El entorno geopolítico vuelve a arder de este lado del charco. Esta vez no en Medio Oriente o Ucrania, en donde de todos modos se mantiene alta la tensión, sino en el Caribe y Pacífico nuestramericano.

El gobierno de Trump ha logrado, mediante amenazas financieras directas, el blindaje de Argentina a su esfera de influencia, después de la victoria electoral parlamentaria del partido del presidente Javier Milei, La Libertad Avanza, y la consecuente suspensión indefinida de la soberanía del país austral. Que, además, coquetea con la propuesta de la dolarización, tumba de la palanca monetaria nacional en materia económica.

Asimismo, el sostén abusivo al clan Bolsonaro en Brasil y los paralelos ataques a jueces y al presidente Lula, se complementa con el intento estadounidense de descabezar los gobiernos hostiles en la punta norte de Sudamérica, la antigua Gran Colombia, que es bisagra sur-norte y pedestal del continente norteamericano. A Ecuador, con el represor, militarista y junior Daniel Noboa, el tycoon ya lo tiene sometido y dócil.

Dentro del gran triángulo, que de Panamá abre sus alas de izquierda a derecha hacia los extremos fríos de Alaska, Canadá y Groenlandia, siendo esta isla otro anhelo de conquista trumpiano, sólo México representa algún tipo de dique de contención y, en el largo plazo, un peligro real y percibido para la potencia anglosajona. Porque México es un país enorme, con más de 135 millones de habitantes y una identidad otra, fuerte y distinta, y no está simplemente en la frontera, al sur de EUA, sino que está dentro de sus entrañas y desde ahí puede reventarlo en algún escenario futuro.

Desde Florida, la maquinaria del Pentágono recupera añejas coreografías: sobrevuelos, movilización de flotas, pulverización televisada de lanchas en el Caribe y también, recién, frente a las costas acapulqueñas. Todo condimentado con comunicados amenazantes sobre la eterna e inacabable “lucha contra el narcotráfico”, ahora en su versión potenciada de “guerra al narco-terror”, alardeando la ecuación cárteles-grupos terroristas.

Pero, detrás de los ya conocidos eufemismos, se asoma el manotazo imperial que consiste en el control del “espacio vital”, o “patio trasero extendido”, la demostración del músculo militar y el hard power, la narrativa del enemigo externo: así se justifica el acto de encarcelar o asesinar a migrantes y pescadores, ejecutados extrajudicialmente en aguas internacionales, considerándolos por default como traficantes, “bad hombres” y terroristas, o se crean mitológicos “narcopresidentes” y “cárteles”, todo con el fin de supuestamente proteger las fronteras internas.

En palabras de Trump y sus halcones, para Maduro y Petro hoy resuena la amenaza infame y el recuerdo del destino del expresidente panameño Manuel Noriega, exaliado gringo, a la postre defenestrado y extraído de Panamá, después de una sangrienta invasión estadounidense y relativo golpe de Estado para reestablecer “el orden”. Orden que hoy se ve nuevamente agrietado por la excesiva presencia china en el Canal, nodo vital de la hegemonía marítima estadounidense.

En las últimas semanas, Washington ha intensificado sus operaciones navales y aéreas contra Venezuela y Colombia, y ha atacado embarcaciones civiles en el Caribe, con la justificación nebulosa e instrumental de combatir el tráfico de drogas y/o el “terrorismo internacional”.

Reporta Sin Embargo, por ejemplo, que el 28 de octubre “el Gobierno de Estados Unidos ejecutó extrajudicialmente a 14 personas que estaban a bordo de cuatro lanchas que fueron atacadas por las fuerzas armadas estadounidenses en el Pacífico” y que “el Secretario de Guerra, Pete Hegseth, confirmó este martes que se ejecutaron tres ataques letales contra embarcaciones que supuestamente eran usadas para transportar narcóticos desde el sur del continente hacia territorio estadounidense”. Esto se lleva a cabo tan sólo porque las embarcaciones circulan en la ruta que EUA considera “asociada” con el contrabando de narcóticos. Se habla de “ataques letales” para disfrazar ejecuciones extrajudiciales, o sea, violaciones graves a los derechos humanos por parte de un Estado.

Aquí la cínica justificación de Hegseth: “Estos narcoterroristas han matado a más estadounidenses que Al-Qaeda, y serán tratados de la misma manera. Los rastrearemos, los conectaremos en red, y luego los cazaremos y eliminaremos”.

Entre embestidas de lanchas en el Atlántico y el Pacífico, se contabilizan al menos 13 operaciones de este tipo con un estimado de 57 víctimas asesinadas, incluyendo a un pescador colombiano que el presidente Gustavo Petro ha defendido, suscitando respuestas iracundas de su homólogo estadounidense.

Los medios dominantes estadounidenses y europeos, dócilmente, repiten versiones de la fórmula de manual y mantienen una narrativa que llega confusa y desdibujada a su audiencia, justificando de facto las acciones abusivas del “gendarme norteamericano”.

Donald Trump, patriarca de la “política del gran garrote”, versión anaranjada, piedra angular del neonacionalismo suprematista, blanco y definitivamente MAGA, así es como revive el panamericanismo decimonónico de la doctrina Monroe (1823): “América a los americanos”, o sea, más bien, para Estados Unidos. Esto es con el fin de concentrar fuerzas e influencias en el hemisferio occidental-americano y, poco a poco, debido a su declino relativo en el resto del planeta y al ascenso de China, retirarse parcialmente de escenarios más lejanos e inestables o, de plano, perdidos. Es casi un sueño guajiro, sin embargo, pues la proyección imperial existe y persiste en el largo plazo, a pesar de las tendencias e intenciones más aislacionistas de tal o cual gobierno.

La retirada estratégica improbable, abanderada por Trump y el movimiento MAGA, en efecto, pretende cerrar puertas y esferas de dominación en el Norte de América, como primera línea, excluyendo, claro está, a ese “otro Norteamérica antagonista” que es México. Y en segunda instancia, en el resto hemisférico, garantizarse gobiernos a modo y recursos naturales, o mano de obra selecta y dispuesta pero solo cuando se necesite, desde una posición asimétrica, dominante mas ya no hegemónica e indisputada: menos zanahoria y más garrote, en resumen, en el intento de desempeñarse de escenarios lejanos.

Por eso la insistencia en reafirmar el control continental-regional y reconstruir la fortaleza-América, de norte a sur, limitando la ya imponente influencia económica y, en parte, política, de China, presente sobre todo en el Cono Sur y en los países del Pacífico. En la visión neocolonial, América Latina es considerada, entonces, una región perennemente menor de edad, objeto de tutelaje, periferia funcional, a la que se le permite el voto, pero no la autonomía real.

Se trata de la periferia inferiorizada de la fortaleza, idealmente blindada para el usufructo estadounidense desde el Río Bravo al Ártico. En Asia, el círculo cercano podrá incluir, probablemente, a Japón y Corea del Sur, en función antichina, y a la Europa-satélite derechizada, proyectada como blanca, antislámica, y, a su vez, amurallada en contra de los migrantes, sobre todo los musulmanes que igual, como las y los mexicanos en Estados Unidos, ya no están en las fronteras, sino que son el corazón de Europa. Pero los gobernantes o aspirantes tales, soberanistas y populistas de las derechas antieuropeistas, como Le Pen, Orbán, Meloni, Farage o Abascal, pretenden ignorar este dato antropológico fundamental.

Y bueno, en todo este diseño, Latinoamérica sigue siendo concebida como proveedora y cuidadora de recursos ajenos por derecho neocolonial, y es colocada en el “afuera”, pues su población es rechazada y obstaculizada, para mantener la “pureza” de la raza en el Norte. Esta biopolítica de selección poblacional también prevé la edificación de muros entre el adentro y el afuera, el nosotros y el otro, construido como “peligro” y agresor. Se concilia con la necropolítica de dar muerte o dejar morir a miles, como sucede tanto en el mar Mediterráneo y los centros de detención de migrantes, como en las fronteras del Río Suchiate y del Río Bravo, en Gaza o en las lanchas bombardeadas del Caribe.

El caso de Venezuela es paradigmático. Bajo el argumento de “restaurar la democracia”, la Casa Blanca ha sostenido una guerra económica que asfixia a la población civil y promueve la inestabilidad con tal de defenestrar a Maduro. El nuevo acoso marítimo y los ataques a supuestos “traficantes” son parte del mismo libreto que comenzó con las sanciones, continuó con el reconocimiento de gobiernos paralelos, léase Juan Guaidó y, en otro tenor, el premio Nobel por la paz a María Corina Machado, y hoy se expresa en incursiones navales y autorizaciones explícitas a la CIA para que “se haga cargo”.

Pero las aguas del Caribe y del Pacífico guardan memoria. El guion no es nuevo. Lo que estamos viendo es la actualización de la vieja Doctrina Monroe, combinada con la política del Gran Garrote que Theodore Roosevelt ensayó a principios del siglo XX. La retórica de Trump sobre la defensa del hemisferio occidental, la amenaza constante contra Cuba, Nicaragua y Venezuela, y la militarización del Caribe responden a esa misma lógica: excluir a potencias rivales como China o Rusia del “patio trasero” y reafirmar que Estados Unidos sigue siendo el árbitro de la región.

En su nueva versión, la doctrina Monroe se reviste de patriotismo económico y de supremacismo racial y energético: asegurar el control de las rutas marítimas, de los corredores digitales y de los recursos estratégicos en tierras ajenas (petróleo, litio, tierras raras, agua, alimentos, fondos marinos, rutas, estrechos, subsuelos, cableados y un largo etcétera), bajo el argumento de la seguridad nacional en tierra propia.

Trump ha hecho de la política exterior, un tópico semidesconocido por la mayoría de la población estadounidense, un instrumento interno de propaganda. Sus recientes maniobras buscan no sólo disciplinar a América Latina, sino también reordenar el tablero global. Mientras Rusia y China amplían su influencia en Eurasia, África y América del Sur, Washington intenta reafirmar su hegemonía mediante el miedo y la coerción en donde más tienen efecto.

La tensión entre Petro y Trump no es solo retórica diplomática: se ha convertido en un episodio visceral del choque entre un proyecto nacional, todavía endeble, y la política de presión económica y simbólica del imperio. En enero de 2025, tras negarse el gobierno colombiano a recibir dos vuelos militares de retorno de ciudadanos que eran deportados por EUA en condiciones indignas, Trump respondió con aranceles del 25 % a productos colombianos, restricciones de visas para funcionarios, amenazas de duplicar los gravámenes. Y ahora sanciona directamente a Petro y su familia.

Petro respondió con una defensa de la dignidad de los deportados: “No podemos aceptar que lleguen en aviones militares, como si fueran criminales”, pidiendo respeto. Ahora Trump anuncia la suspensión de ayuda militar a Colombia en la mal llamada “lucha contra las drogas” o el narco, lo cual, pese a la afectación económica, me parece una oportunidad para el país sudamericana para liberarse de dependencias e injerencias inveteradas por EUA, disfrazadas de cooperación internacional.

Más recientemente, la disputa escaló cuando Trump acusó directamente a Petro de ser “un líder del narcotráfico” y amenazó con suspender subsidios o apoyos financieros. Petro respondió no solo con reclamos diplomáticos, sino con la exigencia de una investigación internacional por los ataques marítimos atribuidos a Estados Unidos, calificándolos como ejecuciones extrajudiciales.

Sin embargo, al destruir completamente las embarcaciones presuntamente cargadas con drogas, las fuerzas armadas yanquis también destruyen eventuales evidencias de los delitos: entonces, bueno, no nos queda más que creerles.

Trump no sólo ha usado el discurso del narcotráfico como pretexto militar en contra de Petro, sino que también ha convertido a Nicolás Maduro en uno de sus blancos favoritos, tildando a Venezuela de “narcoestado”, acusando a su presidente de dirigir el “cártel de los Soles” y calificándolo como “criminal organizado”. Maduro es el enemigo perfecto porque ante la opinión pública estadounidense ha sido construido el gozne entre el problema de consumo interno de drogas y proliferación de pandillas y las figuras del dictador caribeño tradicional y del narcotraficante internacional, síntesis del mal, segundo solo a Osama bin Laden.

Durante su discurso en la ONU, Trump arremetió contra Venezuela afirmando que a “todo matón terrorista que esté traficando drogas venenosas hacia los Estados Unidos… téngase por avisado, lo haremos volar por los aires”.

Además, Trump ha justificado las recientes operaciones asesinas en el mar Caribe, en contra de embarcaciones vinculadas a Venezuela, supuestamente al grupo delincuencial “Tren de Aragua”, también acusándolas de estar protegidas por el régimen de Maduro, como evidencia de la supuesta implicación del Estado venezolano en redes criminales transnacionales.

Frente a la retórica aislacionista del MAGA, una invasión a Venezuela, país que cuenta todavía con fuerzas armadas fieles a Maduro, potencialmente con cerca de 4 millones de ciudadanos en armas y equipamientos militares rusos, sería difícil de realizar y justificar en EUA, pero en cambio el apoyo a la enésima cruzada antinarcos, identificada con el régimen venezolano, y a operaciones encubiertas de regime change se digerirían mejor y hasta aportarían consensos para las elecciones de medio periodo este año.

La redefinición trumpiana de Occidente en términos de raza (suprematismo blanco anglo y germánico) y religión (cristiana, de preferencia no católica romana, y antimusulmana) implica disciplinar al subcontinente latinoamericano y alinear a Europa y Asia a este canon mediante dispositivos bio-necropolíticos y el ejercicio del poder duro. En otras palabras, “individualismo y soberanía”, mal entendida como ley del más fuerte y violento. Bajo la condición del sometimiento al gendarme naranja, y su poderío de escasas zanahorias y sendos garrotazos.

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