En México, consumir drogas es un crimen moral antes que un problema de salud. Lo decimos, lo repetimos y lo normalizamos, mientras los verdaderos beneficiarios -las estructuras del crimen organizado- siguen lucrando con el miedo y la culpa que nos imponen. Así, el narco se sostiene no solo con armas, sino con nuestro estigma.

Los consumidores son criminalizados de inmediato: Se les coloca la etiqueta de “drogadictos”, despojándolos de su humanidad y colocándolos en el papel de villanos.

No se mira su contexto, su dolor o los motivos que los llevan a consumir. Se ignoran los efectos de cada sustancia, los riesgos reales y los posibles usos recreativos, medicinales o de gestión emocional; todo se reduce a un juicio moral. Sin educación, sin información y sin espacios seguros, el castigo se convierte en la única respuesta que conoce la sociedad, y el estigma termina siendo otra forma de violencia que alimenta la estructura que dice “combatir”.

Aquí entran los famosos “anexos” o centros de rehabilitación, que en ciudades como Culiacán se presentan como la solución oficial. La realidad es otra: En 2024, La Comisión Estatal de Prevención, Tratamiento y Control de las Adicciones en Sinaloa, dio a conocer un total de 332 centros de rehabilitación, de los cuales 120 operaban de manera irregular. También aquellos centros “patito” de los cuales no se tienen registros y que escapan de toda norma, sin ningún profesional a cargo y que operan más como lugares de tortura, desaparición y violación de derechos humanos, que como espacios de salud pública.

El Estado se lava las manos y deja a los consumidores bajo la responsabilidad de estructuras que lucran con su vulnerabilidad y permitiendo que la violencia y el miedo se conviertan en política pública, mientras su narrativa oficial celebra persecuciones y castigos. Así legitima un sistema que reproduce desigualdad y exclusión.

Mientras tanto, seguimos criminalizando al joven que fuma un gallo o al adulto que consume alguna sustancia, dando por hecho que es una elección totalmente libre y consciente, ignorando que muchas veces su adicción es consecuencia de desigualdad, pobreza, trauma o abandono emocional. Se castiga la adicción, pero no la estructura que la sostiene. Se ignora que la prevención y la educación para un consumo responsable podrían reducir los riesgos más que la exclusión social.

Hablar de consumo desde la salud y no desde la moral o el castigo no solo es un acto de justicia, sino una manera de romper una de las patas del narcoestado.

Porque el problema no es únicamente el narco: es también la forma en que este sistema gestiona el dolor y la manera en que criminaliza a sectores vulnerables mientras protege a quienes lucran con ellos.

Y aquí esta lo incomodo: cada “drogadicto” que señalamos, cada juicio moral que lanzamos, alimenta el sistema que dice combatirlo. Nos escandaliza el consumo, pero nadie cuestiona que nuestro estigma es rentable. Mientras responsabilizamos de la barbarie a quien consume, la verdadera violencia sigue legal, silenciosa y lucrativa. Y nosotros, sin darnos cuenta, le damos la mano para que siga funcionando

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