En México, la explotación infantil no siempre se llama por su nombre. A veces se disfraza de “ayuda familiar”, de “trabajo temporal”, de “oportunidad”. Pero la realidad es que miles de infancias y adolescencias trabajan en condiciones de riesgo extremo, invisibilizados por la pobreza y por un Estado que se acostumbró a la ausencia. Lo que ocurre no es una excepción: es el retrato más honesto de un país que normaliza el abuso mientras aplaude los rescates.
Los 28 adolescentes encontrados en altamar son hijos de un sistema que los empuja a elegir entre el hambre y el peligro. Ninguno debería estar en embarcaciones sin condiciones mínimas de seguridad, ni trabajando en el campo para poder ayudar a sus familias. Pero acá el trabajo infantil no se castiga, se romantiza bajo la excusa de la “responsabilidad y disciplina”.
Los medios hablan de menores que fueron a trabajar por cuenta propia con el permiso de sus familias, como si fuera una historia de esfuerzo y no una tragedia colectiva.
Según cifras de la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), más de 3.7 millones de niñas, niños y adolescentes trabajan en este país; casi la mitad lo hace en actividades peligrosas. En Sinaloa, la cifra es alarmante: miles de menores trabajan en campos agrícolas, en pescaderías, en las calles o en los mismos entornos donde el crimen organizado recluta a los más jóvenes. Muchos nunca regresan.
El discurso de algunos medios e instituciones suena cada vez más parecido a una coartada. Decir que “tenían permiso de los padres” es olvidar que el consentimiento no existe cuando la alternativa es el hambre. No hay libertad en la precariedad. Lo que hay es un Estado que delega su responsabilidad en las familias, mientras se lava las manos frente a la desigualdad estructural.
México es un país donde el trabajo infantil se vuelve paisaje. Donde ver a un niño vendiendo chicles, cargando cajas o limpiando parabrisas ya no genera culpa, sino costumbre. Donde el horror pasa por el noticiero y se convierte en meme. Donde la infancia solo importa cuando muere.
Y, sin embargo, en el discurso se sigue hablando de “niñez feliz”, de “defensa de la vida” de “con nuestros niños no” de “son el futuro” … Un futuro que se hunde en el mar y pizcando tomate en el campo. Un futuro que se ahoga porque nadie quiere mirar de frente la desigualdad que lo provoca
El día de muertos posamos frente a altares decorativos. Hablamos de memoria, de identidad y cultura. Pero no hay altar que alcance para honrar a las infancias que trabajan, que mueren, que son reclutadas, que desaparecen. Esas infancias no caben en el folclor. No se recuerdan con flores, sino con rabia.
Decir que “tenían permiso” es admitir que la pobreza gobierna más que las leyes. Es reconocer que la violencia no solo mata: también explota, endeuda y domestica.
Mientras los menores de edad sigan trabajando en el campo, en altamar o en las calles, seguiremos siendo un país donde la vida vale menos que una cuota.
Aquí, los monstruos no están en las películas. Son los que redactan esos comunicados de “todo está bien”. Los que prefieren una nota de rescate antes que un plan de justicia social. Los que siguen repitiendo que “tenían permiso”.
Comentarios
Antes de dejar un comentario pregúntate si beneficia a alguien y debes estar consciente en que al hacer uso de esta función te adíeles a nuestros términos y condiciones de uso.