Se cumplió un año de esta guerra y la vida en Sinaloa ha cambiado. Cada noticia altera la manera en que se mide el riesgo de salir a la calle. Muchos evitan salir después de ciertas horas, eligen rutas distintas, aunque sean más largas, revisan si una calle tiene señales que les ayuden a predecir el conflicto. Los códigos que antes guiaban la vida diaria ya no sirven; hoy la situación cambia cada tres o cuatro días, a veces antes, siempre con la tensión de anticipar lo que puede venir.
La violencia que llegó es distinta: desbordada, impredecible e imposible de normalizar. También cambiaron quienes la ejercen.
Los mercados ilegales internacionales se transformaron, con nuevas demandas y tensiones. Las fricciones con Estados Unidos y las presiones sobre el gobierno federal han modificado las políticas de seguridad. En los grupos delictivos hubo un relevo generacional y con él nuevas formas de operar. En este escenario, conviene mirar cómo esos actores llevan tiempo ajustando sus estrategias. Tal vez ahí estén algunas claves para comprender, al menos en parte, este caos.
Comencemos diciendo que es difícil definir lo que la prensa ha llamado Cártel de Sinaloa, un concepto difuso para referirse a un grupo hoy más fragmentado y en disputa, que también ha sido objeto de debate académico. En un artículo reciente, Letizia Paoli, Bryan Peters y Peter Reuter (2023) se preguntan si el Cártel de Sinaloa puede considerarse una mafia. Su análisis, basado en siete rasgos típicos de las mafias clásicas, concluye que el grupo no cumple con la mayoría de ellos y que más bien se asemeja a una gran empresa de drogas, sostenida en redes flexibles y cambiantes. Aun así, reconocen ciertas similitudes: la capacidad de permanencia en el tiempo, el despliegue de propaganda que alimenta la figura de sus líderes y, sobre todo, el establecimiento de acuerdos de poder y relaciones de corrupción que han facilitado su operación.
Coincido en que esas características son relevantes para entender la trayectoria del grupo, pero creo que limitarlo a una “empresa de drogas” es insuficiente. El Cártel de Sinaloa sí configuró formas de gobernanza criminal que se expresaron en la apropiación del territorio, en los vínculos de pertenencia y en los códigos de la violencia que ordenaron la vida cotidiana. Esa capacidad de imponer reglas, de administrar la violencia y de negociar con autoridades le dio continuidad durante décadas y lo convirtió en un actor con funciones que iban más allá de lo meramente empresarial. Tal como ha señalado Luis Astorga, algunas organizaciones criminales en México han adquirido perfiles de tipo mafioso-paramilitar. Estas organizaciones, si bien no disputan de manera directa la dirección política del Estado, sí intervienen en el campo político al apropiarse de funciones que corresponden al monopolio de la violencia legítima: proveer seguridad, controlar territorios y condicionar la vida comunitaria.
Con el relevo generacional, el status quo se modificó y el balance entre coacción y acuerdos se inclinó cada vez más hacia la fuerza, alejandose de los pactos. Los “herederos” e invitados han diversificado sus actividades hacia prácticas más depredadoras, presionadas por la guerra contra las drogas de los EE. UU. y por la adopción de esquemas de otras organizaciones criminales. Lo que antes funcionaba como un orden precario pero reconocible se ha transformado en un escenario fragmentado, con disputas más abiertas y sin los mecanismos -que permitían cierta regulación – que marcaron a generaciones anteriores. Esta situación comenzó incluso antes del claro rompimiento entre familias, y como muestra tenemos a los llamados “Culiacanazos”.
La relación de estos grupos con las comunidades es más pragmática y menos sostenida en vínculos de pertenencia; privilegian el control inmediato del territorio y las rentas rápidas por encima de acuerdos de largo plazo. La investigadora Vanda Felbab-Brown desde el 2021 ha documentado cómo se han involucrado en prácticas extractivas, incluyendo el tráfico de especies exóticas y marinas, así como el control de cadenas de suministro pesquero, legales e ilegales, con vínculos hacia mercados asiáticos. En el ámbito local, el periodista Marcos Vizcarra mostró en una nota en Espejo cómo los grupos has extendido su influencia a la minería en sedimentos arenosos, el comercio de camarón y la extorsión a productores agrícolas, lo que ha impactado directamente en las condiciones de vida en localidades rurales y pesqueras.
El conflicto que atraviesa Sinaloa evidencia el derrumbe de un orden que durante años permitió a distintos actores imponer reglas, negociar con autoridades y sostener cierta estabilidad violenta. Ese entramado funcionaba como un sistema de regulación, donde la violencia se administraba y los acuerdos eran conocidos, aunque no escritos. Con el relevo generacional y la diversificación hacia actividades más agresivas, esa estructura se ha fragmentado. Hoy predomina una guerra prolongada, sin códigos claros, que desgasta a la población y erosiona la economía del estado, mientras facciones rivales buscan repartirse territorios y rentas en un escenario de instituciones debilitadas y delitos en expansión
Mientras se define el escenario en el que buscará funcionar el ganador o los ganadores, y se impone la construcción de un nuevo orden, la población en Sinaloa resiste y tendrá que reconstruir.
Porque un día se acabará la guerra y aún tendremos brazos.
Porque un día se acabará la guerra y aún tendremos amor.
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