Aunque no nos guste, Estados Unidos sigue marcando tendencias a nivel mundial en temas como la economía, los modelos sociales o, desafortunadamente, los derechos humanos. El actual presidente de Estados Unidos es delincuente convicto de 34 acusaciones, ha impulsado políticas discriminatorias, retrógradas y antiderechos que han cimbrado a las poblaciones LGBTQ+, a las mujeres y en general a las poblaciones vulnerables. A través de decretos arbitrarios, ha recortado fondos económicos, sacando al país de tratados internacionales y otorgado indultos a delincuentes con total impunidad.

Hace unos días, escuché a alguien decir que “es más fácil ser n4zi que ser woke, para ser n4zi solo tienes que odiar“. Me pareció una observación acertada: es más fácil mantenerse en la ignorancia, esconderse en una burbuja y dejar pasar todo aquello que resulta incómodo—la desigualdad social, la violencia, la violación sistemática de derechos humanos o el crecimiento desmedido de los ultramillonarios. Esta comodidad, combinada con el miedo a perder privilegios y poder, ha colocado a un delincuente en la presidencia del país más influyente del mundo (nos guste o no), con consecuencias que pueden ser catastróficas.

Mientras tanto, en México celebramos la llegada de la primera mujer presidenta en la historia, quien ha puesto en el centro de su discurso a las niñas, las mujeres indígenas y las madres autónomas, con su famosa frase “llegamos todas“. Sin embargo, esta narrativa contrasta con una realidad alarmante: solo en enero de este año, se registraron 16 feminicidios diarios en el país, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública.

Es cierto que se han impulsado algunas acciones en beneficio de las mujeres, como la elevación del Instituto Nacional de las Mujeres a Secretaría. Sin embargo, estos avances no han sido una concesión del gobierno, sino el resultado de la lucha incansable de colectivas, activistas y sociedad civil. Han sido ellas quienes, a lo largo de los años, han visibilizado las violencias, alzado la voz y, cuando ha sido necesario, peleado por la garantía de sus derechos.

Todo esto mientras enfrentan la creciente ola de ultraderecha envalentonada por discursos como los del presidente del vecino del norte y sus aliados millonarios.

A pesar de este panorama, es importante reconocer que México ha sido un referente en el reconocimiento de derechos humanos, con un gobierno que, más allá de su intención electoral, ha apostado por políticas progresistas en un contexto global de retrocesos.

En contraste, países como Argentina, que fueron emblemas de la defensa de derechos, han dado pasos alarmantes hacia el autoritarismo, como lo demuestra el actual presidente Javier Milei, quien en eventos masivos normaliza la violencia política con imágenes como la de una motosierra en mano.

Sin embargo, entre el decir y el hacer hay una brecha enorme. Podemos ser un país que firma tratados internacionales y promueve políticas progresistas, pero si estas iniciativas no cuentan con presupuestos dignos o si sus instituciones son dirigidas por personas sin la capacitación adecuada, su impacto se diluye en la burocracia y la indiferencia.

Cada 8M, miles de mujeres en todo el país toman las calles en una marea violeta que ha crecido con los años. Desde marchas pacíficas hasta intervenciones más radicales, las protestas son un grito de hartazgo y una exigencia de justicia para las víctimas de feminicidio y violencia de género. El descubrimiento de crematorios clandestinos en Jalisco ha expuesto una herida aún más profunda: la impunidad y la crisis forense que ha invisibilizado a miles de desaparecidos. Esto no solo refleja el fracaso del Estado en garantizar la seguridad y los derechos humanos, sino que también refuerza la indignación y la necesidad de lucha que cada año se manifiesta en las marchas del 8M.

Ante este panorama, es difícil no pensar que la profundidad de los cambios necesarios para lograr una sociedad sana y con dignidad para todas las personas, además de un Estado de Derecho eficaz, es grande, es necesario un cambio cultural desde los cimientos, donde la violencia, la misoginia, la polarización y la radicalización no sean la norma, sino algo a combatir.

El mundo se encuentra en un choque constante entre el progreso y el retroceso, y en medio de esta polarización quedan las poblaciones más vulnerables: personas trans, migrantes, mujeres precarizadas y muchas otras que ven sus derechos constantemente amenazados. En este contexto, el 8M no es solo una conmemoración, sino un recordatorio de que los avances han sido conquistados y que la lucha sigue. Porque si algo nos ha demostrado la historia, es que cada paso hacia adelante ha sido impulsado por la revolución, por la resistencia de las poblaciones vulnerables que buscan la garantía de sus derechos, con la esperanza incansable de tener una vida digna y valiosa.

 

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