida ya en Estados Unidos por diabetes o accidentes laborales.
Algunos de ellos “homeless” porque cuando dejaron de ser productivos, fueron echados a la calle.
Entró en escena Blanca Ángulo, exbailarina profesional mexicana que comenzó a perder la vista antes de emigrar. Notó cosas raras cuando estaba en el escenario y perdía el sentido de dónde estaba el público y le costaba agarrarse de los bailarines.
Después de 1991 doña Blanca ya vivía en Los Ángeles y fue ahí donde el sentido de la vista se le fue escapando por completo debido a un mal congénito. Alcanzó a conocer la ciudad con los ojos y poco a poco la fue conociendo y viviendo de otra forma.
En Migrantes con Discapacidad es la persona estelar. Ya tenía 20 años de activista y encontró ahí un hábitat natural para trabajar.
Dirige la organización, contacta a los migrantes con otras organizaciones y consulados, consigue abogados, les acompaña a hacer trámites, a citas médicas, consigue pasajes para que puedan moverse por la ciudad en el trasporte público.

Blanca Angulo durante una reunión de la organización Migrantes con Discapacidad en Los Ángeles. Foto: Cortesía.
Pero les llegó la “vida de pandemia” en junio de 2025 y doña Blanca ya no llega a las casas de los migrantes con discapacidad ni a las dos juntas mensuales del grupo. Pospuso una cirugía de la rodilla porque en el hospital le dieron el pitazo de que adentro andaba “la migra” buscando personas indocumentadas.
José Luis sale a la calle y mira -como hace 11 años en el sector Rivera Hernández, en Corinto o en el Centro de Atención al Migrante Retornado- los paraderos de autobuses a las personas mirando para todos lados.
“Están agarrando a gente muy trabajadora con familia, hijos. Es una pesadilla que jamás pensaron vivir en este país”.
Nota que los negocios de personas latinas están cerrando, que en los lugares históricos de Los Ángeles como los callejones, Plaza México y Plaza del Mariachi la gente se ausentó, o los que quedan -dice- andan sabiendo siempre, por si acaso, para dónde tienen que correr.
“Hay mucha ansiedad, no solo de los padres, sino de sus hijos. Están tristes porque piensan que pueden agarrar a sus papás y deportarlos”. El mismo miedo de la niñez en Corinto que vio aquel marzo de hace 16 años.
En las cocinas de los restaurantes, mira a trabajadores latinos “viendo por los vidrios pa fuera a ver si no viene ICE. En los Home Depot ya no se pone la gente para esperar empleadores porque ahí también llegan las redadas.
Y doña Blanca se pregunta cómo estarán los migrantes discapacitados -que no tienen el privilegio de poder correr- en sus encierros. “Me agarran los nervios, no puedo dormir por estar pensando en cosas. No puedo salir a casa de nadie a asistirles”.
Recibe llamadas de los hospitales para enseñar personas a usar bastones para ciegos, para ayudarles a llegar a casa, para “hacerles entender que podemos continuar con nuestras vidas”.
Le importa mucho hacerle entender a las familias que las discapacidades no son el final, que no los echen a la calle. Y entonces piensa en los del grupo de la iglesia que están sin techo. “Tengo que conseguirles ropa. A mí me parte mucho esto oiga…”
Y José Luis insiste: “se siente que las autoridades quieren que nos avergoncemos hasta de existir”.
El padre Alejandro Solalinde supo que José Luis anda diciendo eso. “Fíjate que profundo. A Trump le gustaría que no existieran los pobres. Molesta porque no acaban de irse. José Luis debe tomar conciencia de quién es. Lo único que tiene que hacer es hacer lo suyo, hacer su parte. Nada más. Las personas como él que pasan de ser nada para la gente en la sociedad, a personas claves para una organización y una causa”.

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