La ruptura del Cártel de Sinaloa, considerado uno de los más poderosos a nivel nacional, se ha contado por el número de muertos que ha dejado la pugna entre “Los Chapitos” y “Los Mayos”. Las autoridades lo miden a través de los aseguramientos y las personas detenidas; también están las afectaciones económicas para el Estado.

Pero, en medio de la narcoguerra, ha quedado la ciudadanía. Este reportaje pretende rescatar los nombres y algunas historias de las víctimas de la violencia para no olvidar las consecuencias del narcotráfico.

A más de un año del recrudecimiento de la violencia, hay familias rotas, personas desaparecidas, escuelas en luto y una percepción de miedo que limita la vida cotidiana de los sinaloenses.

El número de hechos violentos y la cantidad de víctimas han sido contabilizados diariamente desde el 9 de septiembre de 2024. Aquí se incluyen a quienes se presumen víctimas ciudadanas, aunque pudiera haber otras que no han logrado contabilizarse por falta de contexto sobre los casos.

Balas contra la ciudadanía

No queremos cuetes, fue la primera advertencia que llegó al salón Las Vegas, ubicado en la sindicatura de Villa Juárez, antes de que un grupo criminal utilizara un dron para lanzar una bomba a los asistentes, dejando un saldo de 15 personas lesionadas. Ha sido el ataque, aparentemente directo a la población, con más víctimas civiles desde que inició el conflicto entre “Los Chapitos” y “Los Mayos” en Sinaloa.

Al interior del salón de fiestas se celebraban unos XV años, por lo que había una gran cantidad de menores de edad. El único motivo del ataque, era que no deseaban -sin referirse a un grupo específico- una celebración en la zona, pues en las últimas semanas se habían registrado varios enfrentamientos, dijo una persona de esta comunidad agrícola, perteneciente al municipio de Navolato.

La Secretaría Salud reportó que, de las 15 personas heridas, cuatro quedaron internadas, entre ellas dos menores de 12 y 16 años. La Fiscalía General del Estado sólo reconocido ocho personas heridas: tres adultos y cinco menores de edad.

Desde septiembre de 2024 se han registrado uno 55 incidentes con al menos 132 víctimas de la violencia, de los cuales: 92 personas resultaron heridas y 40 perdieron la vida, de acuerdo a un conteo de hechos, realizado para este reportaje.

La narcoguerra provocada por los hijos de Joaquín “El Chapo” Guzmán y de Ismael “El Mayo” Zambada comenzó el 9 de septiembre de 2024, en Culiacán. En la oscuridad de aquella madrugada se oyeron oyeran las primeras detonaciones en el sector oriente, y minutos después, los disparos se replicaron por todas partes. Al amanecer, los daños eran visibles: vehículos baleados y abandonados sobre las principales calles y avenidas.

En la colonia La Campiña, elementos del Ejército Mexicano intentaron detener los enfrentamientos. En el intercambio de disparos perdió la vida el sargento César Augusto, de 42 años, perteneciente al 94/o Batallón de Infantería, tras recibir un impacto de bala en el rostro. Aquel primer día, murieron cinco personas.

Un año después, los muertos se cuentan por miles. Los códigos que en otro tiempo se presumían entre los grupos criminales se han disuelto, y en medio del conflicto, los ciudadanos son objeto de ataques.

Con un calor sofocante, decenas de personas esperaban afuera del Hospital Civil de Culiacán, la noche del viernes 29 de agosto de 2025. Entre esas personas se encontraba Jorge Armando, esperando noticias sobre la cirugía de su padre.

Minutos después, un grupo armado arribó al lugar y abrió fuego contra quienes se encontraban en el acceso principal. Jorge fue impactado por las balas, el intenso calor se convirtió en un frío frio agudo que recorría todo su cuerpo. Murió antes de conocer el resultado de la operación.

Las paredes del hospital quedaron marcadas por los impactos de las balas, algunos de grueso calibre. La sangre cubrió los pisos y maceteras. Al día siguiente, personal del hospital comenzó a borrar los rastros: agua y pintura para cubrir las huellas del ataque; ladrillos en las ventanas por si se repetía la agresión. A simple vista, nada había pasado. Pero en la memoria de quienes transitaban por la avenida Álvaro Obregón, una de las principales arterias viales de la ciudad, la escena quedó grabada.

En el ataque murieron cuatro hombres: Rubén, de 61 años; Víctor Antonio, de 47 años; José Ramón, de 39 años, y Jorge Armando, de 32, mientras que dos mujeres resultaron heridas: Heldie Milena, de 47 años, y Brianna, de 13 años. Todas las víctimas eran civiles.

Las balas no hacen distinción, impactan contra cualquiera. Han encontrado a sus víctimas en las calles y hasta dentro de sus hogares. Juan Carlos fue asesinado durante un enfrentamiento, intentando proteger a su esposa e hija. Sin embargo, las autoridades lo incluyeron en la lista de agresores. Se convirtió en la primera víctima civil de esta narcoguerra, y desde entonces, su familia exige justicia.

Dos hombres armados irrumpieron en su departamento justo cuando la familia intentaba escapar de las balas. Los obligaron a tirarse al piso en una habitación, mientras ellos disparaban contra las autoridades, sin importar que una bebé llorara entre los brazos de su madre.

Uno de los atacantes estaba herido y permaneció junto a ellos, mientras el otro disparaba desde la ventana. Afuera, los uniformados gritaban para que se rindieran, pero el tiroteo continuaba. Las balas iban y venían. Los sicarios rompieron un cristal y escaparon por la ventana. Adentro, la joven pareja continúacontinua en el piso implorando por ayuda mientras el humo del gas lacrimógeno llenaba la habitación. Comenzaban a intoxicarse.

Juan Carlos decidió salir por ayuda. Apenas dio unos pasos fuera del departamento cuando se escuchó un disparo. Segundos después, militares irrumpieron en el lugar. En los pasillos y escaleras había más elementos armados; nadie explicaba nada.

“Salgo del departamento y había un charco de sangre muy grande y seguía una valla por fuera de policías, a partir de ahí nos escoltan dos policías hasta afuera de los departamentos”, recuerda claramente Michelle, quien llevaba a su bebé en brazos, sin entender lo que ocurría.

Al salir del complejo, vio un cuerpo desnudo tendido en el suelo. No alcanzó a verle el rostro. Juan Carlos había salido con camisa azul, pantalón de mezclilla y tenis.

“Quise pensar que no era él, y en todo momento pensaba que, pues él no había sido, ya con lo que pasó y todo esto, pues estoy segura que era su cuerpo el que estaba ahí”, dice Michelle.

La primera versión oficial señaló que su esposo era uno de los agresores reducidos durante el enfrentamiento: es la forma en que llaman a quienes mueren en enfrentamientos contra autoridades. Pero Juan Carlos no era un sicario.

El saldo oficial: tres personas muertas, una detenida, dos militares heridos, seis adultos y una menor rescatados. Michelle y su bebé -dijo la autoridad- estaban entre las personas rescatadas.

Juan Carlos Sánchez Palacio tenía 34 años de edad. Era egresado de la Escuela Libre de Derecho de Sinaloa, ex empleado de la Sindicatura de Procuración en el Ayuntamiento de Culiacán, donde trabajó por un año. Antes había sido profesor universitario y colaboró en la creación de una asociación de ayuda a migrantes. En los últimos meses había emprendido con dos restaurantes.

La puerta del departamento 15, donde vivían, tenía casi 50 impactos de bala. Las paredes, barandales y pasillos también estaban perforados. Otro inmueble se incendió; había vidrios rotos, puertas forzadas y huellas de explosiones. Parecía una zona de guerra. Nadie pudo entrar hasta que las autoridades terminaron las diligencias. Se fueron sin dar explicaciones.

Los hechos ocurrieron el sábado 21 de septiembre de 2024. Un mes después, Michelle presentó una queja ante la Comisión Estatal de los Derechos Humanos. Busca esclarecer la muerte de su esposo y demostrar que Juan Carlos fue una víctima, no un criminal. La investigación continúa sin resultados.

En los primeros dos meses de violencia, habían ingresado alrededor de 100 personas a hospitales públicos y privados con heridas de bala. Al cierre de ese año, la cifra había subido a 180, según la Secretaría de Salud de Sinaloa.

Entre ellas estaban Rigoberto, de 40 años, y su hijo Obed, de 5 años. Heridos cuando quedaron atrapados en un tiroteo en el sector Barrancos. El enfrentamiento dejó tres muertos y casi una decena de lesionados. La vocería de Gobierno del Estado, aseguró que la Fiscalía determinaría cuántas eran víctimas colaterales. No lo hizo con ese caso, ni con los que vendrían después.

María Antonia, de 58 años, y Rosa María, de 43, murieron en una taquería de la colonia Laureles Pinos, al ser impactadas por las balas en una persecución. Sandra Anahí, de 34 años, recibió un disparo mientras conducía en la colonia Villa Bonita.

Sólo de enero a agosto de 2025, la Secretaría de Salud registraba el ingreso de 404 personas heridas por bala en hospital de Sinaloa: 351 hombres y 53 mujeres, sin precisar cuántos fueron ataques directos o víctimas colaterales. De ellos, 25 murieron: 21 hombres y 4 mujeres.

Luego de eso, perdieron la vida: Fátima Guadalupe, de 14 años de edad, Sergio, de 16 años, Jesús Guillermo de 17 años, Francisco, de 47 años, Gilberto, de 51 años, Jesús Alberto, de 57 años, Francisco Reynaldo, de 64 años, y René Flavio, de 69 años, más víctimasvictimas civiles.

Hasta el momento, se contabilizan: 17 hombres, 12 mujeres y 11 menores de edad asesinados, además de 34 hombres, 26 mujeres, 3 personas sin sexo determinado y 29 menores heridos. Son víctimas que se presumen inocentes, porque las autoridades no llevan un registro detallado y algunas de ellas ni siquiera figuran en sus reportes diarios de incidentes violentos.

Luis Alfonso, de 76 años, fue otra víctima. Intentó mover unos costales que bloqueaban el camino en las inmediaciones de un campo pesquero en Eldorado. Bajo ellos había una granada. Murió al instante. La escena forense es indescriptible.

Sin embargo, las autoridades presumían una reducción de violencia, y habían planeado una gran fiesta para cambiar la narrativa de miedo. En el Palacio de Gobierno, trabajadores ultimaban los preparativos para la celebración del 215 aniversario de la Independencia de México, amenizada por El Coyote, Maricela y Miguel Bosé como artista estelar. Las autoridades buscaban enviar un mensaje de paz y alegría, pero la realidad volvió a imponerse.

La noche del sábado 13 de septiembre de 2025, Jesamel Rodríguez, de 35 años, viajó con su esposo y sus dos hijas a Isla Cortés, en el municipio de Navolato, para celebrar anticipadamente su cumpleaños.

Horas más tarde, un grupo armado incendió un hotel, disparó contra la caseta de vigilancia y, al dirigirse hacia la Bahía de Altata, atacó una oficina del ayuntamiento. En el trayecto, los agresores se toparon con el vehículo de la familia y abrieron fuego. Jesamel murió en el lugar. Su esposo y sus hijas: una de dos años y otra de dos meses, sobrevivieron. En los mismos ataques resultaron heridos dos jóvenes más.

Tras el crimen, las autoridades suspendieron los festejos del Grito de Independencia, por segundo año consecutivo. Días después, la colocación de mantas intimidatorias obligó a cancelar parte de los eventos por el 494 aniversario de Culiacán. La música dejó de sonar en la tierra de la banda.

Moños negros en escuelas

Monsserrat apenas tenía 17 años. Dentro de la casa de su abuela, creía estar en un lugar seguro, lejos de la violencia que dominaba las calles de Culiacán. Pero las balas atravesaron una de las ventanas y le arrebataron la vida, junto con la de su prima, en vísperas de Navidad.

Uno de sus familiares se encontraba afuera de la vivienda, ubicada en la colonia Guadalupe Victoria, cuando hombres armados llegaron y comenzaron a disparar. Las balas de los sicarios mataron a Francisco Javier, pero también a Braury Ariana, de 18 años, y a Monsserrat.

“Ellas estaban encerradas en una casa, ya ni en la casa es algo seguro”, expresó Diana, una de sus tías.

Monsserrat cursaba el tercer año en la Escuela Preparatoria Dr. Salvador Allende. Ya se había tomado la foto de graduación, pero no alcanzó a llegar a la ceremonia. Meses después, su madre asistió en su lugar, llevando entre las manos un cuadro con la imagen de su hija, vestida con toga y birrete. Al escuchar su nombre, subió al templete. El Polideportivo de la Universidad Autónoma de Sinaloa retumbó en aplausos. Simbólicamente, Monsserrat estuvo presente en el que pudo ser uno de los días más felices de su vida.

La madrugada del domingo 19 de enero de 2025, hombres armados atacaron un vehículo en las inmediaciones del fraccionamiento Los Ángeles. Antonio de Jesús perdió la vida en el lugar, su hijo Gael, de 12 años, falleció mientras recibía atención médica, y su hermano Alexander, de 9 años, murió unos días después a consecuencia de las heridas.

En el automóvil también viajaba Adolfo, primo de los dos menores, quien cumplió la mayoría de edad debatiéndose entre la vida y la muerte. Logró dejar el hospital varias semanas después de una cirugía de pulmón, y las autoridades le prometieron ayuda psicológica.

En la Escuela Primaria Sócrates, donde Gael y Alexander estudiaban, sus compañeros recibieron acompañamiento emocional. En una actividad de tanatología, escribieron cartas con anécdotas, recuerdos y objetos que les recordaban a sus amigos, depositándolas en un baúl como despedida.

A la entrada de la escuela colocaron un gran moño negro y, en el aula de medios, una placa con sus nombres y rostros, para recordarlos por siempre. Pronto, esos moños comenzaron a multiplicarse en otras escuelas. Una señal de luto por la muerte de otros menores.

En febrero, Carlos Felipe, de 14 años, fue asesinado durante un taque armado en un autolavado de la colonia Adolfo Ruiz Cortines. Ese mismo mes, Regina, también de 14 años, quedó en medio del fuego cruzado en la sindicatura de Villa Juárez, municipio de Navolato. Regresaba de cenar con su familia cuando las balas impactaron su vehículo; una de ellas le dio en la cabeza. Murió días después en un hospital.

En marzo, Dana Sofia, de 12 años fue asesinada al salir de la escuela. Sujetos armados dispararon contra el vehículo en que viajaba rumbo a casa. Su padre la trasladó a una clínica particular donde perdió la vida mientras recibía atención médica. En la Escuela Secundaria General No. 4 fue colocado un moño negro, una fotografía con veladoras, flores y un peluche que llevaron sus compañeros. La mayoría de los estudiantes faltó a clases al día siguiente. Semanas después, pintaron un mural en su honor.

Antes de concluir el ciclo escolar 2024-2025, otro moño negro fue colocado en la Escuela Primaria Rafael Ramírez, esta vez por Leidy y Alexa, de 7 y 11 años de edad, asesinadas por militares a mediados de mayo en la zona serrana de Badiraguato.

La familia regresaba de un rancho llamado La Juanilla cuando los soldados abrieron fuego sin previo aviso. En el ataque murieron Leidy y Alexa, y resultaron heridos Gael, de 12 años, Anabel, de 40, y Saul, de 45. La primera versión de las autoridades decía que se había tratado de un enfrentamiento, pero después intentaron corregir la versión.

“Lo primerito que lees es enfrentamiento, y eso no fue cierto, fueron los militares, yo soy una de las víctimas, yo también venía con ellas, las dos niñas que fallecieron eran mis primitas y el que está herido es mi hermano, y los otros dos son mis tíos. Es mentira, es mentira, no hicieron ni señas, ni parar ni que nos pararon, no hicieron nada, solo empezaron a disparar de una, no hicieron nada”, relató otra pequeña que viajaba a bordo de la camioneta.

Su nombre se omite por seguridad. Viajaba en la parte trasera de la camioneta y, aunque recuerda todo, su voz se quiebra y las lágrimas interrumpen el relato.

“Gobierno no hace nada para proteger a nadie, no hace nada para protegernos a los niños, porque los niños somos los que más necesitamos”, dice al afirmar que en ninguna parte se siente segura.

Días después, maestros y padres de familia protestaron afuera de la escuela. Las autoridades reconocieron que no se había tratado de un enfrentamiento. Los soldados dispararon. Los militares implicados fueron consignados ante la Fiscalía General de la República y se abrió una investigación paralela en la Fiscalía Militar. Se sabe que algunos militares continúan su proceso en prisión, pero no se tienen mayores detalles.

Desde el inicio de la ola de violencia, las autoridades se negaron a suspender clases, pese a los constantes enfrentamientos. Sin embargo, muchas escuelas, junto a los padres, desobedecieron las órdenes institucionales y suspendieron actividades presenciales cuantas veces creyeron necesario.

Durante los primeros meses, más del 90 por ciento de los padres no se sentía seguro de enviar a sus hijos a la escuela, reconoció la directora Patricia Avilés, de la Primaria Agustina Ramírez, en la colonia Tierra Blanca. Todos los días hacían encuestas y acataban la decisión de los padres

“Y estamos trabajando al doble porque estamos trabajando casi todo el día, atendiendo inquietudes de los niños, revisándoles trabajos, aunque estén en sus casas, pero están atendiéndolos”, dijo tiempo antes de concluir el ciclo escolar.

Algunos maestros tampoco querían trasladarse a los planteles. En las inmediaciones de varias escuelas hubo persecuciones, tiroteos y muertos. En junio de 2025, una mujer fue asesinada al dejar a su hijo en la Secundaria Técnica No. 91, en el fraccionamiento Villa Bonita, al sur de Culiacán. Su vehículo quedó a unos metros del acceso principal mientras otros niños y niñas llegaban al plantel.

Por la violencia, algunas escuelas concluyeron el ciclo escolar 2024-2025 de manera virtual, sin actos académicos de graduación. Los planteles de las periferias y de comunidades rurales fueron los más afectados, y en esta época decembrina, se quedarán sin posadas.

En el recuento de hechos, se contabilizan al menos 29 menores de edad heridos y 11 asesinados, registrados como víctimas de la violencia. Sin embargo, cerca de 80 menores han perdido la vida en esta narcoguerra.

La Fiscalía General del Estado registró 72 menores asesinados de septiembre de 2024 a septiembre de 2025, y otros siete han perdido la vida desde entonces. La mayoría tenía entre 15 y 17 años de edad.

Aumentan los desaparecidos

“El único error de él es ser joven, haber sido un joven de 25 años. Es la única culpa de ser joven y verte como los jóvenes, que parecen ser algo, pero no es”, repite una y otra vez un padre que aún intenta comprender por qué un grupo armado se llevó a su hijo con lujo de violencia.

Aquel 25 de septiembre de 2024, una camioneta con gente armada irrumpió en el domicilio donde se encontraba Froyher, en Eldorado. Las iniciales pintadas en la carrocería del vehículo delataban su pertenencia a un grupo criminal. Quizá fueron colocadas para identificarse entre ellos, tal vez para infundir miedo, y lo lograron: sus padres no denunciaron de inmediato, ni en los días siguientes. Esperaban, con la esperanza intacta, que lo dejaran libre al descubrir que era inocente.

Pasaron los días y comenzaron a buscar por su cuenta. Revisaron caminos y lotes baldíos. Cuando no encontraron rastro, acudieron al Servicio Médico Forense. Sintieron alivio al no hallarlo entre los cuerpos, pero también desolación: las posibilidades se agotaban. Finalmente, presentaron la denuncia.

Un mes después del recrudecimiento de la violencia, el colectivo Sabuesos Guerreras ya contabilizaba alrededor de 200 personas desaparecidas, muchas de ellas sin denuncia oficial, debido al mismo temor que paralizó a los padres de Froyher.

María Isabel Cruz, líder de este colectivo, fundado tras la desaparición de su hijo Reyes Yosimar García en 2017, asegura haber detectado algo inusual a partir de la captura de “El Mayo” en los Estados Unidos. Los reportes de personas desaparecidas aumentaron considerablemente: al menos unas 70 personas en agosto de 2024, la mayoría entre los 40 a 60 años.

“Lo que quiere decir que quizá esas personas adultas eran tal vez, algún cabecilla de alguna colonia, y ahora son jóvenes. Como que primero levantaron a las cabezas para que pusieran a todos los jóvenes”, sospecha María Isabel.

La guerra entre ambas células criminales, dice, empezó antes de los ataques visibles. Fue silenciosa, y se manifestó primero con las desapariciones. Hoy los colectivos cuentan por miles a los desaparecidos, la mayoría jóvenes de 16 a 30 años.

Al cumplir un año del inicio de la narcoguerra, la Fiscalía General del Estado reportaba 2,740 personas desaparecidas: 842 localizadas con vida, 221 sin vida, y 1,677 sin rastro alguno.  Las madres buscadoras aseguran que las cifras podrían ser mucho mayores, pues en sus búsquedas han hallado restos de personas que nunca fueron denunciadas.

Uno de sus más grandes hallazgos ocurrió en abril del 2025, cuando localizaron un predio en el Ejido Mezquitillo con 12 cuerpos y una extremidad humana. Por el estado de los restos, están convencidas de que fueron víctimas de esta misma ola de violencia.

Los familiares de Floyher vencieron el temor, y cansados de esperar, se unieron a las marchas y manifestaciones para exigir la búsqueda y localización de personas desaparecidas, organizadas por madres buscadoras.

“Hasta hoy sabemos el gran dolor que sufren los padres que pierden a un hijo, y hasta hoy sí nos estamos solidarizando. Desafortunadamente, tuvimos que sufrir la desaparición de un hijo para venir a solidarizarnos”, lamentó el señor Hermes en una de las protestas.

Desde septiembre de 2024, los diversos colectivos de búsqueda han reportado el hallazgo de unas 150 víctimas, algunas de ellas como restos óseos, por lo que son registrados de manera distinta en la Fiscalía del Estado de Sinaloa.

Epicentro de la violencia

El estruendo se escuchó en toda la ciudad. Pasaban las ocho de la noche cuando los cristales vibraron como si fueran a estallar y los muebles crujieron sobre el suelo tembloroso. Los más osados salieron a las calles buscando en el cielo alguna nube de humo o el resplandor de un incendio que explicara aquel ruido estremecedor.

Faltaban apenas unos días para cumplirse el primer aniversario de la captura de Ismael “El Mayo” Zambada, hecho que fracturó al Cártel de Sinaloa y desató la violencia que mantiene a los habitantes en un estado de miedo permanente. Desde entonces, cualquier ruido, por mínimo que sea, puede acelerar el pulso.

El origen del estruendo, fue un temblor de 4.6 grados. Pero en una ciudad más acostumbrada a la violencia que a los movimientos sísmicos, el sobresalto tuvo otro significado. Muchos pensaron primero en el ataque a una vivienda, en inicio de un enfrentamiento a balazos, un operativo aéreo o en una bomba lanzada desde un dron, escenas que se han vuelto parte de la rutina.

Los constantes ataques, enfrentamientos y la localización de cuerpos con signos de extrema violencia, algunos desmembrados o decapitados en lugares públicos, han vaciado las calles de Culiacán. En la capital sinaloense se vive con precaución.  Más de 150 inmuebles han sido atacados por grupos armados, algunos incendiados, dejando víctimas fatales y cuantiosos daños materiales.

La sensación de inseguridad alcanzó niveles alarmantes. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana del INEGI, en junio de 2025 la percepción de inseguridad llegó al 90.8 por ciento. Un año antes, en junio de 2024, previo a la captura de “El Mayo”, era de 44.7 por ciento. Culiacán ahora se percibe como la ciudad más insegura de México.

Esa percepción ha modificado la rutina de las personas. Se han reducido las actividades para evitar estar por las noches en las calles. Los establecimientos y plazas comerciales también han debido adaptarse para evitar bajar sus cortinas; redujeron sus horarios y hasta cambiaron su giro.

“Tuvimos que hacer estos cambios porque la gente no quería salir de noche, la gente tenía desconfianza y miedo a salir de noche, ante la situación que prevalecía y prevalece en la ciudad. La gente tenía miedo”, reconoció Julio César Silvas, presidente de la Alianza para el Desarrollo y Competitividad de las Empresas en Culiacán.

Algunos restaurantes que ofrecían sus servicios exclusivamente en las tardes y noches, comenzaron a vender desayunos. Los bares y centro nocturnos ahora organizan “tardeadas” buscando tener ingresos. Sin embargo, los comerciantes continúan siendo golpeados. Aunque autoridades y empresarios no coinciden en las cifras, el cierre de negocios se percibe en las calles y en las plazas comerciales.

El director de Construyendo Espacios por la Paz, Javier Llausás Magaña, estima el cierre de unas 600 empresas, y la pérdida de unos 15 mil empleos formales, además de una cantidad similar de negocios informales, sin importar la negación de gobierno.

“La realidad te aplasta, por más que la trates de ocultar, la realidad allí está”, y las autoridades no otorgan las cifras reales” lamenta.

En pocos meses perdieron años de trabajo en construcción de paz. Culiacán había avanzado. En 2017 se encontraba en el lugar 31 del Índice de Paz; para 2023 había ascendido al número 14 y salió de la lista de las ciudades más violentas del mundo.

Todo el esfuerzo se derrumbó porque “permitimos corrupción, permitimos colusión, y hoy estamos pagando un precio muy caro. No vamos a normalizar y no queremos normalizar estos indicadores tan difíciles”, advierte enérgicamente.

La reactivación económica se ha visto frenada por escenas de terror: cuerpos abandonados dentro de camionetas, personas colgadas de puentes, restos humanos en tambos y hieleras, cabezas dejadas afuera de centros comerciales. Nada de eso ayuda a mejorar la percepción de inseguridad, admite Llausás.

Para el promotor de la paz, la violencia es cada vez más atroz, y aumenta en los territorios ganados por uno u otro grupo criminal.

“Hemos visto que los primeros meses fueron unos enfrentamientos entre dos grupos, pero hoy es diferente, hoy pareciera que un grupo domina un territorio y trata de exterminar, porque esa es la palabra, a las personas que no son de su grupo en ese territorio, es terrible”, lamenta

Los más de 150 inmuebles atacados y las pintas en espacios públicos, con amenazas hacia uno u otro grupo criminal mantienen las heridas abiertas y los sentidos alertas. Se han vuelto un recordatorio diario de que la narcogerra continua.

La violencia se ha extendido tanto que podría hacernos perder la oportunidad de reflexión, advierte Llausás Magaña. La mayoría de los muertos son jóvenes, quienes encontraron en el crimen organizado un sentido de pertenencia que no hallaron en otra parte. No se sentían parte de la sociedad y la delincuencia los atrapó.

“El crimen organizado si entiende que, al momento de aceptarlo, él joven está encontrando un sentido de pertenencia, por eso le son tan leales, por eso mueren por una causa”, a pesar de que una gran cantidad de ellos, no sabe ni porque está peleando. Son carne de cañón, expresó.

Alexis, de 26 años, trabajaba para el Ayuntamiento de Culiacán y para una empresa dedicada a la producción y comercialización de productos de res. Murió en un operativo de las autoridades en la zona rural, al sur de la capital. “Mi hijo estuvo en un lugar equivocado, un lugar donde no debió haber estado”, lamenta su padre.

“La verdad esto es un ejemplo para toda la juventud de que no se dejen llevar por las personas, por otras gentes (…) Mi hijo es inocente, mi hijo es inocente y lo que hicieron con él fue una masacre”, señala Emiliano, y agrega “si uno como padre de familia sabe que su hijo anda así, yo creo que sería menos el dolor, aunque no deja de doler, pero mi hijo era inocente”, reitero su padre.

Sinaloa no superaba el umbral de los mil homicidios dolosos al año desde la llamada guerra contra el narcotráfico declarada por Felipe Calderón, alcanzado su punto más brutal luego de la ruptura del Cártel de Sinaloa con los Beltrán Leyva, que dejaron 2,250 muertos en 2010.

“Ya no hay códigos, están disparando contra todos”, dice el empleado de una funeraria local, mientras resana con yeso los impactos de bala en la pared. La noche antes, un grupo armados disparó contra unos jóvenes al exterior; uno murió y otro resultó herido. María Santos, de 68 años, fue otra víctima de la violencia, las balas la alcanzaron en la refriega y quedo lesionada.

El miedo puede sentirse en cualquier parte, incluso, los comerciantes que antes vendían productos alusivos a los grandes capos sinaloenses han dejado de hacerlo: tazas, llaveros, imanes y muñecos ya no se exhiben en sus puestos. Las figuras de El Chapo y El Mayo eran las más populares en tiendas del centro, donde se vendían como recuerdo para los turistas. Ahora los ocultan por temor a que los relacionen con algún grupo criminal.

Construyendo Espacios por la Paz ha detectado la disminución de matrícula en escuelas públicas y privadas, un indicador, dicen, de que cada vez más sinaloenses abandonan su hogar buscando tranquilidad en otra entidad, sin contar el número de familias que han dejado las comunidades serranas por temor a la violencia.

Víctimas del combate

Durante el primer mes de enfrentamientos, las autoridades registraron 58 eventos violentos, de los cuales 20 fueron ataques directos contra fuerzas de seguridad. Para diciembre de 2024, los reportes oficiales presumían 184 detenidos y 46 personas “reducidas”, pero fue la última vez que revelaron este último dato.

Sin embargo, en el recuento realizado para este reportaje, se registró más de un centenar de personas ultimadas por las fuerzas federales. La mayoría eran presuntos criminales, pero entre las víctimas también hay civiles: Juan Carlos, las niñas Leidy y Alexa, y otros nombres que quedaron fuera de los comunicados.

El 1 de junio de 2025, Yessenia, de 25 años, y Néstor, de 48 años, fueron asesinados en el poblado El Aguajito, en Sinaloa Municipio. Se dirigían a una reunión familiar cuando, en una aparente confusión, elementos de la Guardia Nacional abrieron fuego contra su camioneta. Yessenia estaba embarazada de cuatro meses. Su familia protestó frente a la base de la corporación en Guasave exigiendo justicia. Les prometieron una investigación, pero desde entonces, nada se ha sabido del caso.

A través de solicitudes de información, se preguntó a las autoridades federales el número de personas abatidas en Sinaloa, pero la Fiscalía General de la República respondió no contar con un módulo estadístico que dé cuenta a cabalidad de esa cifra, a pesar de haber estado informando al principio de la narcoguerra.

Lo que si informaron -previo al primer aniversario de la captura de “El Mayo”- fueron algunos logros del llamado Grupo Interinstitucional Sinaloa: 1,184 personas detenidas, entre ellas figuras clave de ambas facciones criminales, algunas ya extraditadas a Estados Unidos. Unas 2,913 armas de fuego, 804,179 municiones, 239 granadas, 4,889 artefactos explosivos y 2,401 cámaras de videovigilancia instaladas clandestinamente en la entidad.

Algunos de estos resultados han traído consecuencias para las autoridades. Más de 80 elementos de las distintas corporaciones -algunos de ellos retirados recientemente- han perdido la vida en ataques directos o enfrentamientos. La mayoría han sido agentes estatales o municipales, pero también figuran fuerzas federales.

Estar cerca de ellos ha resultado un riesgo para la ciudadanía. Desde el inicio de la violencia, cinco personas han muerto y seis resultaron heridas en ataques a elementos policíacos.

Julio y Arantza perdieron la vida durante el ataque a un elemento de la Policía Municipal en una cafetería en Montebello. Laura, de 56 años, empleada del DIF Culiacán, fue alcanzada por una bala mientras viajaba en un camión urbano; los agresores iban tras un policía estatal. Efigenia, de 47 años, se encontraba en una banca del blvd. Diego Valadez Ríos, cuando recibió un impacto de bala, después de un ataque a un Policía Municipal. Francisco Reynaldo, de 64 años, murió después de un ataque a un agente de la Policía Estatal en la colonia Agrarista Mexicana.

Quedar en medio de enfrentamientos entre sicarios y autoridades también ha sido letal. Rigoberto, de 42 años, perdió la vida al estar en medio del fuego cruzado en el Blvd. Agricultores. Luz Clarita, de 27 años, por la carretera Culiacán-Eldorado. Martha, de 65 años, por la Carretera Internacional México 15, en Mazatlán. Además, Jaime y Geovanna, ambos de 34 años, y su hijo Iván, de 1 año, resultaron heridos en un enfrentamiento entre civiles y militares por la carretera Culiacán-Eldorado.

Sin embargo, la estrategia de seguridad todavía no logra detener la violencia, generada por “Los Chapitos” y “Los Mayos”, y las alianzas que ahora han establecido con otras células delictivas dentro y fuera de Sinaloa.