Desde niños nos enseñan a repetir respuestas, a obedecer antes que a pensar, no a aprender el arte de formular preguntas más allá de las clases de español. A seguir instrucciones, no a cuestionar si ese camino tiene sentido. E incluso podemos llegar a ser ridiculizados por “atrevernos” a preguntar cosas “ilógicas” o de “sentido común”. Sócrates, el maestro que prefería morir antes que renunciar a su derecho de preguntar, nos dejó una advertencia que hoy sigue estando muy vigente: “Una vida sin examen no merece ser vivida”.

Vivimos en una sociedad donde se confunde el orden con el silencio y la educación con la memorización (y de hecho hasta eso nos enseñan mal, no nos enseñan técnicas de memorización). Donde muchos optan por no opinar, no incomodar, no involucrarse. Nos hemos vuelto espectadores del deterioro social cuando deberíamos ser los protagonistas de su reconstrucción.

El México actual necesita más que nunca una educación socrática: una que enseñe a pensar, no solo a aprobar. Que devuelva a los jóvenes la capacidad de razonar antes de reaccionar, de preguntar antes de obedecer. Detrás de cada crisis —de seguridad, corrupción o desigualdad— hay dos raíces comunes: la falta de pensamiento crítico y otra igual de importante, la de acción. De nada sirve saber la causa de nuestros males si no movemos un dedo para corregirla.

Las escuelas, públicas y privadas, deberían ser los templos modernos del diálogo. Sin embargo, demasiadas veces se transforman en fábricas de títulos, donde lo importante es el promedio, no la curiosidad. Si no enseñamos a los jóvenes a dudar, a analizar y a sostener una conversación con argumentos, estaremos formando generaciones obedientes, serviles, pero no libres.

El método socrático —ese arte de preguntar con propósito— no es solo una técnica educativa: es una forma de vivir. Es aceptar que nadie tiene toda la verdad y que solo a través del diálogo surge la comprensión. En un país tan polarizado como el nuestro, esta virtud es revolucionaria. Necesitamos menos gritos y más preguntas; menos certezas impuestas y más diálogo honesto, enfocado a resultados concretos para el bien común.

Imaginemos por un momento un México donde los estudiantes se cuestionen a sí mismos con el mismo rigor con el que critican a los demás. Donde los maestros sean guías del pensamiento y no simples transmisores de información. Donde en los hogares se hable de ética, propósito y comunidad, además de supervivencia.

La crisis de valores que vivimos no es solo política, sino educativa. Mientras no recuperemos el valor del pensamiento libre y la responsabilidad del juicio propio, seguiremos repitiendo errores como quien recita una lección sin entenderla.

Nuestro país no necesita más seguidores; necesita ciudadanos conscientes. Y la conciencia no se impone, se despierta. Educar para la libertad significa formar personas capaces de decir “no” cuando la injusticia se disfraza de legalidad, y “sí” cuando la verdad incomoda.

Quizá el México que soñamos no se construya desde los discursos, sino desde cada mente joven que aprenda a pensar y actuar por sí misma. Esa es la verdadera revolución pendiente: la revolución de la conciencia y el actuar individual enfocado a la comunidad.

 

 

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